Guerreros en la niebla
Enviado por als2888 • 28 de Febrero de 2015 • 3.479 Palabras (14 Páginas) • 218 Visitas
Un mago de Terramar
Úrsula K. Le Guín
Sólo en el silencio la palabra,
sólo en la oscuridad la luz,
sólo en la muerte la vida;
el vuelo del halcón
brilla en el cielo vacío.
La Creación de Ea
1
Guerreros en la niebla
La Isla de Gont, una montaña solitaria que se alza más de mil metros por encima del tormentoso Mar del Nordeste, es una famosa comarca de magos. De los poblados de los valles altos y los puertos de calas sombrías y estrechas más de un gontesco ha partido a servir como hechicero o mago en las cortes, o en busca de aventuras, haciendo magias a los Señores del Archipiélago y yendo de isla en isla por toda Terramar. De entre ellos, hay quien dice que el más grande, y con seguridad el más viajero, fue el hombre llamado Gavilán, que en su época llegó a ser Señor de Dragones y Archimago. La vida de Gavilán ha sido narrada en la Gesta de Ged y en numerosos cantares, pero éste es un relato del tiempo en que aún no era famoso, anterior a las canciones.
Gavilán nació en una aldea solitaria llamada Diez Alisos, en lo alto de la montaña, a la entrada del Valle Septentrional. Desde la aldea, las praderas y las tierras de labranza descienden en terrazas hacia el océano, y hay otros poblados en los recodos del río Ar; pero más arriba de la aldea sólo el bosque sube trepando hasta las rocas y las nieves de la cumbre.
Duny, el nombre con que lo llamaban de niño, se lo puso la madre, y no pudo darle otra cosa que ese nombre y la vida, pues ella murió antes que él cumpliera un año. El padre, el forjador de bronce de la aldea, era un hombre hosco y taciturno, y puesto que sus seis hermanos eran mucho mayores que él y se habían marchado uno a uno del hogar paterno labrar la tierra o navegar los mares o trabajar en las forjas de otros pueblos del Valle Septentrional, no quedó nadie que críase al niño con ternura. Creció salvaje, tenaz como la mala hierba, un chiquillo alto y ágil, fuerte y altanero, de temperamento fogoso. Junto con los escasos chicuelos de la aldea pastoreaba las cabras en los prados empinados, sobre las fuentes del río; y cuando tuvo fuerzas para tirar y empujar de los fuelles, el padre lo obligó a trabajar en la fragua como aprendiz, con una elevada paga de golpes y azotes. Mas Duny no era lo que se dice un gran trabajador. Se pasaba los días a cielo abierto, adentrándose en las profundidades del bosque, nadando en los estanques del río Ar, que como todos los ríos de la isla corre rápido y frío, o escalando riscos y escarpas hasta las crestas que coronan los árboles, desde donde podía ver el mar azul, el ancho océano nórdico en el que no hay ninguna isla más allá de Perregal.
Una hermana de la madre vivía en la aldea. La mujer le había dado todo lo necesario en los primeros años, pero tenía sus propias obligaciones, y apenas Duny fue capaz de cuidarse solo, dejó de atenderlo. Mas aconteció que un día, cuando el niño tenía siete años, y era inocente y lo ignoraba todo sobre las artes y los poderes que hay en el mundo, oyó cómo su tía le gritaba a una cabra que se había trepado al tejado de una choza, y vio cómo el animal la obedecía bajando de un salto. Al día siguiente, mientras pastoreaba las cabras de pelaje largo en los prados del Gran Precipicio, Duny les gritó las palabras que había escuchado, sin saber para qué servían, ni qué significaban, ni siquiera qué clase de palabras eran:
Noz jierz mok man
jiok jan morz jan!
Gritó los versos, y las cabras vinieron a él, presurosas, todas juntas, y en silencio. Y lo miraron desde las negras ranuras de los ojos amarillos.
Duny se rió y gritó otra vez los versos que le daban poder sobre las cabras. Se le acercaron más aún amontonándose y empujándose alrededor. De repente tuvo miedo de aquellos cuernos gruesos y rugosos y las raras miradas y el raro silencio. Trató de librarse de ellas y escapar. Las cabras corrieron con él cerrando un nudo alrededor, y de este modo se precipitaron cuesta abajo y así llegaron por fin a la aldea, las cabras todas juntas, como atadas con una cuerda, y en medio el niño
que lloraba y vociferaba. Los aldeanos salieron corriendo de las casas y les gritaron a las cabras y se rieron del muchacho. Junto con ellos apareció la tía de Duny, y ella no se rió. Les dijo una palabra a las cabras, y las bestias se dispersaron y se pusieron a balar y a pastar mansamente, libres del sortilegio.
—Ven conmigo —le dijo a Duny. Lo llevó a la cabana donde ella vivía sola. Por lo común no dejaba entrar a ningún niño, y los niños tenían miedo del lugar. Era una estancia baja y sombría, sin ventanas, y con la fragancia de las hierbas que colgaban de la viga maestra del techo: menta, moli y tomillo, milenrama, juncovivo y paramal, hojas de reyes y becerra, tanaceto y laurel. Allí se sentó de piernas cruzadas junto al fuego, y mirando al niño de reojo a través de la maraña de cabellos negros, le preguntó qué les había dicho a las cabras y si sabía qué versos eran ésos. Cuando descubrió que el chico no sabía nada, y que sin embargo había hechizado a las cabras para que acudieran a él y lo siguieran, comprendió que había en el muchacho poderes en ciernes.
Hasta entonces, y como hijo de su hermana, Duny no había significado nada para ella, pero ahora lo veía con ojos diferentes. Lo cubrió de alabanzas y le dijo que le enseñaría otros versos mejores aún, tales como la palabra que hace salir al caracol y otra que llama al halcón para que baje del cielo.
—¡Sí, sí! Enséñame esa palabra —rogó Duny, ya del todo repuesto del susto que le dieran las cabras, y engreído con las lisonjas de la tía.
—Si te la enseño —dijo la bruja—, nunca se la dirás a los otros niños.
—Lo prometo.
La ignorancia y precipitación de Duny hicieron sonreír a la mujer.
—Muy bien. Pero tendré que atar tu promesa. Te sujetaré la lengua hasta que decida desatarla, y aun entonces, aunque podrás hablar, no pronunciarás la palabra que yo te enseñaré allí donde otros puedan oírla. Hay que guardar los secretos del oficio.
—Bueno —respondió el muchacho. No tenía intención de decírselo a sus compañeros de juego, pues le gustaba saber y hacer cosas que ellos no conocían y que nunca llegarían a conocer.
Esperó sentado y muy quieto mientras su tía se recogía el cabello despeinado, y se anudaba el cinturón del vestido y se volvía a sentar con las piernas cruzadas y arrojaba puñados de hojas al fuego, hasta que el humo se extendió por la oscuridad de la cabana. Luego empezó a cantar. La voz cambiaba por momentos, de aguda a grave, como si otra voz cantase a través de ella, y el canto continuó y continuó hasta que Duny no supo si estaba dormido o despierto.
...