Dilema De Conicencia
Enviado por eli.92 • 29 de Noviembre de 2012 • 2.917 Palabras (12 Páginas) • 573 Visitas
DILEMA DE CONCIENCIA
Drama de la vida real.
(Selecciones del Readers Digest, Diciembre de 1995)
POR LA DOCTORA YIN WONG
¿Que debe hacer un medico ante la orden de matar?
La madrugada del 24 de diciembre de 1989 reinaba una intensa actividad en el hospital donde trabajaba yo, en el sur de China. Tenía entonces 24 años y, en mi calidad de ginecóloga y obstetra, ya había practicado un par de cesáreas y un parto difícil que exigió un fórceps. Por instrucciones de mi supervisora, la jefa de obstetricia, me había quedado al frente del turno de la noche, responsabilidad que hasta entonces no conocía, y que me aterraba. Estaba rendida y no había probado bocado en ocho horas. Aun así, cuando me retire al dormitorio de médicos, a la una de la madrugada, me sentía demasiado inquieta para comer o dormir.
Me quedé despierta en la cama, maravillada por las tres criaturas a las que había ayudado a venir al mundo. Luego me puse a pensar en mi padre, quien había elegido una profesión que en China se remuneraba con poco más del doble del salario de un barrendero: la medicina. A menudo decía: "Lo más noble que uno puede hacer es dedicarse a salvar vidas".
Mi padre era un personaje muy querido en nuestra provincia, y célebre por su humildad. Se vestía con ropa de obrero y llevaba su instrumental en un maletín de vinilo con la cremallera estropeada. Su martillo para probar los reflejos era antiguo y tenía el mango de madera, pero él se negaba a desecharlo. "Los instrumentos no hacen al médico", me decía. "El conocimiento y la compasión, sí".
Cuando por fin me dio sueño, recordé que era el día de Nochebuena. Como millones de chinos, mis padres eran cristianos. Evoqué las ocasiones en que habíamos celebrado la fiesta juntos: adornábamos un árbol diminuto, cantábamos Noche de paz en voz baja para que los vecinos no nos denunciaran, y luego escuchábamos a mi padre contar en un susurro la historia del Niño Jesús. Lo llamaré por teléfono mañana para desearle feliz Navidad, pensé poco antes de quedarme dormida.
Me despertaron unos golpes en la puerta. Era la partera que atendía los partos normales.
-¡Venga! --exclamó--. necesitamos que se ocupe de algo! Salí tras ella y oí el Llanto de un recién nacido. Cuando llegamos a la sala de partos, una mujer con la ropa toda manchada se esforzaba por incorporarse en la cama.
No lo hagan! iNo! --gritaba -- en un dialecto de otra región.
La partera, una joven de 20 años con el cutis cubierto de acné y el pelo recogido en una cola de caballo, tomó una jeringa grande y extrajo tintura de yodo de una botella. Según me explicó, al ver que la mujer tenia ocho meses de embarazo y ya era madre de un hijo --tener dos estaba estrictamente prohibido por la ley de control demográfico vigente en China--, la delegación local de la Oficina de Planificación Familiar la había detenido y llevado por la fuerza al hospital para que se le provocara un aborto. Le inyectaron un abortivo llamado rivanol.
--Pero el niño nació vivo --añadió la partera.
El llanto provenía de un baño sin calefacción que estaba al otro lado del pasillo.
-Le pedí al ayudante que lo enterrara, pero se negó, porque está lloviendo --continuó.
Una colina que había cerca hacia las veces de cementerio en tales casos. Sólo entonces comprendí ampliamente el apuro en que estaba metida. Como obstetra de turno, me correspondía deshacerme de cualquier criatura que lograra sobrevivir al aborto. Para ello tenia que inyectarle 20 mililitros de alcohol o tintura de yodo en la mollera, procedimiento que causa la muerte en cuestión de minutos.
La partera me ofreció la jeringa y me quedé helada. Yo no tenía menor reparo en practicar el aborto a mujeres con tres meses o menos de embarazo, pero este caso era muy distinto. Durante el año trascurrido desde mi llegada al hospital, me había ingeniado para que otros médicos, de más antigüedad, cumplieran la tarea.
En la cama, a mi lado, la madre me miraba con ojos suplicantes; sabía lo que la jeringa implicaba. Todas las mujeres lo sabían.
-tenga piedad! -me gritó.
Mientras ella seguía dando voces destempladas, yo crucé el pasillo y entré en el baño. Estaba tan frío que mi aliento se hizo visible. Junto a un cubo de basura en cuya tapa estaba escrito "Niños muertos" había una bolsa de plástico negro. Estaba moviéndose, y el llanto provenía de allí. Me puse de rodillas y pedí a la partera que abriera la bolsa.
Creía que me encontraría con un feto al borde de la muerte, pero en su lugar había un varón de dos kilos en perfecto estado de salud, pataleando y agitando los diminutos puños. Tenía los labios amoratados por falta de oxigeno.
Le sostuve cuidadosamente la cabeza con una mano, y con la otra le toque la mollera. La piel estaba deliciosamente tibia, y palpitaba con cada sollozo. Se me encogió el corazón. --Está' vivo-- pensé. Se trata de un humano, y morirá si lo dejo en este piso frío.
--¡Doctora! --gritó la madre desde la sala de partos-. ¡No lo haga! La partera me puso la jeringa en mano. La sentí extrañamente pesada. No es más que un procedimiento ordinario, me dije para convencerme. No tiene nada de malo. Así lo marca la ley.
De pronto la criatura pataleó y, al golpear la jeringa con el pie, se la acercó peligrosamente al vientre. La retiré al instante. ¡Es el día de Nochebuena! –pensé--. ¿Cómo hacer algo así en esta fecha?
Toqué al niño en los labios, y el volvió la cabeza y comenzó a chuparme el dedo.
--Mire, tiene hambre --dije--. Quiere vivir. Me puse de pie y sentí que la cabeza me daba vueltas. La jeringa se me escapó de las manos, se hizo añicos en el suelo y me salpicó los zapatos de líquido color café.
Indiqué a la partera que llevara al bebé a la sala de partos y lo preparara para bajarlo después a la sala de terapia intensiva. --Mientras --agregué--, yo iré a pedirle permiso a la supervisora para tratarlo. Estaba segura de que ella, una mujer de casi ó0 años y madre de dos hijos, no permitiría que se le hiciera daño al niño. Eran casi las 2 de la madrugada cuando llamé a la puerta de su oficina. Oí que decía algo con voz somnolienta, abrí la puerta y le expliqué a toda prisa:
-Tenemos un pequeño que nació vivo en un aborto provocado con rivanol. ¿Puedo mandarlo a terapia intensiva?
--¡De ninguna manera! --exclamó desde la cama-. ¡Es el segundo hijo de esa mujer!
-Pero está sano. ¡Por favor, venga a verlo!
Guardó silencio un momento, y luego dijo, molesta: ¡No me pida eso! ¡Ya conoce el reglamento! Su tono me asustó. -Lo siento --dije, y cerré la puerta.
En
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