Diosero.
Enviado por javier5603 • 10 de Abril de 2014 • Informe • 427 Palabras (2 Páginas) • 203 Visitas
Crisanta descendió por la vereda que culebreaba entre los peñascos de la
loma clavada entre la aldehuela y el río, de aquel río bronco al que tributaban
los torrentes que, abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban
arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte. Tendido en la hondonada,
Tapijulapa, el pueblo de indios pastores. Las torrecitas de la capilla, patinadas
de fervores y lamosas de años, perforaban la nube aprisionada entre los brazos
de la cruz de hierro.
Crisanta, india joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire de la media
tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al peso de un tercio de leña; la cabeza
gacha y sobre la frente un manojo de cabellos empapados de sudor. Sus pies —
garras a ratos, pezuñas por momentos— resbalaban sobre las lajas, se hundían
en los líquenes o se asentaban como extremidades de plantígrado en las
planadas del senderillo… Los muslos de la hembra, negros y macizos,
asomaban por entre los harapos de la enagua de algodón, que alzaba por delante
hasta arriba de las rodillas, porque el vientre estaba urgido de preñez… la
marcha se hacía más penosa a cada paso; la muchacha deteníase por instantes a
tomar alientos; mas luego, sin levantar la cara, reanudaba el camino con
ímpetus de bestia que embistiera al fantasma del aire.
Pero hubo un momento en que las piernas se negaron al impulso,
vacilaron. Crisanta alzó por primera vez la cabeza e hizo vagar sus ojos en la
extensión. En el rostro de la mujercita zoque cayó un velo de angustia; sus
labios temblaron y las aletas de su nariz latieron, tal si olfatearan. Con pasos
inseguros la india buscó las riberas; diríase llevada entonces por un instinto,
mejor que impulsada por un pensamiento. El río estaba cerca, a no más de
veinte pasos de la vereda. Cuando estuvo en las márgenes, desató el ―mecapal‖
anudado en su frente y con apremios depositó en el suelo el fardo de leña;
luego, como lo hacen todas las zoques, todas:
la abuela,
la madre,
la hermana,
la amiga,
la enemiga,
remangó hasta arriba de la cintura su faldita andrajosa, para sentarse en
cuclillas, con las piernas abiertas y las manos crispadas sobre las rodillas
amoratadas y ásperas. Entonces se esforzó al lancetazo del dolor. Respiró
profunda, irregularmente, tal si todas las dolencias hubiéransele anidado en la
garganta. Después hizo de sus manos, de aquellas manos duras, agrietadas y
rugosas de fatigas, utensilios de consuelo, cuando las pasó por el excesivo
vientre ahora convulso y acalambrado. Los ojos escurrían lágrimas que
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