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Doce Cuentos Peregrinos


Enviado por   •  2 de Enero de 2012  •  367 Palabras (2 Páginas)  •  2.641 Visitas

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ser una novela, como me pareció al principio, sino una colección de

cuentos cortos, basados en hechos periodísticos pero redimidos de su condición mortal

por las astucias de la poesía. Hasta entonces había escrito tres libros de cuentos. Sin

embargo, ninguno de los tres estaba concebido y resuelto como un todo, sino que cada

cuento era una pieza autónoma y ocasional. De modo que la escritura de los sesenta y

cuatro podía ser una aventura fascinante si lograba escribirlos todos con un mismo trazo,

y con una unidad interna de tono y de estilo que los hiciera inseparables en la memoria

del lector.

Los dos primeros —El rastro de tu sangre en la nieve y El verano feliz de la señora

Forbes— los escribí en 1976, y los publiqué enseguida en suplementos literarios de varios

países. No me tomé ni un día de reposo, pero a mitad del tercer cuento, que era por

cierto el de mis funerales, sentí que estaba cansándome más que si fuera una novela. Lo

mismo me ocurrió con el cuarto. Tanto, que no tuve aliento para terminarlos. Ahora sé

por qué: el esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una

novela. Pues en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono,

estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje. Lo demás es el

placer de escribir, el más íntimo y solitario que pueda imaginarse, y si uno no se queda

corrigiendo el libro por el resto de la vida es porque el mismo rigor de fierro que hace

falta para empezarlo se impone para terminarlo. El cuento, en cambio, no tiene principio

ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en

la mayoría de las veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a

la basura. Alguien que no recuerdo lo dijo bien con una frase de consolación: «Un buen

escritor se aprecia mejor por lo que rompe que por lo que publica». Es cierto que no

rompí los borradores y las notas, pero hice algo peor: los eché al olvido.

Recuerdo haber tenido el cuaderno sobre mi escritorio de México, náufrago en una

borrasca de papeles, hasta 1978. Un día, buscando otra cosa, caí en la cuenta de que lo

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