ESTADO FEDERAL DE PANAMA
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ESTADO FEDERAL DE PANAMA [1] [2]
Justo Arosemena [3]
[1 de Febrero de 1855]
I
Entre los males causados por el funesto levantamiento del 17 de abril, debemos contar la paralización de varios proyectos legislativos importantes, que seguían su curso en las Cámaras. Uno de esos proyectos es el de reforma constitucional, que erige el Estado de Panamá.
Después de aprobado por los senadores con una aceptación muy pocas veces vista en el Congreso, iba a pasarse a la Cámara de Representantes en el mismo día en que José María Melo, abusando de la fuerza puesta en sus manos para sostener la Constitución y los altos poderes nacionales, echó por tierra en la capital de la República esa misma Constitución yesos mismos poderes. El Congreso se disolvió de hecho, y sus miembros buscaron en la fuga seguridad para sus personas, y medio de empezar la grande obra de la restauración de las leyes, que tuvo fin glorioso el memorable 4 de diciembre.
A no ser por el atentado del 17 de abril, el acto reformatorio se habría discutido y aprobado en la Cámara de Representantes, y sancionado como parte de la Constitución, habría evitado a las provincias de Azuero y de Veraguas los graves conflictos en que se han encontrado por falta de un gobierno superior inmediato. La Providencia se complace, en su infinita bondad, en suministrar pruebas espléndidas de los asertos que la ciencia contiene, que la meditación sugiere, y que el amor a la patria anima a proferir cuando la duda, la rutina y el disculpable temor a grandes innovaciones, hacen más necesaria la demostración de la verdad. Así es como los acontecimientos de que he hecho mención, vinieron como a presentarse por sí mismos en calidad de poderoso ejemplo, del mismo modo que los sucesos de abril a diciembre, en toda la República, ocurrieron en apoyo de los que defendían lo peligroso e innecesario del ejército permanente.
Quiso el Congreso de Ibagué continuar la discusión del proyecto de Estado de Panamá; pero ni los espíritus se hallaban dispuestos a ocuparse en asuntos que no tendiesen inmediatamente a la destrucción del poder intruso, ni había probablemente en la Cámara de Representantes todo el cúmulo de informes necesarios para desvanecer algunas dudas que despertaba el debate. Lo cierto es que el proyecto, después de algunas modificaciones, se suspendió hasta la reunión ordinaria del presente año, y se mandó publicar por la imprenta.
Las modificaciones introducidas por la Cámara de Representantes me persuaden de que, o no se ha comprendido bien la idea cardinal del proyecto, o no hay fe completa en su justicia y conveniencia. La publicación ordenada no puede tener otro objeto que excitar a la discusión, y no vacilo en corresponder a ese llamamiento, cuando se trata de esclarecer una idea que concebí hace cuatro años, que he perseguido casi constantemente desde entonces, y en cuyo triunfo veo fincado el bienestar posible de la tierra de mi nacimiento.
No juzgo indispensables a mi objeto muchas de las consideraciones en que voy a entrar; pero ya que el asunto va a tratarse quizá por la última vez, quiero ensayar una demostración que lleve, si es posible, al ánimo de los otros, la profunda fe, la misma apreciación de la idea, que abriga el mío: fe y apreciación que no sólo ahorrarían muchos momentos preciosos en el debate parlamentario, que no sólo contribuirían al más pronto y feliz éxito del proyecto en discusión, sino que acaso podrían ayudar a la de otros análogos, que indudablemente ocuparán al Congreso de la Nueva Granada.
Para ello necesito pedir a mis lectores se sirvan disculpar algunas reflexiones históricas, poco amenas, pero muy conducentes, y que suspendan las deducciones a que se sientan inclinados, hasta el fin de este escrito, no sea que me atribuyan, aunque por un momento, ideas y propósitos que están lejos de mí.
Uno de los hechos más constantes en la historia antigua, es la tendencia de los pueblos a mantenerse constituidos en pequeñas nacionalidades, y este hecho nos llama tanto más la atención, cuanto que al leer esa historia vamos prevenidos en favor de las grandes naciones que conocemos en la actualidad. Se necesita empaparse de todos aquellos grandes rasgos de heroísmo, de amor a la patria y de otras raras virtudes, que nos muestran el Atica, Lacedemonia, Tebas, Roma en su principio, y otros muchos pueblos antiguos, para interesarnos en su favor, y para que la estimación y el respeto sucedan al sentimiento de compasión y despego, que habíamos concebido al echar en el mapa una ojeada sobre la superficie que ocupaban.
Y no se diga que esta limitación de territorio era efecto de la infancia de la humanidad; porque sin contar con la China, que desde luego se nos presenta grande como haciendo excepción al principio, pero cuya primitiva historia no nos es bastante conocida para fallar, tenemos que en épocas ya muy avanzadas se observa el mismo fenómeno. No hablemos si se quiere de Troya, ni de la Media, ni de la Asiria, ni de Fenicia, ni de Judea, si se cree que sus tiempos son demasiado remotos, y que como principio de la era civilizada del mundo, no pueden servir de suficiente ejemplo a mi aseveración. Vengamos a la Grecia, a Cartago, a Roma en tiempo de Numa, y a las colonias del Asia Menor: siempre veremos que una gran ciudad y sus contornos eran lo que más comúnmente formaba una nacionalidad.
Cuando tiene lugar una aglomeración voluntaria de pueblos con algún fin político, Su objeto y su duración no son permanentes, y aun puede asegurarse que no son sino ligas transitorias, que terminan pasado su móvil principal. Así se observa en las dos confederaciones más notables de la antigüedad: la de los griegos antes de Alejandro, y la de las ciudades del Asia Menor. De resto, cuantas aglomeraciones de pueblos se ejecutan para constituir una gran nacionalidad, son el efecto de la conquista, de la violencia, y nunca de la voluntad deliberada de las partes componentes. El Imperio Griego bajo Alejandro, el Imperio Romano, y después los imperios de Oriente y Occidente, lo demuestran a no dejar
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