El Diablo De La Botella
Enviado por marthagiraldo19 • 25 de Octubre de 2012 • 11.777 Palabras (48 Páginas) • 737 Visitas
EL DIABLO DE LA BOTELLA
Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la
verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto; pero
su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos
de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era
pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela;
además era un marinero de primera clase que había trabajado durante
algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la
costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver
el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San
Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas
personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una
colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta
colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer
las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas
tan buenas!», iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas
que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía
aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más
pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita
como un juguete; los escalones de la entrada brillaban como plata, los
bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían
como diamantes. Keawe se detuvo, maravillándose de la excelencia de
todo. Al pararse, se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a
través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a
un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y
de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente.
Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el
hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe
para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.
–Es muy hermosa esta casa mía –dijo el hombre, suspirando amargamente–.
¿No le gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el
tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó
su gran admiración.
–Esta casa –dijo Keawe– es en verdad muy hermosa; si yo viviera en
otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que
no haga usted más que suspirar?
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–No hay ninguna razón –dijo el hombre–, para que no tenga una casa
en todo semejante a ésta, y aún más hermosa, si así lo desea. Posee usted
algún dinero, ¿no es cierto?
–Tengo cincuenta dólares –dijo Keawe–, pero una casa como ésta costará
más de cincuenta dólares.
El hombre hizo un cálculo.
–Siento que no tenga más –dijo–, porque eso podría causarle problemas
en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.
–¿La casa? –preguntó Keawe.
–No, la casa no –replicó el hombre–; la botella. Porque debo decirle
que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que
poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que
no cabe mucho más de una pinta.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda
con un cuello muy largo; el cristal era de un color blanco como el
de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior
había algo que se movía confusamente, algo así como una sombra y un
fuego.
–Ésta es la botella –dijo el hombre; y, cuando Keawe se echó a reír,
añadió–: ¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el
suelo hasta que se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le
sucedía.
–Es una cosa bien extraña –dijo Keawe–, porque tanto por su aspecto
como al tacto se diría que es de cristal.
–Es de cristal –replicó el hombre, suspirando más hondamente que
nunca–, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo
vive en ella y la sombra que vemos moverse es la suya, al menos lo creo
yo. Cuando un hombre compra esta botella, el diablo se pone a su servicio;
todo lo que esa persona desee, amor, fama, dinero, casas como ésta o
una ciudad como San Francisco, será suyo con sólo pedirlo. Napoleón tuvo
esta botella, y gracias a su virtud llegó a ser el rey del mundo; pero la
vendió al final y fracasó. El capitán Cook también la tuvo, y por ella descubrió
tantas islas; pero también él la vendió, y por eso lo asesinaron en
Hawaii. Porque al vender la botella desaparecen el poder y la protección;
y a no ser que un hombre esté contento con lo que tiene, acaba por sucederle
algo.
–Y sin embargo, ¿habla usted de venderla? –dijo Keawe.
–Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo –respondió el
hombre–. Hay una cosa que el diablo de la botella no puede hacer… y es
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prolongar la vida; y, no sería justo ocultárselo a usted, la botella tiene un
inconveniente; porque si un hombre muere antes de venderla, arderá para
siempre en el infierno.
–Sí que es un inconveniente, no cabe duda –exclamó Keawe–. Y no
quisiera verme mezclado en ese asunto. No me importa demasiado tener
una casa, gracias a Dios; pero hay una cosa que sí me importa muchísimo,
y es condenarme.
–No vaya usted tan de prisa, amigo mío –contestó el hombre–. Todo lo
que tiene que hacer es usar el poder de la botella con moderación, venderla
después a alguna persona como estoy haciendo yo ahora y terminar
su vida cómodamente.
–Pues yo observo dos cosas –dijo Keawe–. Una es que se pasa usted todo
el tiempo suspirando como una doncella enamorada; y la otra que
vende usted la botella demasiado barata.
–Ya le he explicado por qué suspiro –dijo el hombre–. Temo que mi salud
esté empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno
es una desgracia para cualquiera. En cuanto a venderla tan barara,
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