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El Tulipan Negro


Enviado por   •  13 de Enero de 2012  •  10.689 Palabras (43 Páginas)  •  1.278 Visitas

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EL TULIPÁN NEGRO

Alejandro Dumas

I

Un Pueblo Agradecido

El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpu¬las casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadean¬tes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, for¬midable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de ase-sinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pen¬sionario de Holanda.

Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estu¬viera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguien¬tes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimien¬to político en la cual se enmarca.

Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Esta¬dos de Holanda, tenía cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de Witt en las Pro¬vincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.

Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licen¬cia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente incli¬nada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.

Los dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente ma¬terial sobre Holanda por el éxito de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.

Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi siempre, en verdad, por boca de los france¬ses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia seguida por un poder luchando con¬tra el gusto de la nación, y de la fatiga natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y de la vergüenza.

Ese otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a me¬dirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño tacitur¬no, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su som¬bra detrás del estatuderato.

Ese joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto per-petuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas profundidades del porvenir.

El gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más re¬calcitrante, y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.

Bajo las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi coactus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»

Por un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus enemigos.

En cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más provechosa. Pocos días después resultó víc¬tima de una tentativa de asesinato. Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.

No era aquello lo que necesitaban los orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momento dado, para coronar la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.

Resulta bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación providencial, la Histo¬ria registra en el mismo instante el nombre de ese hom¬bre elegido, y lo recomienda a la posteridad.

Pero cuando el diablo se mezcla en los asuntos hu¬manos para arruinar una existencia o trastornar un Im¬perio, es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no hay más que so¬plarle una palabra al oído para que se ponga seguida¬mente a la tarea.

Ese miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se lla¬maba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer,

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