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El análisis de la novela el Hombre de la Rosa


Enviado por   •  7 de Octubre de 2014  •  Resumen  •  3.448 Palabras (14 Páginas)  •  284 Visitas

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El Hombre De La ROSA

En el atardecer de un día de noviembre, hace ya

algunos años, llegó a Osorno, en misión catequista, una

partida de misioneros capuchinos.

Eran seis frailes barbudos, de complexión recia, rostros

enérgicos y ademanes desenvueltos.

La vida errante que llevaban les había diferenciado

profundamente de los individuos de las demás órdenes

religiosas. En contacto continuo con la naturaleza

bravía de las regiones australes, hechos sus cuerpos a

las largas marchas a través de las selvas, expuestos

siempre a los ramalazos del viento y de la lluvia, estos

seis frailes barbudos habían perdido ese aire de

religiosidad inmóvil que tienen aquellos que viven

confinados en el calorcillo de los patios del convento.

Reunidos casualmente en Valdivia, llegados unos de

las reducciones indígenas de Angol, otros de La

Imperial, otros de Temuco, hicieron juntos el viaje hasta

Osorno,, ciudad en que realizarían una semana

misionera y desde la cual se repartirían luego, por loscaminos de la selva, en cumplimiento de su misión

evangelizadora.

Eran seis frailes de una pieza y con toda la barba.

Se destacaba entre ellos el padre Espinoza, veterano

ya en las misiones del sur, hombre de unos cuarenta y

cinco años, alto de estatura, vigoroso, con empaque de

hombre de acción y aire de bondad y de finura.

Era uno de esos frailes que encantan a algunas

mujeres y que gustan a todos los hombres.

Tenía una sobria cabeza de renegrido cabello, que

de negro azuleaba a veces como el plumaje de los

tordos. La cara de tez morena pálida, cubierta

profusamente por la barba y el bigote capuchinos. La

nariz un poco ancha; la boca, fresca; los ojos, negros y

brillantes. A través del hábito se adivinaba el cuerpo ágil

y musculoso.

La vida del padre Espinoza era tan interesante como

la de cualquier hombre de acción, como la de un

conquistador, como la de un capitán de bandidos,

como la de un guerrillero. Y un poco de cada uno de

ellos parecía tener en su apostura, y no le hubiera

sentado mal la armadura del primero, la manta y el

caballo fino de boca del segundo y el traje liviano y las

armas rápidas del último. Pero, pareciendo y pudiendo

ser cada uno de aquellos hombres, era otro muy

distinto. Era un hombre sencillo, comprensivo,

penetrante, con una fe ardiente y dinámica y un espíritu

religioso, entusiasta y acogedor, despojado de toda

cosa frívola.

Quince años llevaba recorriendo la región araucana.

Los indios que habían sido catequizados por el padreEspinoza adorábanlo. Sonreía al preguntar y al

responder. Parecía estar siempre hablando con almas

sencillas como la suya.

Tal era el padre Espinoza, fraile misionero, hombre de

una pieza y con toda la barba.

* * *

Al día siguiente, anunciada ya la semana misionera,

una heterogénea muchedumbre de catecúmenos llenó

el primer patio del convento en que ella se realizaría.

Chilotes, trabajadores del campo y de las industrias,

indios, vagabundos, madereros, se fueron

amontonando allí lentamente, en busca y espera de la

palabra evangelizadora de los misioneros. Pobremente

vestidos, la mayor parte descalzos o calzados con

groseras ojotas, algunos llevando nada más que

camiseta y pantalón, sucias y destrozadas ambas

prendas por el largo uso, rostros embrutecidos por el

alcohol y la ignorancia; toda una fauna informe, salida

de los bosques cercanos y de los tugurios de la ciudad.

Los misioneros estaban acostumbrados a ese auditorio

y no ignoraban que muchos de aquellos infelices

venían, más que en busca de una verdad, en demanda

de su generosidad, pues los religiosos, durante las

misiones, acostumbraban repartir comida y ropa a los

más hambrientos y desarrapados.

Todo el día trabajaron los capuchinos. Debajo de los

árboles o en los rincones del patio, se apilaban loshombres, contestando como podían, o como se les

enseñaba, las preguntas inocentes del catecismo.

—¿Dónde está Dios?

—En el cielo, en la tierra y en todo lugar —respondían en

coro, con una monotonía desesperante.

El padre Espinoza, que era el que mejor dominaba la

lengua indígena, catequizaba a los indios, tarea terrible,

capaz de cansar a cualquier varón fuerte, pues el indio,

además de presentar grandes dificultades intelectuales,

tiene también dificultades en el lenguaje.

Pero todo fue marchando, y al cabo de tres días

terminado el aprendizaje de las nociones elementales

de la doctrina cristiana, empezaron las confesiones. Con

esto disminuyó considerablemente el grupo de

catecúmenos, especialmente el de aquellos que ya

habían conseguido ropas o alimentos; pero el número

siguió siendo crecido.

A las nueve de la mañana, día de sol fuerte y cielo

claro, empezó el desfile de los penitentes, desde el patio

a los confesonarios, en hilera .acompasada y silenciosa.

Despachada ya la mayor parte de los fieles, mediada

la tarde, el padre Espinoza, en un momento de

descanso, dio unas vueltas alrededor del patio. Y volvía

ya hacia su puesto, cuando un hombre lo detuvo,

diciéndole: •

—Padre, yo quisiera confesarme con usted.

—¿Conmigo, especialmente? —preguntó el religioso.

—Sí, con usted.

—¿Y por qué?—No sé; tal vez porque usted es el de más edad entre

los misioneros, y quizás, por eso mismo, el más

bondadoso.

El padre Espinoza sonrió:

—Bueno, hijo; si así lo deseas y así lo crees, que así sea.

Vamos.

Hizo pasar adelante al hombre y el fue detrás

observándolo.

El padre Espinoza no se había fijado antes en él. Era

un hombre alto, esbelto, nervioso en sus movimientos,

moreno, de corta barba negra terminada en punta; los

ojos negros y ardientes, la nariz fina, los labios delgados.

Hablaba correctamente y sus ropas eran limpias.

Llevaba ojotas, como los demás, pero sus pies desnudos

aparecían cuidados.

Llegados al confesionario, el hombre se arrodilló ante

el padre Espinoza

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