El patriarcado se hace funky.
Enviado por Laurypop • 14 de Diciembre de 2014 • Tesis • 7.779 Palabras (32 Páginas) • 233 Visitas
CAPÍTULO 5 El patriarcado se hace funky El triunfo del marketing de la identidad Digámoslo de una vez: cuando eres un personaje de Friends, es difícil pensar que eres de izquierdas. —Jay Blotcher, activista de la lucha contra el sida en la revista New York, septiembre de 1996
Antes de graduarme, a finales de la década de 1980 y principios de la de 1990, yo era una de tantas estudiantes que no me daba cuenta de la lenta invasión en las universidades de las marcas. Y mi experiencia personal me permite decir que no es que no notáramos la presencia cada vez mayor de las empresas en las universidades, pues hasta a veces nos quejábamos de ella. Pero no nos molestaba. Sabíamos que las compañías de comidas rápidas abrían restaurantes junto a la biblioteca y que los profesores de ciencias aplicadas hacían buenas ganancias gracias a las empresas farmacéuticas, pero saber qué sucedía exactamente en las salas de consejo y en los laboratorios hubiera exigido demasiado esfuerzo, y, francamente hablando, teníamos mucho que hacer. Estábamos luchando para que los judíos pudieran ingresar en el comité, para la igualdad racial del centro femenino y para averiguar por qué la reunión para discutir el tema se había programado para la misma hora que la que iba a tratar sobre los gays y las lesbianas. ¿Acaso los organizadores negaban la existencia de lesbianas judías? ¿O de bisexuales negros? En el mundo exterior, las cuestiones raciales, de género y de orientación sexual seguían estando relacionadas con temas más concretos y urgentes, como la igualdad salarial y de derechos para los cónyuges y la violencia política; estos importantes movimientos eran —y siguen siendo— una verdadera amenaza para el orden económico y social. Sin embargo, por alguna razón a los estudiantes de las universidades no les parecían tan atractivos, pues durante la década de 1980 se habían convertido para ellos en algo muy diferente. Muchas de las batallas que librábamos se referían a la cuestión de «representación», un conjunto inconexo de reivindicaciones dirigidas principalmente contra los medios de comunicación, el sistema educativo y la lengua inglesa. Desde las feministas que exigían más representaciones de autoras en las listas de lecturas, pasando por los homosexuales que querían estar mejor «representados» en la televisión y los astros del rap que se jactaban de «representar a los guetos», hasta la pregunta que provoca una revuelta en el filme de Spike Lee Haz lo que debas, de 1989 («¿Por qué no había compañeros nuestros en la pared?»), la nuestra era una política de espejos y de metáforas. Estos temas siempre han figurado en los programas políticos de los movimientos de los derechos humanos y del feminismo, y más tarde en la lucha contra el sida. Desde el comienzo se aceptó que lo que perjudica a las mujeres y a las minorías étnicas es la ausencia de modelos visibles que ocupen posiciones políticas influyentes, y que los estereotipos que difunden los medios, imbricados en la estructura misma de la lengua, sirven para reforzar francamente la supremacía de los hombres blancos. Para lograr progresos verdaderos, se consideraba necesario descolonizar la imaginación de ambos géneros. Hacia la época en que mi generación heredó estas ideas, pertenecientes a dos o a tres generaciones anteriores, la representación ya no era un instrumento entre otros, sino que se había convertido en la clave del asunto. A falta de una estrategia político-legal clara, atribuimos casi todos los problemas sociales a los medios de comunicación y a la educación, ya fuera porque perpetúan los estereotipos negativos o sencillamente por sus omisiones. A los asiáticos y a las lesbianas se les condenaba a la «invisibilidad», a los homosexuales se les calificaba de depravados, a los negros de criminales y a las mujeres de débiles y de inferiores; todos ellos eran falsos modelos que terminaban perpetuándose y que provocaban todas las desigualdades del mundo real. Por eso nuestras batallas se dirigían contra los programas de televisión que mostraban vecinos gays que nunca hacían el amor, contra los periódicos llenos de imágenes de hombres viejos y de raza blanca, contra las revistas que promocionaban lo que la escritora Naomi Wolf denominaba «el mito de la belleza» y contra las listas de lectura que parecían anuncios de Benetton y los anuncios de Benetton que trivializaban nuestras exigencias sobré las listas de lectura. Los hijos de los medios de comunicación estábamos tan indignados por los arquetipos estrechos y opresivos que difundían las revistas, los libros y la televisión que nos convencimos de que si esas imágenes y ese lenguaje cambiaban, la realidad también lo haría. Pensábamos que encontraríamos la salvación reformando la MTV, la CNN y Calvin Klein. ¿Y por qué no? Si los medios parecen ser el origen de tantos de nuestros problemas, era seguro que si lográbamos «subvertirlos» y lograr que nos representaran mejor, podían convertirse en nuestros salvadores. Con mejores espejos colectivos, la estima por sí mismo aumentaría y los prejuicios se esfumarían mágicamente, y la sociedad comenzaría de pronto a desear parecerse al hermoso y positivo aspecto que impondríamos a su imagen. Durante la generación que creció bajo el influjo de los medios, el deseo de transformar la sociedad por medio de la cultura pop era una segunda naturaleza. El problema era que, mientras tanto, estas fijaciones comenzaron a transformarnos a nosotros. Con el tiempo, la política de la identidad se confundió hasta tal punto con la política personal que llegó a eclipsar el resto del mundo. El eslogan «lo personal es político» reemplazó a lo económico como factor político, y por fin incluso a la política a secas. Mientras más significación dábamos al tema de la representación, más importancia adquiría en nuestras vidas, quizá porque, en ausencia de objetivos políticos más tangibles, todo movimiento que luche por crear mejores espejos sociales terminará siendo víctima de su propio narcisismo. Pronto el «salir del armario» dejó de referirse sólo al sida y se convirtió en la exigencia de la «visibilidad» de los gays y las lesbianas: todos los gays debían salir del armario, y no sólo los políticos de derechas, sino también los famosos. Hacia 1991, el grupo extremista Queer Nation extendió su oposición a los medios, y ahora no sólo criticaba las imágenes que se publicaban de dementes homicidas con sida, sino de cualquier asesino que no fuera heterosexual. Las filiales de San Francisco y de Los Ángeles de este grupo organizaron protestas contra El silencio de los corderos a causa del personaje malo, un asesino en serie y travestí, y perturbaron el rodaje de Instinto Básico porque mostraba lesbianas homicidas que usaban hachas. El GLAAD {Gay and Lesbian Alliance Against Defamation) pasó de criticar a los medios
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