ClubEnsayos.com - Ensayos de Calidad, Tareas y Monografias
Buscar

La Dama De Las Camelias


Enviado por   •  10 de Septiembre de 2012  •  60.282 Palabras (242 Páginas)  •  670 Visitas

Página 1 de 242

Alejandro Dumas

La Dama de las Camelias

I

A mi juicio, no se pueden crear personajes sino después de haber estudiado mucho a los hombres, como no se puede hablar una lengua sino a condición de haberla aprendido seriamente.

Como no he llegado aún a la edad de inventar, me limito a relatar.

Exhorto, pues, al lector a que se convenza de la realidad de esta historia, cuyos personajes, a excepción de la heroína, viven todos aún.

Por otra parte, hay en París .testigos de la mayor parte de los hechos que aquí recojo, y que podrían confirmarlos, si mi testimonio no bastara. Por una circunstancia particular sólo yo podía escribirlos, porque sólo yo fui el confidente de los últimos detalles, sin los cuales hubiera sido imposible hacer un relato interesante y completo.

Pues bien, veamos cómo llegaron a mi conocimiento esos detalles.

El 12 de marzo de 1847 leí la calle Lafitte un gran cartel amarillo en que se anunciaba la subas de unos muebles y otros curiosos obletos de valor. Dicha subas tenía lugar tras una defunción. El cartel no ponía el nombré de la persona muerta, pero la subasta iba a llevarse a cabo en la calle de Antin, núme¬ro 9, el día 16, de doce a cinco de la tarde.

El cartel indicaba además que el 13 y el 14 se podía ir a ver el piso y los muebles.

Siempre he sido aficionado a las curiosidades. Me prometí no perderme aquella ocasión, si no de comprar, por lo menos de ver.

Al día siguiente me dirigí a la calle de Antin, número 9. Era temprano y, sin embargo, ya había gente en el piso: hombres e incluso mujeres, que, aunque vestidas de terciopelo, envueltas en cachemiras y con elegantes cupés esperándolas a la puerta, miraban con asombro y hasta con admiración el lujo que se ostentaba ante sus ojos.

Más tarde comprendí aquella admiración y aquel asombro, pues, al ponerme a observar yo también, advertí sin dificultad que estaba en la casa de una entretenida. Y si hay algo que las mujeres de mundo desean ver ––y allí había mujeres de mundo¬es el interior de las casas de esas mujeres, cuyos carruajes salpican . los suyos a diario; que tienen, como ellas y a su lado, un palco en la Opera y en los Italianos, y que ostentan en París la insolente opulencia de su belleza, de sus loyas y de sus escándalos.

Aquella en cuya casa me encontraba había muerto: las mujeres más virtuosas podían, pues, penetrar hasta en su dormitorio. La muerte había purificado el aire de aquella espléndida cloaca, y además siempre tenían la excusa, si la hubieran necesitado, de que iban a una subasta sin saber a casa de quién iban. Habían leído los carteles, querían ver lo que los carteles prometían y elegir por anticipado: nada más sencillo. Lo que no les impedía buscar, en medio de todas aquellas maravillas, las huellas de su vida de cortesana, de la que sin duda les habían referido tan extraños relatos.

Por desgracia los misterios habían muerto con la diosa y, pese a toda su buena voluntad, aquellas damas no lograron sorprender más que lo que estaba en venta después del fallecimiento, y nada de lo que se vendía en vida de la lnquilina.

Por lo demás, no faltaban cosas que comprar. El mobiliario era soberbio. Muebles de palo de rosa y de Boule, jarrones de Sèvres y de China, estatuillas de Sajonia, raso, terciopelo y encaje, nada faltaba alli.

Me paseé por la casa y seguí a las nobles curiósas que me habían precedido. Entraron en una habitación tapizada de tela persa, a iba a entrar yo también, cuando salieron casi al instante, sonriendo y como si les diera vergüenza de aquella nueva curiosidad. Por ello deseaba yo más vivamente penetrar en aquella habitación. Era el cuarto de aseo, revestido de los más minuciosos detalles, en los que parecía haberse desarrollado al máximo la prodigalidad de la muerte.

Encima de una mesa grande adosada a la pared, una mesa de seis pies de largo por tres de ancho, brillaban todos los tesoros de Aucoc y de Odiot. Era aquella una magnífica colección, y ni uno solo de esos mil objetos tan necesarios para el cuidado de una mujer como aquella en cuya casa nos hallábamos estaba hecho de otro metal que no fuera oro o plata. Sin embargo una colección como aquélla sólo podía haberse hecho poco a poco, y no era el mismo amor el que la había completado.

Como a mí no me asustaba el ver el cuarto de aseo de una entretenida, me distraía examinando los detalles, cualesquiera que fuesen, y me di cuenta de que todos aquellos utensilios, magnífi¬camente cincelados, llevaban iniciales distintas y orlas diferentes.

Iba mirando todas aquellas cosas, cada una de las cuales se me representaba como una prostitución de la pobre chica, y me decía que Dios había sido clemente con ella, puesto que no había permitido que llegara a sufrir el castigo ordinario, y .la había dejado morir en medio de su lujo y su belleza, antes de la vejez, esa primera muerte de las cortesanas.

En efecto, ¿hay espectáculo más triste que la vejez del vicio, sobre todo en la mujer? No encierra dignidad alguna ni inspira ningún interés. Ese eterno arrepentimiento, no ya del mal camino seguido, sino de los cálculos mal hechos y del dinero mal empleado, es una de ––las cosas más tristes que se pueden oír. Conocí una antigua mujer galante, a quien ya no le quedaba de su pasado más que una hija casi tan hermosa, al decir de sus contemporáneos, como había sido su madre. Aquella pobre niña, a quien su madre nunca le había dicho «eres mi hija» más que para ordenarle que sustentara su vejez como ella había sustentado su infancia, aquella pobre criatura se llamaba Louise y, obedeciendo a su madre, se entregaba sin voluntad, sin pasión, sin placer, como hubierà trabajado en un oficio, si hubiesen pensado en enseñárselo.

El espectáculo continuo del desenfreno, un desenfreno precoz, alimentado por el estado continuamente enfermizo de la mucha¬cha, apagó en ella el discernimiento del bien y del mal, que tal vez Dios le había còncedido, pero que a nadie se le ocurrió des¬arrollar.

Nunca olvidaré a aquella muchachita, que pasaba por los bulevares casi todos los días a la misma hora. Su madre la acompañaba sin cesar, tan asiduamente como una verdadera madre hubiera acompañado a su verdadera hija.Yo era muy joven entonces, y dispuesto a aceptar para mí la fácil moral de mi siglo. Recuerdo, sin embargo, que el espectáculo de aquella vigilancia escandalosa me inspiraba desprecio y asco.

Añádase a ello que nunca un rostro de virgen dio tal sensación de inocencia, tal expresión de sufrimiento melancólico.

Parecía una imagen de la Resignación.

Un día el rostro de la muchacha se iluminó. En medio del desenfreno programado por su madre, le pareció a la pecadora que Dios

...

Descargar como (para miembros actualizados) txt (363 Kb)
Leer 241 páginas más »
Disponible sólo en Clubensayos.com