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La Del Once Jota


Enviado por   •  28 de Julio de 2014  •  1.327 Palabras (6 Páginas)  •  364 Visitas

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Cuesta creer que una abuela no ame a sus nietos pero existió la viuda de

R., mujer perversa, bruja siglo veinte que sólo se alegraba cuando hacía daño. La

viuda de R. nunca había querido a ninguno de los tres hijos de su única hija. Y

mucho menos los quiso cuando a los pobrecitos les tocó en desgracia ir a vivir

con ella, después del accidente que los dejó huérfanos y sin ningún otro pariente

en océanos a la redonda.

Durante los años que vivieron con ella, la viuda de R. trató a los chicos

como si no lo hubieran sido. ¡Ah... si los había mortificado! Castigos y

humillaciones a granel. Sobre todo, a Lilibeth —la más pequeña de los

hermanos— acaso porque era tan dulce y bonita, idéntica a la mamá muerta, a

quien la viuda de R. tampoco había querido —por supuesto— porque por algo

era perversa, ¿no?

Luis y Leandro no lo habían pasado mejor con su abuela pero —al

menos— sus caritas los habían salvado de padecer una que otra crueldad: no se

parecían a la de Lilibeth y —por lo tanto— a la vieja no se le habían

transformado en odiados retratos de carne y huesos.

El caso fue que tanto sufrimiento soportaron los tres hermanos por culpa

de la abuela que —no bien crecieron y pudieron trabajar— alquilaron un

departamento chiquito y allí se fueron a vivir juntos.

Pasaron algunos años más.

Luis y Leandro se casaron y así fue como Lilibeth se quedó sólita en aquel

11 "J", contrafrente, dos ambientes, teléfono, cocina y baño completos, más

balconcito a pulmón de manzana.

Lili era vendedora en una tienda y —a partir del atardecer— estudiaba en

una escuela nocturna.

Un viernes a la medianoche —no bien acababa de caer rendida en su

cama— se despertó sobresaltada. Una pesadilla que no lograba recordar, acaso.

Lo cierto fue que la muchacha empezó a sentir que algo le aspiraba las fuerzas, el

aire, la vida.

Esa sensación le duró alrededor de cinco minutos inacabables.

Cuando concluyó, Lilibeth oyó —fugazmente— la voz de la abuela. Y la

voz aullaba desde lejos—.

—Liiilibeeeth... Pronto nos veremos... Liiilibeeeth... Liiiiiii... Liiiii... Ag.

La jovencita encendió el velador, la radio y abandonó el lecho,

indudablemente, una ducha tibia y un tazón de leche iban a hacerle muy bien,después de esos momentos de angustia.

Y así fue.

Pero a la mañana siguiente— lo que ella había supuesto una pesadilla más

comenzó a prolongarse, aunque ni la misma Lili pudiera sospecharlo todavía. Las

voces de Luis y Leandro —a través del teléfono— le anunciaron:

—Esta madrugada falleció la abuela... Nos avisó el encargado de su

edificio... sí... te entendemos... Nosotros tampoco, Lili... pero... claro... alguien

tiene que hacerse cargo de... Quedáte tranquila, nena... Después te vamos a ver... Sí... Bien... Besos, querida.

Luis y Leandro visitaron el 11 "J" la noche del domingo. Lilibeth los

aguardaba ansiosa.

Si bien ninguno de los tres podía sentir dolor por la muerte de la malvada

abuela, una emoción rara —mezcla de pena e inquietud a la par— unía a los

hermanos con la misma potencia del amor que se profesaban.

—Si estás de acuerdo, nena, Leandro y yo nos vamos a ocupar de vender

los muebles y las demás cosas, ¿eh? Ah, pensamos que no te vendrían mal

algunos artefactos. Esta semana te los vamos a traer. La abuela se había

comprado tv-color, licuadora, heladera, lustradora y lavarropas ultra modernos,

¿qué te parece? Lilibeth los escuchaba como atontada. Y como atontada recibió

—el sábado siguiente— los cinco aparatos domésticos que habían pertenecido a

la viuda de R., que en paz descanse. Su herencia visible y tangible. (La otra, Lili

acababa de recibirla también, aunque... ¿cómo podía darse cuenta?... ¿quién

hubiera sido capaz de darse cuenta?)

Más de dos meses transcurrieron en los almanaques hasta que la jovencita

se decidió a usar esos artefactos que se promocionaban en múltiples propagandaas,

tan novedosos y sofisticados eran. Un día, superó la desagradable impresión que

le causaban al recordarle a la desamorada abuela y —finalmente— empezó con

la licuadora. Aquella mañana de domingo, tanto Lilibeth como su gato se

hartaron de bananas con leche.

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