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La Lección


Enviado por   •  25 de Septiembre de 2011  •  8.950 Palabras (36 Páginas)  •  780 Visitas

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LA LECCIÓN

Drama cómico

La lección fue representada por primera vez en el Théátre de Foche el 20 de febrero de 1951.

La puesta en escena estuvo a cargo de Marcel Cuvelier.

PERSONAJES

EL PROFESOR, 50 a 60 años. Marcel Cuvelier.

LA JOVEN ALUMNA, 18 años. Rosette Zuchelli.

LA SIRVIENTA, 45 a 50 años. Claude Mansard.

DECORACIÓN

El gabinete de trabajo, que sirve también de comedor, del viejo profesor.

A la izquierda de la escena una puerta que da a las escaleras del edificio; en el fondo, a la derecha de la escena, otra puerta que lleva a un pasillo del departamento.

En el fondo, un poco a la izquierda, una ventana, no muy grande, con cortinas sencillas; en el borde exterior de la ventana macetas de flores vulgares.

Se ven, a lo lejos, casas bajas con tejados rojos: la pequeña ciudad. El cielo es de un color azul grisáceo. A la derecha, un aparador rús-tico. La mesa sirve también como escritorio; se halla en medio de la habitación. Tres sillas alrededor de la mesa, otras dos a ambos lados de la ventana, el papel de las paredes claro y algunos anaqueles con libros.

Al levantarse el telón, el escenario está vacío y sigue así durante bastante tiempo. Luego se oye la campanilla de la puerta de entrada. Se oye la:

Voz DE LA SIRVIENTA (entre bastidores). — Sí. Inmediatamente.

En seguida aparecen en escena LA SIRVIENTA, que ha bajado corrien¬do las escaleras. Es robusta; de 45 a 50 años, coloradota y lleva toca de campesina. Entra como un vendaval, hace que la puerta golpee tras ella, se enjuga las manos en el delantal mientras se oye sonar por segunda vez la campanilla.

LA SIRVIENTA. — Paciencia, ya voy. (Abre la puerta. Aparece la JOVEN. ALUMNA, de 18 .años. Delantal blanco, pequeño cuello blan-co, carpeta bajo el brazo.) Buenos días, señorita.

LA ALUMNA. — Buenos días, señora. ¿El profesor está en casa?

LA SIRVIENTA. — ¿Es para la lección?

LA ALUMNA. — Sí, señora.

LA SIRVIENTA. — Le espera. Siéntese un momento mientras voy a

avisarle.

LA ALUMNA. — Gracias, señora.

Su sienta junto a la mesa, de cara al público; a su izquierda queda la puerta de entrada; ella da la espalda a la otra puerta, por la que siempre, apresuradamente, sale LA SIRVIENTA, quien llama:

LA SIRVIENTA. — Señor, haga el favor de bajar. Ha llegado su alumna. VOZ DEL PROFESOR (un poco alfeñicada). — Gracias. Ya bajo... dentro de dos minutos.

La SIRVIENTA sale; la ALUMNA, con las piernas recogidas y la car-peta en las rodillas, espera graciosamente; lanza una o dos miradas a la habitación, los muebles y también al techo; después saca de la carpeta un cuaderno, que ojea, y se detiene más tiempo en una página, tanto para repasar la lección como para lanzar una última ojeada a sus deberes. Parece una muchacha cortés, bien educada, pero muy vivaz, alegre y dinámica. Tiene una sonrisa fresca en los labios. Durante el drama que se va a representar disminuirá progre-sivamente el ritmo vivo de sus movimientos, irá abandonando su apostura, dejará de mostrarse alegre y sonriente para ponerse cada vez más triste y taciturna. Muy animada al principio, se mostrará cada vez más fatigada y soñolienta. Hacia el final del drama su rostro deberá expresar claramente un abatimiento nervioso, su ma-nera de hablar lo dejará ver, su lengua se hará pastosa, las palabras acudirán con dificultad a su memoria y saldrán de su boca también con dificultad; parecerá vagamente paralizada, con un comienzo de afasia. Voluntariamente al principio, hasta parecer casi agresiva, se hará cada vez mes pasiva, hasta no ser más que un objeto blando e inerte, al parecer inanimado, entre las manos del profesor, hasta el punto de que cuando éste llegue a hacer el gesto final, la ALUMNA no reaccionará; insensibilizada, carecerá ya de reflejos; sólo sus ojos, en un rostro inmóvil, expresarán un asombro y un terror indecibles. El paso de un comportamiento al otro se deberá hacer, por supuesto, insensiblemente.

El PROFESOR entra. Es un viejecito de barbita blanca. Lleva bi-nóculos, y viste birrete negro, larga blusa negra de maestro de escue-la, pantalones y zapatos negros, cuello postizo blanco y corbata negra. Excesivamente cortés, muy tímido, con la voz amortiguada por la timidez, muy correcto, muy profesor. Se frota constantemente las manos; de vez en cuando tiene un brillo lúbrico en los ojos, rápida-mente reprimido.

Durante el transcurso del drama, su timidez desaparecerá progresivamente, insensiblemente; los fulgores lúbricos de sus ojos terminarán convirtiéndose en una llama devoradora, ininterrumpida. De aspecto más que inofensivo al comienzo de la acción, el PROFESOR se mostrará cada vez más seguro de sí mismo, nervioso, agresivo, dominante, hasta hacer lo que quiere con su alumna, convertida entre sus manos en una pobre cosa. Evidentemente la voz del PROFESOR deberá trans¬formarse también, de débil y alfeñicada, en una voz cada vez más fuerte y, al final, extremadamente potente, retumbante, sonora como un clarín, en tanto que la voz de la ALUMNA se hará casi inaudible, de muy clara y bien timbrada que habrá sido al comienzo del drama. En las primeras escenas el PROFESOR tartamudeará, muy ligeramen¬te, quizás.

EL PROFESOR. — Buenos días, señorita... ¿Usted es... usted es, verdad, la nueva alumna?

LA ALUMNA (se vuelve vivamente, con mucha desenvoltura, como muchacha mundana; luego se levanta, avanza hacia el PROFESOR y le tiende la mano). — Sí, señor. Buenos días, señor. Como ve, he venido a la hora. No he querido retrasarme.

EL PROFESOR. — Está bien, señorita. Gracias, pero no tenía que apresurarse. No sé cómo disculparme por haberla hecho esperar... Terminaba justamente... de... Me disculpo... Usted me per¬donará...

LA ALUMNA. — No es necesario, señor. Nada malo hay en ello, señor.

EL PROFESOR. — Mis excusas... ¿Le ha costado encontrar la casa?

LA ALUMNA. — De ningún modo. Además he preguntado. Aquí le conocen todos.

EL PROFESOR. — Hace ya treinta años que vivo en esta ciudad. Us¬ted no lleva en ella mucho tiempo. ¿Qué le parece?

LA ALUMNA. — No me desagrada ni mucho menos. Es una ciudad linda, agradable, con un hermoso parque, un colegio, un obispo, buenas tiendas, calles, avenidas...

EL PROFESOR. — Así es, señorita. Sin embargo, preferiría vivir en otra parte: en París, o por lo menos en Burdeos.

LA ALUMNA. — ¿Le gusta Burdeos?

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