La Momia Analfabeta
Enviado por barsepul • 4 de Mayo de 2014 • 1.460 Palabras (6 Páginas) • 344 Visitas
Objetivo: Analizar e interpretar textos narrativos, considerando: Personajes, narradory ambiente.
LA MOMIA ANALFABETA
PROEMIO
Voy a contar una de las famosas historias en las que el genio de Sherlock Holmes se mostró más esplendoroso. Tan esplendoroso, que en esta ocasión Holmes no tuvo necesidad de moverse de su pisito de Baker Street para dar con la solución del enigma que le presentó míster Horacio Craig, de Ceilán.
Verán ustedes canela.
HOLMES AVERIGUA QUIEN ES CRAIG
A las siete en punto de la tarde, cuando los primeros voceadores del Worker se refugiaban en los bares de Upper Tames Street a jugar al marro, Sherlock Holmes me llamó a su habitación.
Comparecí rápidamente, suponiendo que sucedía algo grave; y, en efecto, el problema era de alivio: Sherlock se había roto en seis trozos los cordones de sus zapatos.
Durante varios minutos le ayudé a luchar contra el Destino, pero ambos fracasamos visiblemente, y, de no haber acudido la señora Padmore en nuestro auxilio, brindándonos la brillante idea de pegar el zapato al calcetín, es posible que Sherlock no hubiera figurado nunca en el tomo de la H de la Enciclopedia Espasa, donde, como se sabe, no figura.
Se retiraba la señora Padmore hacia el pasillo, cuando se abrió de súbito una de las ventanas y un personaje ignoto irrumpió en la estancia, como irrumpen los clavos en la tela de los pantalones el día que estrenamos traje. Era un caballero de unos cincuenta años bisiestos, con aire de perro de trineo.
Nada más entrar, gritó con voz fuerte y derrumbándose en un sillón:
—¡Soy Craig!
Y agregó, ya más débilmente:
—¡Soy Craig! Y dijo, por fin, con acento desfallecido:
—Soy Craig, señor Holmes... Soy Craig. Craig. ¿Sabe usted? Craig...
A continuación se puso amarillo, luego verde, luego morado, y, desplomándose del todo, se desmayó lo mejor que pudo.
Holmes me cogió por un brazo, señaló al visitante, y me dijo gravemente:
—Harry... Este señor es Craig.
Pero la cosa no me extrañó en modo alguno; estaba yo muy habituado a la continua perspicacia de Sherlock.
TRABAJOS ARQUEOLÓGICOS
El maestro añadió después:
—Acércame el tablero del ajedrez, Harry. Vamos a echar una partidita para esperar sin aburrirnos a que vuelva en sí míster Craig.
Obedecí con cierto temblor nervioso, ya que la sangre fría de Sherlock siempre me producía una emoción indescriptible. Jugamos tres partidas, las cuales ganó Holmes, como siempre, pues su extraordinaria habilidad manual le permitía cambiar las fichas de casilla cuando le daba la gana sin que nadie lo advirtiese, y yo me armaba unos líos como para nombrar abogado y pegarme después un tiro, que es lo que hace la gente en esos casos.
Al final de la partida número tres, Craig se decidió, por fin, a volver del desvanecimiento, y fue entonces cuando Holmes se sepultó en su diván favorito, cerró los ojos y exclamó:
—Hable usted, míster Craig. Espero el relato de los tremendos acontecimientos que le hacen acudir a mi auxilio.
Y Horacio Craig, con voz de barítono rumano, contó lo siguiente:
—Como usted sabe, señor Holmes, desde los primeros balbuceos infantiles he dedicado mi vida al estudio del arte y de la civilización egipcios. Conozco aquel país mejor que los cocodrilos, y mi entusiasmo de egiptólogo es tan intenso, que me hablan de un faraón nuevo y engordo once kilos. Toda Inglaterra, y casi todo el mundo, conoce al dedillo los viajes que he llevado a cabo por el Bajo Egipto, el Alto Egipto y la provincia de Gerona. He ido desde...
—Suprima los detalles kilométricos y cíñase al asunto —le interrumpió Holmes.
—Dice usted bien; me ceñiré como un "kalasiri" —replicó Craig—. Pues es el caso que en uno de estos viajes, el año de gracia de mil novecientos trece, descubrí al pie de la Esfinge, y según se va a mano derecha, una antiquísima mastaba, y de ella, cual muela putrefacta, extraje una momia magnífica, aunque indudablemente polvorienta. Era, según mis cálculos, la momia de Ramsés Trece, de la veintiuna dinastía, piso segundo. Con la natural alegría y unas parihuelas, transporté aquí, a Londres, la momia, y desde entonces se halla en la sala sexta del Museo egiptológico que lleva mi nombre.
—El Craig Museum, situado en el treinta y nueve de Wellington Street —dije yo, para que se viera que poseía cierta cultura.
—Eso es —aprobó Craig con un
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