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La Senda Del Perdedor Bukowski


Enviado por   •  21 de Agosto de 2012  •  2.739 Palabras (11 Páginas)  •  918 Visitas

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La Senda del Perdedor

Charles Bukowski

Digitalizado para Biblioteca_IRC por Spartakku

Revisado por Adriana

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Título de la edición original: Ham on Rye Black Sparrow

Press Santa Bárbara, 1982

Diseño de la colección:

Julio Vivas

Ilustración de Ángel Jové

Primera edición en «Contraseñas»: octubre 1990

Primera edición en «Compactos»: diciembre 1996

Segunda edición en «Compactos»: marzo 1998

Tercera edición en «Compactos»: marzo 1999

Cuarta edición en «Compactos»: marzo 2000

Quinta edición en «Compactos»: septiembre 2001

© Charles Bukowski, 1982

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1996

Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona

ISBN: 84-339-1469-3 Depósito Legal: B. 35439-2001

Printed in Spain

A&M Gráfic, S.L., 08130

Santa Perpetua de Mogoda, Barcelona

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La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era una mesa,

veía la pata de una mesa, veía las piernas de la gente, y una parte del

mantel colgando. Estaba oscuro allí debajo, me gustaba estar ahí. Debió

haber sido en Alemania, yo debía tener entre uno y dos años de edad. Era

en 1922. Me sentía bien bajo la mesa. Nadie parecía darse cuenta de que yo

estaba allí. La luz del sol se reflejaba en la alfombra y en las piernas de la

gente. Me gustaba la luz del sol. Las piernas de la gente no eran

interesantes, no eran como el trozo de mantel que colgaba, ni como la pata

de la mesa, ni como la luz del sol.

Luego no hay nada... luego un árbol de Navidad. Velas. Adornos de aves:

aves con pequeños racimos de frutas en sus picos. Una estrella. Dos

personas mayores peleándose, gritando. Gente comiendo, siempre gente

comiendo. Yo también. Mi cuchara estaba doblada de tal forma que si quería

comer, tenía que cogerla con mi mano derecha. Si la cogía con la izquierda,

se apartaba de mi boca. Yo quería cogerla con la izquierda.

Dos personas: una más grande, con pelo rizado, una narizota, una boca

enorme, mucha ceja; siempre parecía estar furiosa, gritando cada dos por

tres. La persona más pequeña era tranquila, de cara redonda, más pálida,

con grandes ojos. Yo las temía a las dos. Algunas veces había una tercera,

una persona gorda que llevaba vestidos con un lazo en el cuello. Llevaba un

gran broche, y tenía muchas verrugas en la cara con pequeños pelos

saliendo de ellas. «Emily», la llamaban. Esta gente no parecía feliz de estar

junta. Emily era la abuela, la madre de mi padre. El nombre de mi padre era

«Henry». El de mi madre, «Katherine». Yo nunca los llamaba por su nombre.

Yo era «Henry Junior». Esta gente hablaba en alemán la mayor parte del

tiempo, y al principio yo también.

La primera cosa que recuerdo haberle oído decir a mi abuela fue: «¡Os

enterraré a todos!» Lo dijo por primera vez un día antes de la comida y

luego lo repetiría muchas veces, siempre antes de que empezáramos a

comer. La comida parecía algo muy importante. Comíamos carne en salsa

con puré de patata, especialmente los domingos. También comíamos rosbif,

salchichas con chucrut, guisantes, ruibarbo, zanahorias, espinacas, judías

verdes, pollo, albóndigas con spaguetti, algunas veces también con ravioli, y

cebollas cocidas, espárragos, y todos los domingos pastel de fresas con

helado de vainilla. Para desayunar tomábamos tostadas con salchichas, o

tortitas con bacon y huevos revueltos. Y siempre café. Pero lo que recuerdo

sobre todo es la carne en salsa con puré de patata y mi abuela Emily

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diciendo: «¡Os enterraré a todos!»

Nos solía visitar a menudo después de que viniésemos a América,

cogiendo el tranvía rojo de Pasadena a Los Angeles. Nosotros sólo la íbamos

a ver en contadas ocasiones, viajando en el Ford T.

A mí me gustaba la casa de la abuela. Era un edificio pequeño cubierto

por la sombra de una verdadera masa de árboles. Emily tenía a todos sus

canarios en diferentes jaulas. Recuerdo sobre todo una visita. Aquella tarde

ella fue cubriendo todas las jaulas con fundas de tela para que los pájaros

pudieran dormir. La gente estaba sentada y charlaba. Había un piano, y yo

me senté en el piano y empecé a pulsar las teclas y a escuchar su sonido

mientras la gente hablaba. Me gustaba sobre todo el sonido de las teclas del

extremo, donde apenas tenían sonido. Su sonido era como el de dos

pedacitos de hielo chocando entre sí.

—¿Te quieres estar quieto? —dijo mi padre a voz en grito.

—Deja al chico que toque el piano —dijo mi abuela.

Mi madre sonrió.

—Este chico es un caso —dijo mi abuela—. Cuando traté de levantarle

para darle un beso, fue y me pegó un golpe en plena nariz.

Siguieron hablando y yo seguí tocando el piano.

—¿Por qué no afinas ese aparato? —preguntó mi padre.

Entonces me dijeron que íbamos a ir a ver a mi abuelo. Mi abuelo y mi

abuela no vivían juntos. Me dijeron que mi abuelo era un mal hombre, que

le apestaba el aliento.

—¿Por qué le apesta el aliento?

No me contestaron.

—¿Por qué le apesta el aliento?

—Porque bebe.

Subimos en el Ford T y fuimos a ver a mi abuelo Leonard. Cuando

llegamos, él estaba de pie en el porche de su casa. Era viejo, pero se

mantenía muy firme. Había sido oficial en Alemania y se había venido a

América después de oír que las calles estaban asfaltadas con oro. No lo

estaban, así que montó una empresa de construcción.

La otra gente no salió del coche. Mi abuelo me hizo señas con un dedo.

Alguien abrió la puerta del coche, yo salí y me acerqué hacia él. Su cabello

era largo y de un color blanco puro, y su barba era también larga y de una

blanca pureza, y a medida que me acercaba pude ver que sus ojos eran

brillantes, como luces azules observándome. Me detuve a cierta distancia de

él.

—Henry —me dijo—, tú y yo nos conocemos. Entra en casa.

Me tendió la mano. Al acercarme, pude sentir el olor de su aliento. Era

muy fuerte, pero de cualquier forma él era el hombre más hermoso que

había visto nunca, y yo no tenía miedo.

Entré en su casa con él. Me llevó hasta una silla.

—Siéntate, por favor. Me alegro mucho

...

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