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La Visita а México City


Enviado por   •  15 de Noviembre de 2012  •  Trabajo  •  2.731 Palabras (11 Páginas)  •  415 Visitas

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ser¬vir, le basta un gruñido, y entonces ya nadie insiste. Ser rey de sus humores es el privilegio de los ani¬males más evolucionados. Pero, en fin, me retiro, señor, contento de haberle sido útil. Se lo agradezco y aceptaría, si estuviera seguro de no serle molesto. Es usted demasiado amable. Pondré, pues, mi vaso junto al suyo.

Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de las selvas primitivas, cargado a más no poder. A veces, me sorprende la obstinación que pone nuestro taciturno amigo en su inquina por las lenguas civilizadas. Su oficio consiste en recibir a marinos de todas las nacionalidades en este bar de Ámsterdam que él llama, por lo demás, sin que nadie sepa por qué, México-City. Con semejantes deberes, bien pudiera temerse, ¿no lo cree usted?, que su ignorancia sea muy incómoda. ¡Imagínese al hombre de Cro-Magnon instalado en la torre de Babel! Por lo menos, el hombre de Cro-Magnon se sentiría un extraño en ese mundo. Pero éste, no; éste no siente su destierro. Sigue su camino sin que nada lo alcance. Una de las raras frases que oí de su boca proclamaba qué todo era cuestión de tomarlo o de dejarlo. ¿Qué era lo que había que tomar o dejar? Probablemente a nuestro propio amigo. Se lo confesaré: me atraen esas criaturas hechas de una sola pieza. Cuando, por oficio o por vocación, uno ha meditado mucho sobre el hombre, ocurre que se experimente nostalgia por los primates. Éstos no tienen pensamientos de segun¬da intención.

Nuestro huésped, a decir verdad, tiene algunos, aunque los alimenta oscuramente. A fuerza de no comprender lo que se dice en su presencia, ha adqui¬rido un carácter desconfiado. De ahí le viene ese aire de gravedad sombría, como si tuviera la sospecha, por lo menos, de que algo no marcha bien entre los hombres. Esta disposición suya hace menos fáciles las discusiones que no atañen a su oficio. Mire por ejemplo allí, por encima de su cabeza, en la pared del fondo, ese espectáculo que marca el lugar de un cuadro que ha sido descolgado. Efectivamente, antes había allí un cuadro y particularmente interesante. Era una verdadera obra maestra. Pues bien, yo estu¬ve presente cuando el amo de este lugar lo recibió y luego cuando lo cedió. En los dos casos lo hizo con la misma desconfianza, después de pasarse semanas rumiándolo. A este respecto, la sociedad echó a per¬der un poco, hay que reconocerlo, la franca simpli¬cidad de su naturaleza.

Advierta usted bien que no lo juzgo. Considero fundada su desconfianza y yo mismo la compartiría de buena gana, si, como usted lo ve, mi naturaleza comunicativa no se opusiera a ello. Soy parlanchín, ¡ay!, y entablo fácilmente conversación. Aunque sepa guardar las distancias convenientes, todas las ocasio¬nes son para mí buenas. Cuando vivía en Francia no podía encontrarme con un hombre de espíritu sin que inmediatamente me pegara a él. ¡Ah, advierto que le choca ese pretérito imperfecto de subjuntivo! Confieso mi debilidad por ese modo y el lenguaje correcto y elegante en general. Y es una debilidad que me reprocho, créamelo. Bien conozco que el gus¬to por la ropa blanca fina no supone necesariamente que uno tenga los pies sucios. Una cosa no impide la otra. El estilo, lo mismo que la ropa interior fina, disimula con demasiada frecuencia el eczema. Me consuelo diciéndome que, después de todo, los que farfullan un idioma no son, tampoco ellos, puros. Pero, claro está, volvamos a beber ginebra.

¿Se quedará usted mucho tiempo en Ámsterdam? Hermosa ciudad, ¿no le parece? ¿Fascinante? He aquí un adjetivo que no oía desde hace mucho tiem¬po, desde que abandoné Paris, para ser más preciso, hace ya varios años. Pero el corazón tiene su memo¬ria y yo no olvidé nada de nuestra hermosa capital ni de sus muelles. París es un verdadero espejismo, una soberbia decoración habitada por cuatro millo¬nes de siluetas. ¿Casi cinco millones según el último censo? ¡Vaya que habrán hecho hijos! Y, a decir verdad, no me asombra. Siempre me pareció que nuestros conciudadanos tenían dos furores: las ideas y la fornicación. A troche y moche, por así decirlo. Guardémonos, por lo demás, de condenarlos; no son los únicos. Toda Europa hace lo mismo. A veces ima¬gino lo que habrán de decir de nosotros los historia¬dores futuros. Les bastará una frase para caracterizar al hombre moderno: fornicaban y leían periódicos. Después de esta aguda definición me atrevería a de¬cir que el tema quedará agotado.

¿Los holandeses? Oh, no; son mucho menos mo¬dernos. Tienen tiempo; mírelos usted. ¿Qué hacen? Pues bien, estos señores viven del trabajo de esas señoras. Por lo demás, son machos y hembras, cria¬turas muy burguesas, que han venido aquí, como de costumbre, por mitomanía o por estupidez; en suma, por exceso o por falta de imaginación. De cuando en cuando, esos señores sacan a relucir el cuchillo o el revólver. Pero no crea usted que la cosa va en serio. Su papel exige que lo hagan así. Eso es todo; se mueren de miedo cuando disparan sus últimos car¬tuchos. Aparte de esto, los encuentro más morales que a los otros, los que matan en familia. ¿No ha advertido usted que nuestra sociedad se organizó para esta clase de liquidación? Desde luego que ha oído usted hablar de esos minúsculos peces de los ríos brasileños que atacan por millares y millares al nadador imprudente, lo limpian en unos pocos instantes con mordiscos pequeños y rápidos y no dejan-de él más que un esqueleto inmaculado, Y bien, ésa es su organización. "¿Quiere usted una vida lim¬pia? ¿Como todo el mundo?" Naturalmente que usted dice si. ¿Cómo decir no? "De acuerdo, vamos a lim¬piarlo. Aquí tiene un oficio, una familia, comodida¬des y expansiones organizadas." Y los pequeños dien¬tes atacan la carne hasta los huesos. Pero, soy injusto. No hay que decir que sea su organización; mirándolo bien, es la nuestra: todo está en saber quién limpiará a quién.

Ah, por fin nos traen nuestra ginebra. ¡Por su prosperidad! Sí, el gorila abrió la boca para llamarme doctor. En estos países todo el mundo es doctor o profesor. A la gente le gusta respetar, por bondad y también por modestia. Aquí por lo menos la ruin¬dad no es una institución nacional. Y, dicho sea de paso, yo no soy médico. Si quiere saberlo, era abo¬gado antes de venir aquí. Ahora soy juez penitente.

Pero permítame que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servir a usted. Encantado de cono¬cerlo. Probablemente es usted hombre de negocios, ¿no es así? ¿Más o menos? ¡Excelente respuesta! Y también muy cuerda, pues en todo somos siempre más o menos. Veamos, permítame hacer un poco el papel de pesquisante. Tiene usted más o menos mi edad, el ojo avezado de los cuarentones que, más o menos, están ya todos de vuelta. Va usted más o menos bien vestido, es decir, como

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