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Lamuerte De Ivan Illich Por Leon Tolstoy


Enviado por   •  26 de Agosto de 2013  •  21.113 Palabras (85 Páginas)  •  362 Visitas

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León Tolstoi

La muerte de Ivan Ilich

Revisado por:

1

Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificío de la Audiencia, los miembros del

tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Ivan Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del

célebre asunto Krasovski. Fyodor Vasilyevich declaró acaloradamente que no entraba en la jurisdicción del

tribunal, Ivan Yegorovich sostuvo lo contrario, en tanto que Pyotr Ivanovich, que no había entrado en la

discusión al principio, no tomb pane en ella y echaba una ojeada a la Gaceta que acababan de entregarle.

-¡Señores! -exclamó¡Ivan Rich ha muerto!

-¿De veras?

-Ahí está. Léalo -dijo a Fyodor Vasilyevich, alargándole el periódico que, húmedo, olía aún a la tinta

reciente.

Enmarcada en una orla negra figuraba la siguiente noticia: «Con profundo pesar Praskovya Fyodorovna

Golovina comunica a sus parientes y amigos el fallecimiento de su amado esposo Ivan Ilich Golovin,

miembro del Tribunal de justicia, ocurrido el 4 de febrero de este año de 1882. El traslado del cadáver

tendrá lugar el viernes a la una de la tarde.»

Ivan Ilích había sido colega de los señores allí reunidos y muy apreciado de ellos. Había estado enfermo

durante algunas semanas y de una enfermedad que se decía incurable. Se le había reservado el cargo, pero

se conjeturaba que, en caso de que falleciera, se nombraría a Alekseyev para ocupar la vacante, y que el

puesto de Alekseyev pasaría a Vinnikov o a Shtabel. Así pues, al recibir la noticia de la muerte de Ivan

Ilich lo primero en que pensaron los señores reunidos en el despacho fue en lo que esa muerte podría

acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos o sus conocidos.

« Ahora, de seguro, obtendré el puesto de Shtabel o de Vinnikov -se decía Fyodor Vasilyevich-. Me lo

tienen prometido desde hace mucho tiempo; y el ascenso me supondrá una subida de sueldo de ochocientos

rublos, sin contar la bonificación.»

«Ahora es preciso solicitar que trasladen a mi cuñado de Kaluga -pensaba Pyotr Ivanovich-. Mi mujer

se pondrá muy contenta. Ya no podrá decir que no hago maldita la cosa por sus parientes.»

-Yo ya me figuraba que no se levantaría de la cama -dijo en voz alta Pyotr Ivanovich-. ¡Lástima!

-Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que tenía?

-Los médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; mejor dicho, sí la diagnosticaron, pero cada uno

de manera distinta. La última vez que lo vi pensé que estaba mejor.

-¡Y yo, que no pasé a verlo desde las vacaciones! Aunque siempre estuve por hacerlo.

-Y qué, ¿ha dejado algún capital?

-Por lo visto su mujer tenía algo, pero sólo una cantidad ínfima.

-Bueno, habrá que visitarla. ¡Aunque hay que ver lo lejos que viven!

-O sea, lejos de usted. De usted todo está lejos.

-Ya ve que no me perdona que viva al otro lado del río -dijo sonriendo Pyotr Ivanovich a Shebek. Y

hablando de las grandes distancias entre las diversas partes de la ciudad volvieron a la sala del Tribunal.

Aparte de las conjeturas sobre los posibles traslados y ascensos que podrían resultar del fallecimiento de

Ivan Ilich, el sencillo hecho de enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes, como

siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: «el muerto es él; no soy yo».

Cada uno de ellos pensaba o sentía: «Pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo.» Los conocidos más

íntimos, los amigos de Ivan Ilich, por así decirlo, no podían menos de pensar también que ahora habría que

cumplir con el muy fastidioso deber, impuesto por el decoro, de asistir al funeral y hacer una visita de

pésame a la viuda.

Los amigos más allegados habían sido Fyodor Vasilyevich y Pyotr Ivanovich. Pyotr Ivanovich había

estudiado Leyes con Ivan Ilich y consideraba que le estaba agradecido.

1

Habiendo dado a su mujer durante la comida la noticia de la muerte de Ivan Ilich y cavilando Sobre la

posibilidad de trasladar a su cuñado a su partido judicial, Pyotr Ivanovich, sin dormir la siesta, se puso el

frac y fue a casa de Ivan Ilich.

A la entrada vio una carroza y dos trineos de punto. Abajo, junto a la percha del vestíbulo, estaba

apoyada a la pared la tapa del féretro cubierta de brocado y adornada de borlas y galones recién lustrados.

Dos señoras de luto se quitaban los abrigos. Pyotr Ivanovich reconoció a una de ellas, hermana de Ivan

Ilich, pero la otra le era desconocida, Su colega, Schwartz, bajaba en ese momento, pero al ver entrar a

Pyotr Ivanovich desde el escalón de arriba, se detuvo a hizo un guiño como para decir: «Valiente lío ha

armado Ivan Ilich; a usted y a mí no nos pasaría lo mismo.»

El rostro de Schwartz con sus patinas a la inglesa y su cuerpo flaco embutido en el frac, tenía su habitual

aspecto de elegante solemnidad que no cuadraba con su carácter jocoso, que ahora y en ese lugar tenía

especial enjundia; o así le pareció a Pyotr Ivanovich.

Pyotr Ivanovich dejó pasar a las señoras y tras ellas subió despacio la escalera. Schwartz no bajó, sino

que permaneció donde estaba. Pyotr Ivanovich sabía por qué: porque quería concertar con él dónde

jugarían a las cartas esa noche. Las señoras subieron a reunirse con la viuda, y Schwartz, con labios

severamente apretados y ojos retozones, indicó a Pyotr Ivanovich levantando una ceja el aposento a la

derecha donde se encontraba el cadáver.

Como sucede siempre en ocasiones semejantes, Pyotr Ivanovich entró sin saber a punto fijo lo que tenía

que hacer. Lo único que sabía era que en tales circunstancias no estaría de más santiguarse. Pero no estaba

enteramente seguro de si además de eso había que hacer también una reverencia. Así pues, adoptó un

término medio, Al entrar en la habitación empezó a santiguarse y a hacer como si fuera a inclinarse. Al

mismo tiempo, en la medida en que se lo permitían los movimientos de la mano y la cabeza, examinó la

habitación. Dos jóvenes, sobrinos al parecer -uno de ellos estudiante de secundaria-, salían de ella

santiguándose. Una anciana estaba de pie, inmóvil, mientras una señora de cejas curiosamente arqueadas le

decía algo al oído. Un sacristán vigoroso y resuelto, vestido de levita, lefa algo en alta voz con expresión

que excluía toda réplica posible. Gerasim, ayudante del mayordomo, cruzó con paso ingrávido

...

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