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Le juro, Carlitos, no hay nada más hermoso y poético que caminar de noche, sin prisa


Enviado por   •  27 de Marzo de 2015  •  Síntesis  •  3.322 Palabras (14 Páginas)  •  309 Visitas

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Le juro, Carlitos, no hay nada más hermoso y poético que caminar de noche, sin prisa, por las calles que uno quiere, luego de haber trabajado todo el día, y seducido por la posibilidad cierta, incitante, de pararse en una esquina para tomar una ginebrita acodado contra el estaño. Mire, uno se siente como elevado para habitar en otras órbitas, excitado como esas degeneraditas que andan por ahí cuando ven un padrillo alzado, en el campo, con semejante mercadería colgando. Y todo lo demás (lo demás es la casa de uno, las cuentas, la oficina, los viajes en micro y la andanada de preguntas que uno evita hacerse cada día) pierde sentido; o, en todo caso, lo readquiere pero de modo que todo eso deja de ser obsesionante y lo único que a uno le interesa es que el tiempo pase, la vaciedumbre mental, la probable neutralidad que otorga el alcohol cuando sube lentamente. Entonces, uno se va sintiendo liviano, breve, casi religioso. Y aparecen las ganas de ver el mar. Y ése es el mejor momento.

Para mí, en cambio, lo que usted propone, lo que describe es medio como un julepe, ¿sabe, Osiris? Me asaltan las inseguridades, tengo miedo de estar soñando y que la amistad sólo sea un espejismo provocado por la ginebra. Le digo: no me preocupan ni la Tota ni las nenas, ni el laburo que siempre llevo atrasado en la oficina, ni la suspensión que pende sobre mi cabeza como un sombrero invisible al que no le doy pelota. No, es algo más profundo: son miedos producto de mi ignorancia, de la cantidad de años que viví equivocado, de los negocios que no me salieron (la banca en la quiniela, el oficio de arbolito en Palermo, algunas otras cosas en el barrio de las que mejor no acordarme). Pero claro, todas son suposiciones intelectuales que no tienen sentido ante su invitación. Siempre hay una manera más sencilla de decir las cosas. Usted es amable, Osiris. La amabilidad es una cualidad que no siempre se valora en los amigos. Acepto.

Se acomodaron junto a la barra, entre un gordito de ojos semicerrados y un sujeto con cara de gallina que una vez por minuto perdía el equilibrio, se destartalaba, se recomponía y volvía a quedarse quieto, mustio, mirando fijamente la larga hilera de botellas de vino que estaba detrás del gallego que atendía. Osiris pagó las tres primeras ginebras, que bebieron en obstinado silencio, mientras Carlitos fumaba, tranquilo, pensando que lo verdaderamente agradable era estar así, sin pensar. Un rato después, luego de un informulado, tácito acuerdo, volvieron a la calle y caminaron hacia el centro porque Osiris dijo que en Viamonte y Carlos Pellegrini servían muy bien la ginebra, una expresión que Carlitos no entendió, ni se detuvo a analizar, porque confiaba en su amigo como un niño en su madre, sentía que lo quería entrañablemente y nada más le importaba.

Esa vez pagó Carlitos y bebieron cuatro copitas, mientras Osiris le explicaba que a lo largo de Carlos Pellegrini, y de su continuación, Bernardo de Irigoyen, conocía por lo menos siete bares donde servían una excelente ginebra. Quería invitarlo, desde luego, porque esa noche se sentía emocionado, vea, después de casi dos años de trabajar juntos, todas las tardes despidiéndonos con frases hechas, no podemos desperdiciar esta oportunidad de reconocernos, de fortalecer la amistad, de compartir la magia de estar juntos y jurarnos que somos almas gemelas y que cada uno es lo que más importa para la vida del otro, porque le juro, Carlitos, desde esta noche yo le pertenezco con la fidelidad de una novia enamorada, o mejor, con la de un perro fiel.

Carlitos dijo: me abruma, Osiris, pero lo entiendo y vale la recíproca. Sellaron el pacto con una quinta ginebra, bebida más ceremoniosamente, y Osiris salmodió nuevamente la enumeración de los bares que conocía a lo largo de esa calle, codeó a Carlitos y salieron a la vereda. Caminaron lentamente, aspirando el aire de la noche, intercambiándose una calidez novedosa con la que combatían el implacable frío que caía sobre Buenos Aires, en pleno agosto, y se alejaron tomados del brazo, la mano de Osiris en el codo doblado de Carlitos, y éste fumando un cigarrillo mientras observaba la punta del Obelisco y calculaba, infructuosamente, su altura.

Se detuvieron, puntuales, desprevenidos, en cada uno de los bares que propuso Osiris. Compartieron los pagos sin discutir, como hacen los amigos, hablaron del pasado de cada uno, reconociendo gustos y aficiones comunes, y se contaron historias de terceros, acaso convencidos de que se amaban y eso era todo, no hacía falta seducirse con monólogos brillantes, relatos extraordinarios y anécdotas asombrosas. Osiris, simplemente, habló de su vocación de solitario y del extraño modo que el destino tenía para relacionarlo con las mujeres. Se había casado tres veces. A su primera esposa, Carmen, la había conocido una noche, durante una recepción en la Embajada de China, mientras bebía whisky escocés y comía canapés franceses. Detrás de él, una voz lo había subyugado. Tenía un timbre indescriptible, algo así como el zumbido del vuelo de un tábano, como el susurro de una multitud que ingresa a una cancha de fútbol, como el sincopado ritmo marcado por un tenor en el allegro assai de la novena sinfonía de Beethoven. No había querido darse vuelta; y si la voz se alejaba, él retrocedía, mientras se decía que debía conocer a esa mujer, a la que ya amaba más que a nada en el mundo. Un mes después, se casó con ella. Y luego de tres meses se separaron, porque usted comprenderá, Carlitos, que Carmen hablaba toda la mañana, toda la tarde, toda la noche, me volvía loco hablándome, y todo porque yo le había dicho que me gustaba su voz.

Un par de años después, una noche como ésta, salí a caminar y me metí en un piringundín de la calle Libertad. Era un sótano acogedor, tranquilo, había poca gente y sólo se escuchaba un piano, suavecito, emitiendo correctamente melodías de Cole Porter. Le juro que me sentía espléndidamente. De pronto, no lo va a creer, una voz gruesa, como un bajo femenino, empezó a tararear y a hacer be-bop. Era como una cascada de agua que caía susurrando, un viento leve. No miré hacia el pequeño escenario. Pero cuando empezó a cantar “Sentimental Journey” creí que me volvía loco. Me puse de pie, caminé hasta otra mesa junto al escenario y me senté a escuchar. Alguien comentó que se llamaba Olga. Era la mujer más fea que usted se pueda imaginar: hasta tenía bigotes. Pesaba como un camión liviano. Pero uno cerraba los ojos y esa voz, cálida como ninguna, le hacía correr un frío por la espalda.

Cuando terminó de cantar, me fui, jurándome que volvería. Y así fue como me convertí en habitué de ese sótano. Durante una semana, me hice presente todas las noches. La voz de esa mujer me fascinaba: impostaba como los dioses, o como uno se imagina que los dioses deben impostar

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