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Leyendas De Arriaga Chiapas


Enviado por   •  19 de Enero de 2014  •  3.938 Palabras (16 Páginas)  •  4.010 Visitas

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La carreta de san pascualito

Haya por los años 1890 o 1900 era muy conocida la leyenda de la carreta de San Pascualito, les contaré mi experiencia con San Pascualito.

Una noche húmeda y cálida como siempre en Chiapas,para ser más exacto en un pueblito llamado Tehuacan pasando el municipio de Arriaga, si mal no recuerdo en los meses de marzo o abril, platicando con mi abuela acerca de cuentos y leyendas, y tras tanta insistencia ella se animó a contarme una de las tantas leyendas que sus abuelos le habían contado: la de San Pascualito.

Entusiasmado me senté a escuchar el increíble relato que por mucho tiempo habia anhelado, asi pasaron horas de platica y la vez atención que pocas veces le prestaba a mi viejita. Pero llegó la hora de dormir y a pesar del miedo que sentía inconscientemente me hice el valiente para dormir solo en un cuarto de aspecto sombrío, espelusnante y tenebroso.

Cual fue mi sorpresa, en plena madrugada me levanté por un vaso de agua, eran como las 2 de la mañana, aclaro que estaba en un ranchito asi que ya imaginaran el tipo de casa: de madera vieja, rechinidos por doquier, olores raros y bichos por todos lados.

Pero asi trastabillando llegue a mi cama improvisada pegada a la pared que estaba a ras de calle. Al recostarme escuche claramente a lo lejos un ruido, si increible un ruido de una carreta, de una carreta jalada mínimo por un caballo.

Al momento que lo escuche entre en shock, como iba a poder ser real una leyenda que según yo era para espantar niños, cada vez escuchaba mas cerca el rechinido de las llantas de madera en las piedras de la calle, y el andar de la bestia que la halaba.

No podia ni con mi alma, el miedo cubrio todo mi cuerpo, empecé a sudar frio, pero como dicen la curiosidad mato al gato, logré asomarme unos centímetros a la venta para ver que iba en la calle.

Nunca he podido borrar la imagen tan extraña cosa, era una especie de carreta de madera jalada por un caballo, mas bien una silueta de caballo y arriba un sombra profundamente negra que la conducia sosteniendo en su mano derecha una especie de haza puntiaguda.

De inmediato me tire al colchón y me puse a rezar por cualquier cosa nos fuera a ser la de malas y asi me agarro el sueño.

Al otro día le conté a mi abuela y claramente me recordó algo, San Pascualito es la muerte, el se encarga de venir por los que ya estan muertos en vida, aquellos que ya no deben de estar en esta tierra, aquel que lo ve de seguro se lo lleva, se enferma y regresa por él.

El duende

Espiíta fabuloso, amo seductor de la tranquilidad y el consuelo, reposo y la frescura; interruptor de la ociosidad o la meditación, atentador de la paz y el sosiego… duende de odio que abatiste una costumbre, una necesidad, un deleite, doblegando al hombre a la fatiga sin reparo, al calor sin mitigación, a la mente sin libredumbre, a la desazón sin calma…

Nuestras tierras del Sur; sierras, bosques, selva y mar, ríos caudalosos y arroyos risueños, feraz todo como la imaginación y la ansiedad del hombre; precipicio de pasiones, altitud de amor; lucha y lucha contra los elementos, contra el sol que calcina y el calor que agobia. Pulmones atormentados, gargantas insaciables, ánimos que se vencen impotentes, laxitud de músculos. El hombre busca sus remansos, y los hay en las casonas con sus correderas donde desfila un céfiro que alivia, las sombras caprichosas de los frondosos mangos, almendros, cocoteros, y algún viejo laurel perdido, viento perfumado que rompe el sereno espejo de alguna fuente tendida. Y todas las costas, las hamacas.

Ellas recogen el aura que se encierra en los cópulos invisibles de la atmósfera y la pasean en su vaivén de un lado al otro de nuestros cuerpos agradecidos. Ellas nos dan placidez y la ternura del tiempo. A la caída de la tarde, en el principio de la noche, el calor abruma y atenaza y sólo la brisa de la hamaca nos consuela cuando empieza a penetrar el furtivo frescor de la madrugada con el fino sereno cargado de balsámica humedad.

Las casas de la costa, casi todas, son de paredes muy altas, sin cuartos distribuidos en su interior. Un cuadrado o un rectángulo lo aposentan todo, y si esta simple disposición agregamos un brillante piso de cemento o de rojizos ladrillos, y un techo de tejas coloradas, ya se tiene una casa fresca y confortable. Poco exigentes, en una esquina puede ubicarse una sala y en la opuesta el dormitorio; pero si se es escrupuloso de la privacía, un pequeño cancel formado por bastidores y lona encalada puede satisfacerla. Más donde quiera que se viva, debe haber una hamaca, que es en todos sentidos lo más funcional y alentador.

Hace muchos años, costumbre de todo el Sureste, era el uso generalizado de las hamacas. Se hacía uso de ellas para descansar y dormitar en las siestas y para dormir lo más tranquilo posible por las noches. Más ocurrió que, en la costa de Chiapas, un día dejaron de dormir sobre el lecho tendido que se mece. Desde entonces, todos se hicieron de una cama o un simple catre; como el que escoge su propio tormento. La hamaca se abandonaba cuando el sueño arribaba bajo los párpados sudorosos.

¿Por qué ocurrió este cambio lógicamente inexplicable? En todos los poblados del Sureste, desde la punta del Caribe, Yucatán, Campeche, Tabasco y el resto de Chiapas y Oaxaca, la hamaca es útil día y noche. Lecho placentero y necesario. Pero en nuestra costa se enreda por sí misma enjuta y abandonada o se desprende de sus amarras por las noches. Una sucesión de acontecimientos inexplicables ocurridos a mucha gente, hizo nacer la sensación de algo sobrenatural. Una leyenda sirvió para advertir la razón de esta importuna abstención.

Fue a Vicente, un trabajador oaxaqueño que desempeñaba el cargo de caporal en el rancho ganadero de don Fidel, llamado “Las Brisas”, a quien le pasó algo inusitado. El rancho estaba situado cerca del mar, por ende ahora germina el cambio con el hallazgo de nuevos mantos petrolíferos.

Dormía solitario este buen hombre en una apartada cabaña de madera y troncos de palmeras con techadumbre de guano. Su cuerpo fatigado se tendía sobre la hamaca traída desde su nativo Juchitán.

Una noche como tantas hay en el lugar, estrelladas en el cielo y silenciosas en el espacio, cuando todos los rancheros reponían las energías gastadas durante las faenas del campo, un ser invisible y misterioso se dio la tarea de mecer al cansado Vicente, quien soñando en una brisa salpicante de frescura, dejaba transcurrir su sueño entre el sonido de trac-trac-trac que con su amable monotonía, al rozar de los mecates con las vigas de donde se suspende el aéreo lecho, arrulla al durmiente como madre cariñosa. Más un vendaval empezó a cambiar el ritmo de la noche. Azotó las hojas de las palmeras y sacudió

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