Novela Hielo y Fuego
Enviado por mande • 17 de Noviembre de 2012 • Tutorial • 42.387 Palabras (170 Páginas) • 386 Visitas
HIELO Y FUEGO
DIANA PALMER
Como si se tratara de una de las heroínas de sus libros, la autora de best sellers Margie Silver estaba dispuesta a aceptar el reto que le planteaba Cal Van Dyne, un arrogante millonario que se oponía a que su hermano pequeño se casara con la hermana de Margie. Ésta, por el contrario, estaba convencida de que esa boda debía celebrarse; lo que no esperaba era el cínico juego de amor en el que el empresario iba a intentar envolverla al llegar a su lujosa finca de Florida. De pronto Margie estaba jugándose el futuro de su hermana... y el suyo frente a un apasionado oponente acostumbrado a obedecer únicamente sus propias reglas. Esta vez, sin embargo, había encontrado una adversaria a su medida.
© 1983 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.
HIELO Y FUEGO, N° 44 - 1.1.05
Título original: Fire and Ice
Uno
Margie Silver sabía muy bien que iba a atraer las miradas de los comensales mas¬culinos que cenaban en aquel restaurante tan selecto de Atlanta en el que se hallaba sentada, esperando. El color de su vestido de seda, un verde muy vivo, era de por sí llamativo, pero lo verdaderamente impo¬nente era el corte: de manga larga, ceñido y con un escote muy pronunciado, en pico, que bajaba casi hasta la cintura, ro¬deada por un ancho cinturón. Unido a la melena negra y a los ojos verdes de Mar¬gie, el efecto de aquel vestido era explosi¬vo. La falda tenía una abertura lateral que subía hasta encima de la rodilla y dejaba entrever las piernas, largas, cubiertas por unas medias muy finas que enfundaban también los pies, pequeños y calzados con zapatos negros de tacón alto, muy sexys.
Bebió un sorbo de su ginger ale. Los dedos de Margie, que en ese momento su¬jetaban el vaso, eran largos, de pianista. Llevaba las uñas pintadas de rosa. Aunque tenía el aspecto de una modelo de alta costura, en realidad se ganaba la vida es¬cribiendo novelas románticas de tipo his¬tórico bajo el seudónimo de Silver McP¬herson, una autora muy famosa. No le estaba permitido mencionarlo esa noche, porque semejante revelación caería como un jarro de agua fría sobre el nuevo amor de su hermana Jan. Margie tenía el pre¬sentimiento de que aquella invitación a cenar tan de última hora encubría un cara a cara con el futuro cuñado de Jan, el rica¬chón, y había elegido ese vestido tan lla¬mativo con el deseo expreso de provocar.
Frunció los labios, irritada. Cuando Jan la había llamado esa tarde, estaba escri¬biendo y se hallaba en medio de una esce¬na especialmente difícil. Su hermana le había rogado que estuviera en el restau¬rante a las siete; eran las siete y media y no había ni rastro de Jan. Estaba furiosa.
Cambió de postura y se miró el vestido de seda con expresión divertida. Jan iba a quedarse horrorizada: le había explicado que los Van Dyne eran muy conservadores en cuanto a las formas, y también lo que pensaba el hermano mayor de las mujeres llamativas y estridentes. Había advertido a su hermana mayor que se mostrara co¬medida, y le había sugerido que se vistiera como una monja. Así que Margie, natural¬mente, como detestaba que le dieran órde¬nes, había sacado del armario el vestido más llamativo y se había maquillado como una vedette.
Le brillaban los ojos sólo con imaginar¬se cómo reaccionaría Jan, para no hablar de Andrew Van Dyne y su hermano ma¬yor. Si lo que Jan había pretendido era crear un encuentro improvisado entre ellos, se iba a divertir de lo lindo.
«Por favor, Margie, compórtate como una adulta», decía Jan, refunfuñando, cada vez que le daba por hacer una de sus extravagancias, como colocar una estatua de Venus, completamente desnuda, delan¬te de su casa, cuando sabía que la pobre señora James, su vecina, pasaba un apuro tremendo cada tarde al cruzar por allí para ir a regar sus propias plantas. Por lo me¬nos en la foto de la solapa de su última no¬vela, Ardiente pasión, aparecía sólo su cara. Había amenazado a Jan con fotogra¬fiarse en salto de cama, y su hermana le había asegurado que, si se atrevía a hacer tal cosa, emigraría y se marcharía a vivir a otro país.
Pero ella seguiría viviendo como le apeteciera y urdiendo nuevas maneras de escandalizar a Jan. Su matrimonio, que había sido muy breve, estaba en el origen de aquel modo de comportarse suyo tan alocado. Las extravagancias eran su ma¬nera de protegerse del mundo y encubrir su vulnerabilidad. Su marido había muer¬to en accidente dos meses después de la boda, y para ella había sido casi un alivio, pues ya para entonces había perdido toda sus ilusiones en lo que se refiere a la inti¬midad con un hombre y al matrimonio. Había aprendido la lección: uno no cono¬ce de verdad al otro hasta que no convive con él, y tenía buenas razones para recor¬darlo.
En aquella época, con apenas veinte años, creía realmente que estaba enamora¬da de Larry Silver. Él era joven y, aparen¬temente, tenía un carácter agradable, y una prometedora carrera de abogado. Ha¬bían salido unas cuantas veces, luego se casaron y pronto descubrieron que eran incompatibles. Larry murió al cabo de dos meses en un accidente de avión, y ella, más que destrozada, se sentía culpable. Habían transcurrido cinco años y desde entonces Margie no se tomaba nada dema¬siado en serio. Tomarse las cosas en serio era un suicidio mental, solía decirle a Jan, aunque a menudo pensaba que su herma¬na menor no se dejaba engañar por su apa-rente superficialidad.
Dio otro sorbo a su ginger ale y suspiró. Si Jan y Andy no aparecían en los diez mi¬nutos siguientes, se marcharía. Faltaba apenas un mes para la fecha límite que le había marcado su editor, no tenía tiempo para andar saliendo a cenar con descono¬cidos. A pesar de que sabía que su herma¬na estaba cada vez más encariñada con Andy, no tenía el menor de deseo de cono¬cer al hermano de éste.
Miró a su alrededor, se sentía como si hubiera caído en una trampa. Sabía que «el ricachón», como lo había apodado, de¬saprobaba la relación de su hermano con Jan. Jan era secretaria de un despacho de abogados. El millonario, claro, quería que su hermano se emparejara con la hija de alguno de sus poderosos amigos de Chica¬go, no con una insignificante secretaria de Atlanta. Los padres de esas jovencitas controlaban el mercado de la confección, y los Van Dyne eran grandes fabricantes de ese mismo sector. Para el hermano de Andrew, sería una unión de ensueño.
Sintió un hormigueo en la nuca, como si alguien la estuviera mirando. Giró la ca¬beza y se encontró mirando fijamente a un hombre ceñudo de ojos oscuros que aca¬baba de entrar. La impresión
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