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Poema Alturas De Machu Picchu - Pablo Neruda


Enviado por   •  9 de Noviembre de 2013  •  2.957 Palabras (12 Páginas)  •  515 Visitas

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I

Del aire al aire, como una red vacía,

iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo,

en el advenimiento del otoño la moneda extendida

de las hojas, y entre la primavera y las espigas,

lo que el más grande amor, como dentro de un guante

que cae, nos entrega como una larga luna.

(Días de fulgor vivo en la intemperie

de los cuerpos: aceros convertidos

al silencio del ácido:

noches desdichadas hasta la última harina:

estambres agredidos de la patria nupcial.)

Alguien que me esperó entre los violines

encontró un mundo como una torre enterrada

hundiendo su espiral más abajo de todas

las hojas de color de ronco azufre:

más abajo, en el oro de la geología,

como una espada envuelta en meteoros,

hundí la mano turbulenta y dulce

en lo más genital de lo terrestre.

Puse la frente entre las olas profundas,

descendí como gota entre la paz sulfúrica,

y, como un ciego, regresé al jazmín

de la gastada primavera humana.

II

Si la flor a la flor entrega el alto germen

y la roca mantiene su flor diseminada

en su golpeado traje de diamante y arena,

el hombre arruga el pétalo de la luz que recoge

en los determinados manantiales marinos

y taladra el metal palpitante en sus manos.

Y pronto, entre la ropa y el humo, sobre la mesa hundida,

como una barajada cantidad, queda el alma:

cuarzo y desvelo, lágrimas en el océano

como estanques de frío: pero aún

mátala y agonízala con papel y con odio,

sumérgela en la alfombra cotidiana, desgárrala

entre las vestiduras hostiles del alambre.

No: por los corredores, aire, mar o caminos,

quién guarda sin puñal (como las encarnadas

amapolas) su sangre? La cólera ha extenuado

la triste mercancía del vendedor de seres,

y, mientras en la altura del ciruelo, el rocío

desde mil años deja su carta transparente

sobre la misma rama que lo espera, oh corazón, oh frente triturada

entre las cavidades del otoño.

Cuántas veces en las calles del invierno de una ciudad o en

un autobús o un barco en el crepúsculo, o en la soledad

más espesa, la de la noche de fiesta, bajo el sonido

de sombras y campanas, en la misma gruta del placer humano,

me quise detener a buscar la eterna veta insondable

que antes toqué en la piedra o en el relámpago que el beso desprendía.

(Lo que en el cereal como una historia amarilla

de pequeños pechos preñados va repitiendo un número

que sin cesar es ternura en las capas germinales,

y que, idéntica siempre, se desgrana en marfil

y lo que en el agua es patria transparente, campana

desde la nieve aislada hasta las olas sangrientas.)

No pude asir sino un racimo de rostros o de máscaras

precipitadas, como anillos de oro vacío,

como ropas dispersas hijas de un otoño rabioso

que hiciera temblar el miserable árbol de las razas asustadas.

No tuve sitio donde descansar la mano

y que, corriente como agua de manantial encadenado,

o firme como grumo de antracita o cristal,

hubiera devuelto el calor o el frío de mi mano extendida.

Qué era el hombre? En qué parte de su conversación abierta

entre los almacenes de los silbidos, en cuál de sus movimientos metálicos

vivía lo indestructible, lo imperecedero, la vida?

III

El ser como el maíz se desgranaba en el incansable

granero de los hechos perdidos, de los acontecimientos

miserables, del uno al siete, al ocho,

y no una muerte, sino muchas muertes llegaba a cada uno:

cada día una muerte pequeña, polvo, gusano, lámpara

que se apaga en el lodo del suburbio, una pequeña muerte de alas gruesas

entraba en cada hombre como una corta lanza

y era el hombre asediado del pan o del cuchillo,

el ganadero: el hijo de los puertos, o el capitán oscuro del arado,

o el roedor de las calles espesas:

todos desfallecieron esperando su muerte, su corta muerte diaria:

y su quebranto aciago de cada día era

como una copa negra que bebían temblando.

IV

La poderosa muerte me invitó muchas veces:

era como la sal invisible en las olas,

y lo que su invisible sabor diseminaba

era como mitades de hundimientos y altura

o vastas construcciones de viento y ventisquero.

Yo al férreo vine, a la angostura

del aire, a la mortaja de agricultura y piedra,

al estelar vacío de los pasos finales

y a la vertiginosa carretera espiral:

pero, ancho mar, oh muerte!, de ola en ola no vienes,

sino como un galope de claridad nocturna

o como los totales números de la noche.

Nunca llegaste a hurgar en el bolsillo, no era

posible tu visita sin vestimenta roja:

sin auroral alfombra de cercado silencio:

sin altos enterrados patrimonios de lágrimas.

No pude amar en cada ser un árbol

con su pequeño otoño a cuestas (la muerte de mil hojas)

todas las falsas muertes y las resurrecciones

sin tierra, sin abismo:

quise nadar en las más anchas vidas,

en las más sueltas desembocaduras,

y cuando poco a poco el hombre fue negándome

y fue cerrando paso y puerta para que no tocaran

mis manos manantiales su inexistencia herida,

entonces fui por calle y calle y río y río,

y ciudad y ciudad y cama y cama,

y atravesó el desierto mi máscara salobre,

y en las últimas casas humilladas, sin lámpara, sin fuego,

sin pan, sin piedra, sin silencio, solo,

rodé muriendo de mi propia muerte.

V

No eras tú, muerte grave, ave de plumas férreas,

la que el pobre heredero de las habitaciones

llevaba entre alimentos apresurados, bajo la piel vacía:

era algo, un pobre pétalo de cuerda exterminada:

un átomo del pecho que no vio al combate

o el áspero rocío que no cayó en la frente.

Era lo que no pudo renacer, un pedazo

de la pequeña muerte sin paz ni territorio:

un hueso, una campana que morían en él.

...

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