Resumen del libro "La pluma de Miguel: una aventura en los Andes"
Enviado por Zeus12345 • 1 de Junio de 2015 • Resumen • 2.747 Palabras (11 Páginas) • 1.536 Visitas
Capítulo I
LOS SIETE CIELOS
(Del libro "La pluma de Miguel: una aventura en los Andes")
En realidad, no es a mí a quien corresponde dejar escrito en los legajos celestiales sobre lo que nos ocupa a los mensajeros del Creador. Es Raziel, el ángel de las regiones secretas y el jefe supremo de los misterios, quien se encarga de poner al día el Gran Libro en el que está escrito todo el saber celestial y terrenal que existe; incluso allí se explican las 1.500 claves a los misterios del mundo que no fueron reveladas ni siquiera a los ángeles. Sin embargo, esta historia es tan peculiar, es más, diría yo que en lugar de haber cumplido una misión habríamos vivido una aventura de la que no me gustaría que se perdiera ningún detalle. Contársela a Raziel significaría hacer una larga fila en un interminable corredor que desemboca en su espacio de trabajo que me llevaría una espera infinita. Llegado el momento de la entrevista, Raziel me invitaría a sentarme al frente suyo mientras prepara una serie de hojas en blanco, un tintero y una pluma. Sacudiría sus alas, arreglaría su larga cabellera blanca, se pondría cómodo y empezaría con esta pregunta:
- ¡Ah! Miguel, ¿y qué te trae por aquí?
Yo empezaría a relatar mi historia, pero al mismo tiempo Raziel se acordaría de cuando sobrevolaba la tierra, me quitaría la palabra de la boca y se iría por las ramas dejando a su imaginación divagar en el tiempo. Volvería de vez en cuando a la narración, que con una paciencia infinita trataría yo de hilar, intentando no perder detalle, para luego ausentarse una vez más reviviendo alguna de sus hazañas sobre el planeta; y así sucesivamente. La última vez que le conté una de nuestras misiones al sur de Egipto, para que quedara en los anales celestiales, tuve que hacerle 784 visitas y tardé más de 16 años en digerir sus historias con paciencia y tolerancia.
¿Dónde íbamos? ¡Ah! Estaba yo en mi espacio del Cuarto Cielo, del cual soy gobernador, arreglando una balanza. Tenía problemas con uno de los dos platillos, nada menos que con el que pesa las virtudes y todas las obras buenas que traen las almas consigo cuando su vida termina en la Tierra. Parece un trabajo sencillo este de ser Juez de Almas, pero es bastante complicado; que lo diga Azrael que también anda metido conmigo en esta empresa.
Azrael es uno de mis mejores amigos. Es uno de los ángeles más activos del Cielo porque va y viene sin parar por lo menos unas 364 veces al día. ¿Será por eso que el Creador lo ha provisto con 70.000 pies y 4.000 alas, además de tantos ojos y tantas lenguas como hombres hay sobre la Tierra? Es divertido, fanfarrón y un gran amigo. Es el encargado de anotar nombres en un enorme libro, y así como los escribe también los va borrando. Copia los nombres de todos los recién nacidos y borra los nombres de los que acaban de morir, y siempre se está quejando de la poca originalidad que tienen los mortales. Hace algún tiempo, ( y de puro aburrido que estaba), se dedicó a sacar un registro con todos los nombres iguales que había en ese momento en la Tierra. Según sus cálculos habían 13.045.820 personas con el nombre de Juan. Era divertido verlo corretear, pues en cuanto moría un Juan borraba su nombre del libro y restaba sus cifras.
-¡Oye Miguel, tan sólo quedan 13.045.819 juanes! -gritaba con entusiasmo- ¡Espera un poco! ¡No puede ser! Acaban de bautizar a 23 juanes más. ¡Qué poco originales que son! -decía moviendo la cabeza mientras hacía sus cuentas a la velocidad de un rayo.
Azrael, conocido también como el ángel de la muerte, es el que desciende a la Tierra con la lista de aquellos hombres que tiene que recoger ese día. Primero termina con la vida de los mortales acercándoles una manzana a las fosas nasales y después separa el alma del cuerpo con minuciosidad y perfección. Una vez en el Cielo, Azrael busca el registro de las buenas y malas acciones de cada una de las almas y extrae lo que durante años se ha ido acumulando en uno u otro archivo.
Es entonces cuando entro yo en acción pesando en mi balanza todas las obras de los mortales. Si el alma es aprobada por más virtudes que vicios, entoces es coronada con radiantes diademas, pero si no aprueba es echada fuera del Cielo. Allí espera hasta ser conducida a su castigo final.
Y fue en el juicio de esta mañana que tuve un percance, llamémosle un percance doméstico. Debo confesar que la balanza que utilizo desde hace ... ya no recuerdo cuánto tiempo, diremos que desde que el alma del primer mortal cruzó el umbral del Cielo, estaba ya un poco inclinada beneficiando al platillo de las virtudes. Y me pregunto yo, ¿quién no quiere dar una manito a estos incorregibles mortales? Cientos de ellos llegan con el abrigo de la prepotencia, del "¡Abran paso, aquí vengo yo!" y cuando están delante del Creador parecen unos corderitos en el matadero a punto de ser degollados. Es verdad que mi balanza ha abogado por ellos en muchas ocasiones y por supuesto que "El que lo sabe todo" estaba enterado del asunto, pero es que esta mañana este instrumento me ha dejado en ridículo. La trampa era ya demasiado grosera y tampoco se trataba de tapar el sol con una pluma.
El Creador miró la aguja que descansa en la cruz de la balanza, frunció el ceño y dijo:
-Miguel, se supone que esta es una balanza de precisión, ¿no es cierto?, cuya cruz tiene el punto de apoyo entre el de la potencia y el de la resistencia.
Y empezó a subir el tono de voz:
-Parece que la tuya ha estado fallando últimamente, pero precisamente hoy el error se inclina con demasiado beneficio para el cliente.
Paró el juicio y sin decir más desapareció. Azrael, que ya me había advertido que esto podía suceder, trataba de contener la risa agitando sus alas para que no se le viera el rostro "angelical" que tenía en aquel momento. Tan pronto Dios hubo desaparecido, lanzó la carcajada acusadora que me sumió en el más profundo de mis estados de ánimo: la inactividad angelical. En esos momentos decidía ya no ser un ángel y actuaba como un simple mortal; es decir, que no utilizaba ninguno de mis atributos celestiales. Trataba de solucionar mis problemas poniéndome, como vulgarmente se dice, "en los zapatos de un hombre" y confieso que la pasaba muy mal. Jamás entenderé cómo se le ocurrió a Dios crear a los hombres, unos seres tan limitados, débiles,
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