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Enviado por   •  28 de Junio de 2015  •  2.253 Palabras (10 Páginas)  •  165 Visitas

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El bailarín y sus tiempos: madurez precoz, identidad precaria, una temporalidad a plazos*

Por Solange Lebourges

El bailarín recorre la vida en sentido contrario a la mayoría de la gente. Su relación con el tiempo y con las etapas del desarrollo del hombre es peculiar y le ocasiona numerosos retos y dificultades en cada edad que atraviesa. En primer lugar, al descubrir su pasión o vocación en la niñez o adolescencia, se enfrenta a un desarrollo profesional acelerado que lo obliga a una madurez precoz. Pero en numerosas ocasiones, esta fortaleza descansa en la construcción de una identidad frágil. Veremos por qué. En fin, el bailarín aprehende la temporalidad de manera peculiar, tanto en el tránsito de su vida profesional como durante el momento escénico. Buscaremos identificar estas peculiaridades y tomar conciencia de ellas, de sus causas y consecuencias, y plantear perspectivas de formación o evolución a lo largo de la carrera del bailarín.

Un proyecto profesional veloz

El bailarín adquiere muy temprano un sentido de responsabilidad ante su desarrollo profesional, ante las elecciones y exigencias que implica un oficio tan omnipresente, frente a los retos cotidianos que requiere llegar a ser un profesionista de la danza. Como los atletas de alto rendimiento, ha forjado su instrumento muy joven, y entre más joven mejor, incluso cuando existen excepciones (José Limón, entre otros). La disciplina ha invadido las esferas de su vida: entrenamiento, estudios, diversiones, comida, sueño, vida social y familia. De manera relativa, ha quedado aislado.

Por lo general, el proyecto del bailarín cristaliza luego en la adolescencia, con la idea (poco asentada, poco aceptada) de que difícilmente se pueda bailar más allá de los cuarenta o cuarenta y cinco años. Por lo mismo, el aprendiz de bailarín tiene que consolidar una madurez precoz ante las tentaciones o descubrimientos de la vida del joven, los éxitos o las decepciones y, también, las frustraciones de un compromiso profesional. Madurez, ganarse la vida a los 16, 17 años, entre más temprano mejor. Va, de hecho, a contracorriente de muchos jóvenes a quienes se les pide estudiar más, antes de trabajar. Pero como en muchos casos el ingreso del bailarín es insuficiente, este ganarse mal la vida lo mantiene en una situación de dependencia en relación con la familia.

Para el común de la gente, el proyecto profesional se extiende en el tiempo, con vista a una progresiva estabilidad y a un nivel profesional que se va a ir confortando. La madurez y los empleos de gran responsabilidad e ingreso holgado pueden llegar a los treinta o cuarenta años e incluso después de los cincuenta. En cambio, el bailarín ve reducirse la piel de zapa de su horizonte de trabajo en pocos años. Un poco después de los cuarenta años, el retiro voluntario o forzoso deviene una obligación. Y a menos de laborar en una de las escasas instituciones a nivel mundial que garantizan una jubilación a los cuarenta años (la Ópera de París, por ejemplo), se encuentra en una edad activa y productiva con la obligación de formarse de nuevo, de reconstruirse, de crear otro proyecto personal, laboral, social, económico.

Esta fragilidad económica es precisamente una de las razones de la precariedad de la vida del bailarín durante su carrera. Lo mantiene en muchas ocasiones al borde del abismo, inventando cómo sobrevivir y seguir bailando, sin poder reivindicar su oficio como solvente.

Una identidad precaria

Por otra parte, la fortaleza de carácter del bailarín, su templanza, esconde también a veces una gran precariedad en cuanto a su identidad. Por dos razones esenciales:

1) En primer lugar, esta identidad se fue forjando desde la niñez o la juventud a través de múltiples espejos: los padres, los maestros, los directores, los coreógrafos, el espejo mismo, los compañeros de trabajo, y finalmente el público. Todos ellos son los reflejos y jueces del trabajo del bailarín y confortan o no su capacidad de ser lo que desea ser. Sin una respuesta de todos ellos (puede ser un comentario, un rol, un papel importante, un contrato, una crítica favorable), el bailarín no existe más que para él mismo. Puede dejarse tentar, a veces, por el narcisismo o la depresión. Trabaja, forja su herramienta, persigue un ideal. Pero siendo a la vez el instrumento y el instrumentista, muchas veces duda, necesita reafirmaciones, retroalimentaciones en cuanto a su talento, a su condición física o al eco de su presencia en el foro. Por esta razón, se vuelve vulnerable y puede ser destruido. Al respecto, las palabras de Gelsey Kirkland y Greg Lawrence, en La forma del amor, son muy reveladoras: “Desde el espejo, las voces de una estética afligen a la niña. No son anónimas. La estética de Balanchine, como se llamó, desarrollada para el fin muy específico de acomodarse a la cada vez mayor velocidad exigida por su fundador, era la de una imagen larga, extremadamente delgada, de caballo de carreras. El cuerpo debía reducirse casi a un esqueleto para acentuar las clavículas y la largura del cuello. Estética de campo de concentración, la llama Gelsey. Gelsey llevó la delgadez a dimensiones mortales. Y es que Balanchine no decía simplemente Come menos; decía reiteradamente No comas nada. Era él quien hablaba desde el espejo”. La construcción de una identidad sólida y perenne representa uno de los retos más arduos para un bailarín.

2) En segundo lugar, la identidad del bailarín se resume y se confunde con su hacer y su quehacer. Se es bailarín bailando y a través de una práctica cotidiana reiterada. Y esta práctica es un estado efímero que depende de un instrumento inestable, el cuerpo, pronto a deshacerse, aun cuando a nivel interpretativo la madurez efectivamente llega con el tiempo. Una contradicción difícil de vivir y de admitir. Así como se nombra años-luz al tiempo que nos separa de las estrellas, se podría llamar años-cuerpo al tiempo de vida útil de un bailarín (incluyendo la pesadilla de las lastimaduras y accidentes propios del oficio que dan un testimonio más de la precariedad en la que vive). Esta identidad, pues, se tiene que refrendar cada día. Y dado que la profesión dura como la de un deportista, la de un atleta de alto rendimiento, esta identidad no se puede construir sobre el largo tiempo con un desarrollo profesional que siga las edades del hombre, madurez y vejez incluidas. Se fractura entre los cuarentas y los cincuentas, a veces antes. Es una identidad que no se afianza con el tiempo, al contrario de otros oficios. Más bien, se va escapando. Y cuando llega el momento del adiós al escenario, se vive una suerte de pequeña muerte, de despersonificación. Traduzco y cito a Martha Graham,

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