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Constitucion Politica


Enviado por   •  9 de Agosto de 2012  •  5.569 Palabras (23 Páginas)  •  441 Visitas

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3 Angie

Entre la democracia real y la democracia ideal

Una vez presentadas las principales líneas de investigación en torno a la calidad de la democracia, toca a César Cansino en este ensayo final la tarea de examinar críticamente la literatura sobre el tema con el fin de señalar su potencial y sus limitaciones.

Desde su constitución como una disciplina con pretensiones científicas, es decir, empírica, demostrativa y rigurosa en el plano metodológico y conceptual, la ciencia política ha estado obsesionada en ofrecer una definición empírica de la democracia, es decir, una definición no contaminada por ningún tipo de prejuicio valorativo o prescriptivo; una definición objetiva y lo suficientemente precisa como para estudiar científicamente cualquier régimen que se presuma como democrático y establecer comparaciones bien conducidas de diferentes democracias.

La pauta fue establecida desde antes de la constitución formal de la ciencia política en la segunda posguerra en Estados Unidos, por un economista austriaco, Joseph Schumpeter, quien en un libro de 1942 (Capitalism, Socialism and Democracy) propuso una definición “realista” de la democracia distinta a las definiciones idealistas que habían prevalecido hasta entonces. Posteriormente, ya en el seno de la ciencia política, en un libro cuya primera edición data de 1957, Democrazia e definizioni, el politólogo italiano Giovanni Sartori insistió puntualmente en la necesidad de avanzar hacia una definición empírica de la democracia que permitiera conducir investigaciones comparadas y sistemáticas sobre las democracias modernas. Sin embargo, no fue sino hasta la aparición en 1971 del famoso libro Poliarchy. Participation and Opossition, de Robert Dahl, que la ciencia política dispuso de una definición aparentemente confiable y rigurosa de democracia, misma que adquirió gran difusión y aceptación en la creciente comunidad politológica al grado de que aún hoy, tres décadas después de formulada, sigue considerándose como la definición empírica más autorizada.

Como se sabe, Dahl parte de señalar que toda definición de democracia ha contenido siempre un elemento ideal, de deber ser, y otro real, objetivamente perceptible en términos de procedimientos, instituciones y reglas del juego. De ahí que, con el objetivo de distinguir entre ambos niveles, Dahl acuña el concepto de “poliarquía” para referirse exclusivamente a las democracias reales. Según esta definición una poliarquía es una forma de gobierno caracterizada por la existencia de condiciones reales para la competencia (pluralismo) y la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos (inclusión).

Mucha agua ha corrido desde entonces en el seno de la ciencia política. Sobre la senda abierta por Sartori y Dahl se han elaborado un sinnúmero de investigaciones empíricas sobre las democracias modernas. El interés en el tema se ha movido entre distintos tópicos: estudios comparados para establecer cuáles democracias son en los hechos más democráticas según indicadores preestablecidos; las transiciones a las democracias; las crisis de las democracias, el cálculo del consenso, la agregación de intereses, la representación política, etcétera. Sin embargo, la definición empírica de democracia avanzada inicialmente por Dahl y que posibilitó todos estos desarrollos científicos, parece haberse topado finalmente con una piedra que le

impide ir más lejos. En efecto, a juzgar por el debate que desde hace cuatro o cinco años se ha venido ventilando en el seno de la ciencia política en torno a la así llamada “calidad de la democracia”, se ha puesto en cuestión la pertinencia de la definición empírica de democracia largamente dominante si de lo que se trata es de evaluar qué tan “buenas” son las democracias realmente existentes o si tienen o no calidad.

El tema de la calidad de la democracia surge de la necesidad de introducir criterios más pertinentes y realistas para examinar a las democracias contemporáneas, la mayoría de ellas (sobre todo las de América Latina, Europa del Este, África y Asia) muy por debajo de los estándares mínimos de calidad deseables. Por la vía de los hechos, el concepto precedente de “consolidación democrática”, con el que se pretendían establecer parámetros precisos para que una democracia recién instaurada pudiera consolidarse, terminó siendo insustancial, pues fueron muy pocas las transiciones que durante la “tercera ola” de democratizaciones, para decirlo en palabras de Samuel P. Huntington (1991), pudieron efectivamente consolidarse. Por el contrario, la mayoría de las democracias recién instauradas si bien han podido perdurar lo han hecho en condiciones francamente delicadas y han sido institucionalmente muy frágiles. De ahí que si la constante empírica ha sido más la persistencia que la consolidación de las democracias instauradas durante los últimos treinta años, se volvía necesario introducir una serie de criterios más pertinentes para dar cuenta de manera rigurosa de las insuficiencias y los innumerables problemas que en la realidad experimentan la mayoría de las democracias en el mundo.

En principio, la noción de “calidad de la democracia” vino a colmar este vacío y hasta ahora sus promotores intelectuales han aportado criterios muy útiles y sugerentes para la investigación empírica. Sin embargo, conforme este enfoque ganaba adeptos entre los politólogos, la ciencia política fue entrando casi imperceptiblemente en un terreno movedizo que hacía tambalear muchos de los presupuestos que trabajosamente había construido y que le daban identidad y sentido. Baste señalar por ahora que el concepto de calidad de la democracia adopta criterios abiertamente normativos e ideales para evaluar a las democracias existentes, con lo que se trastoca el imperativo de prescindir de conceptos cuya carga valorativa pudiera entorpecer el estudio objetivo de la realidad. Así, por ejemplo, los introductores de este concepto a la jerga de la politología, académicos muy reconocidos como Leonardo Morlino, Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter, entre muchos otros, plantean como criterio para evaluar qué tan buena es una democracia establecer si dicha democracia se aproxima o se aleja de los ideales de libertad e igualdad inherentes a la propia democracia.

Como se puede observar, al proceder así la ciencia política ha dejado entrar por la ventana aquello que celosamente intentó expulsar desde su constitución, es decir, elementos abiertamente normativos y prescriptivos. Pero más allá de ponderar lo que esta contradicción supone para la ciencia política, en términos de su congruencia, pertinencia e incluso vigencia, muy en la línea de lo que Sartori ha planteado recientemente sobre

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