Crónica - La historia de un venezolano en el epicentro sudamericano de las catástrofes
Enviado por Amilcar Peraza • 11 de Enero de 2018 • Reseña • 994 Palabras (4 Páginas) • 140 Visitas
Crónica - La historia de un venezolano en el epicentro sudamericano de las catástrofes
Muerte provisional
Chile es un país que frecuenta sismos con la naturalidad de una lluvia; nunca se sabe cuándo puedan ocurrir. Lastimándolo mucho, el 27 de febrero de 2016 fue uno de esos días.
Amílcar “Mojtro” Peraza
“Adiós, Albertico, que te vaya bien allá y Dios te guarde, mijito”, me dijo mi señora madre en el aeropuerto de Maiquetía, minutos antes de subirme al avión que me llevaría hacia el lugar donde sufrí de una instantánea muerte provisional. Sí, morí unos minutos y luego, descubrí que los milagros existen.
“No soy chileno, mi nacionalidad es venezolana, pero suelo viajar al menos cinco veces al año al país más egocéntrico de Sudamérica, no por gusto, sino por cuestiones de trabajo”, le comentaba a mi acompañante de turno en el avión, mientras masticaba el chicle que había comprado en la sala de espera con la desmesura de quien tiene que mover la boca para vivir.
No recuerdo qué pasó cuando aterricé en Chile, mi memoria es muy vaga, pues solo pensaba en dormir por el largo trayecto de viaje. A las 2:45 de la madrugada, una sacudida me despertó en Santiago. Estaba durmiendo en un octavo piso, a unos 42 metros del suelo. Intenté ponerme de pie y la magnitud prosiguió con esmerada fuerza. Caí al suelo y golpeé mi codo con la esquina de madera de la cama. Fue ahí cuando en verdad desperté. Mi error fue abrir los ojos y darme cuenta de lo que estaba sucediendo.
Me puse de pie y el televisor de la habitación, que estaba pegado en la pared, se cayó. Seguidamente, como pude, logré pasar entre algunos escombros y abrir la puerta. No pasaron ni tres segundos cuando escuché gritos en el pasillo.
Un hombre, al parecer con un teléfono en la mano y como si de un cronista se tratase, contaba a su familia segundo a segundo lo que estaba sucediendo. Por mi parte, simplemente me alegré que mi mamá y mis hermanos no estuvieran conmigo y tampoco me pareció prudente despertarlos para contarles tal tragedia. Me iba del mundo en una cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo.
Diez minutos eternos
Empecé a preguntarme cuándo se acabaría todo. El temblor tumbó un par de vasos que tenía encima de un mostrador. Fue cuando me tropecé y volví a caer. En el piso, logré comprobar el viejo y trillado mito de ver cómo la vida pasa completamente a través de los ojos.
La lámpara de techo, que horas antes reposaba con custodiada calma en el centro del cuarto, cayó con agresiva prontitud al suelo, a menos de un metro de mí. Se regaron partes filosas de vidrio y me hice algunas heridas en el antebrazo, pero no por ello, me quedé tendido. Total, en mi mente, ya estaba muerto. ¿Qué podía perder?
A lo lejos se escuchó una explosión, no me importó mucho, pero confieso que fue el factor faltante para hacerme creer que estaba viviendo en el infierno. Luchaba por mi vida. La electricidad se fue y me daba más miedo intentar bajar por las escaleras. Mientras más durara el sismo, menos oportunidades tendríamos todos de salir de ahí.
Llegué al punto en el que lo único que podía hacer era buscar refugio, por si el techo de concreto se caía. Lo sé, una idiotez, pero en esa situación son contadas las ideas buenas que a uno le pasan por la cabeza.
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