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Si habláramos de la familia, la religión o la violencia, podríamos decir que nacieron con el ser humano


Enviado por   •  26 de Enero de 2016  •  Documentos de Investigación  •  4.274 Palabras (18 Páginas)  •  129 Visitas

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Si habláramos de la familia, la religión o la violencia, podríamos decir que nacieron con el ser humano. Este no es el caso de la democracia. El origen del poder no fue democrático, sino despótico. el primer elemento político que existió entre los seres humanos fue el poder del jefe. En las demás formas de gobierno como “aristocracia”, “democracia”, “autocracia” y hasta “burocracia”, la palabra arkhos fue reemplazada por la palabra kratos que también significa en griego “poder”, pero no necesariamente el poder originario, ancestral, sino más bien un poder construido, sobreviniente, en cierta forma artificial. En tanto la monarquía y la oligarquía son las manifestaciones originarias del poder político y nacieron junto con la condición humana al igual que la religión, la familia y la violencia, las diversas cracias podrían haber sido inventos ulteriores como el fuego, la rueda, la agricultura o la máquina a vapor. De algunos de estos inventos no tenemos registro porque ocurrieron en la prehistoria. De otros, sabemos exactamente cuándo y cómo surgieron. Entre ellos, la democracia. Pero los griegos, no se encontraron de golpe con la democracia. La fueron elaborando trabajosamente, a lo largo de un siglo y medio. Entre los años 620 y 593 antes de Cristo Atenas, la principal de las ciudades griegas, recibió de Dracón y de Solón sus primeras leyes fundamentales. Fue así como se inició la evolución que culminaría en la democracia. Es que, gracias a las leyes de Dracón y de Solón, se instaló la distinción entre las leyes de la Naturaleza, poblada de dioses, y las leyes puramente “humanas” de la ciudad. Sin esta distinción, no habría sido posible la democracia. A partir de Dracón y de Solón, los atenienses empezaron a ser gobernados por un nuevo tipo de poder abstracto, impersonal, al que llamaron nomos o “norma” que no provenía de afuera ni de arriba sino de adentro, del seno de la polis o ciudad−Estado que habían constituido. Su ideal fue desde entonces el recto ordenamiento de la ciudad. Herodoto, el cronista de las Guerras Médicas entre los persas y los griegos y el inventor de la historia “secular”, narra en un pasaje frecuentemente citado que Jerjes, el rey persa cuyo sueño era apoderarse de Grecia, se burló un día de los frágiles griegos que se atrevían a desafiar su formidable ejército. Pero Demaratus, un ex rey de Esparta que se había refugiado en su corte, le sugirió no subestimar a los griegos porque ellos, “si bien se consideran libres, no lo son del todo. En efecto: reconocen por encima de ellos un amo al que temen más aún que tus siervos a tí. Ese amo es la ley. Entre otras cosas, ella los obliga a no huir frente al enemigo y a permanecer obstinadamente en el campo de batalla hasta la muerte o la victoria”. Por no hacerle caso a Demaratus, Jerjes resultó el gran derrotado de las Guerras Médicas. A la ciudad organizada por sus leyes constitucionales, los atenienses le dieron el nombre de politeia. Hoy, la llamaríamos “república”. Y así se haría presente la democracia en Atenas: a través de las sucesivas transformaciones constitucionales de su república. Pero los ciudadanos rasos de los deme pasaron a dominar el Consejo de los Quinientos, cuya función era preparar las reuniones de la asamblea popular, en la cual todos los ciudadanos sin distinción tenían el derecho de discutir y votar las leyes. El ejemplo de Atenas alentó a otras ciudades griegas a internarse en la aventura democrática. Esto alarmó no sólo a Esparta y a las ciudades griegas que seguían su ejemplo oligárquico, sino más aún a los emperadores persas, ya que el ideal democrático empezó a difundirse por las ciudades griegas del Asia Menor, que les estaban sometidas. Hasta el año 462, empero, Atenas no fue una democracia plenaria sino apenas una república democrática porque en ella gravitaba, todavía, el Areópago. El paso de Atenas de la república democrática a la democracia plenaria ocurrió bajo el liderazgo de Pericles. En el año 462, Pericles logró que la ecclesia le quitara por ley al Areópago casi todas sus funciones. Fue a partir de entonces que Atenas adquirió los rasgos constitucionales que la convertirían en la más exigente de las democracias. 6 El poder soberano quedó sin contrapeso en manos de la ecclesia, cuyas reuniones seguía preparando el Consejo de los Quinientos. Los ciudadanos recibían un estipendio por concurrir a la ecclesia, donde ejercían en forma directa, sin representantes, el poder legislativo de la polis. Casi todas las magistraturas ejecutivas y judiciales, incluso la de los arcontes, se llenaron por sorteo entre los ciudadanos sin exclusión de clases, de modo tal que ningún polites dejaría de ocupar varias magistraturas en el curso de su vida gracias a un sistema de rotación. No se olvide por otra parte que la democracia de los atenienses sólo beneficiaba a los ciudadanos. En tiempos de Pericles se dispuso que podrían serlo solamente los hijos de los atenienses por parte de padre y de madre. Fuera de este círculo dorado quedaban las mujeres, los esclavos y los extranjeros. Pericles murió en el año 429. Había conducido la democracia ateniense con prudencia. A partir de su muerte la ecclesia, en vez de mantenerse fiel al criterio que siglos después expresaría Cicerón al escribir que el sistema preferible es aquél en el cual “los más eligen a los mejores”, sustituyó el liderazgo de Pericles por el de una serie de demagogos, el más famoso y ruinoso de los cuales fue Alcibíades, que la incitaron a no dar cuartel a Esparta en vez de buscar, como Pericles lo había hecho, una paz negociada. Pese a sus fallas y fracasos, la democracia ateniense impresionó no sólo a sus contemporáneos sino también a quienes, siglos más tarde, conocieron su historia. Recién en el año 1688 de nuestra era, la “Gloriosa Revolución” inglesa puso en marcha el proceso institucional que desembocaría en la democracia contemporánea. Recién en el año 1761, al publicar El Contrato Social, el ginebrino Jean− Jacques Rousseau volvió a proponer a la democracia de tipo ateniense como un proyecto político irrenunciable. Los escritos de Rousseau tendrían una influencia decisiva en la Revolución Francesa de 1789. La democracia ateniense había muerto dos mil años antes. Los ideales que anunció, sin embargo, nos siguen convocando. Desde el año 753 hasta el año 509 antes de Cristo, Roma fue una monarquía. Desde el año 509 hasta el año 27 antes de Cristo, una república. Desde el año 27 antes de Cristo hasta la invasión bárbara del año 476 después de Cristo, un imperio. Los doscientos cincuenta años de la monarquía se pierden en la noche de los tiempos. Pero la República y el Imperio, que duraron cada uno quinientos años, dejaron una larga secuela. La República Romana influyó por su parte en la formación de las democracias representativas contemporáneas, cuyo carácter “mixto” da lugar tanto a la participación del pueblo cuanto a la actuación de cuerpos representativos a los que los atenienses llamarían “aristocráticos” y de funcionarios ejecutivos que prolongan, aunque menguado, el poder de los reyes. Los ciudadanos romanos también votaban, pero no con el alcance de los ciudadanos atenienses. Estos, en la ecclesia, tenían el poder de discutir y aprobar las leyes. Los ciudadanos romanos se expresaban en dos tipos principales de “comicios. En los comicios centuriados el pueblo, reunido en las “centurias” o regimientos correspondientes a su organización militar, se congregaba con sus cascos y escudos a proclamar de viva voz su aprobación o rechazo de las propuestas que les presentaba el patriciado. A partir del año 133 antes de Cristo, con la revolución populista de los hermanos Tiberio y Cayo Graco, el difícil equilibrio entre patricios y plebeyos terminó por quebrarse, dando lugar a casi cien años de guerras civiles de las cuales surgiría, 11 al fin, la dictadura de Julio César, un aristócrata convertido en populista al igual que los hermanos Graco. Después de un siglo de guerras civiles cuyos protagonistas no eran civiles sino militares, en el año 27 antes de Cristo la República sucumbió ante Octavio, sobrino y vengador de César, a quien habían asesinado Bruto y un grupo de senadores republicanos. Tomando el nombre de Augusto, Octavio se convirtió de este modo en el primer emperador, mediante una estratagema diferente de la de César: en vez de ser proclamado dictador vitalicio, acumuló en su persona, una por una, las diversas magistraturas de la República haciéndose llamar princeps Senatus, príncipe o “principal” del Senado y, finalmente, “Augusto”.  Roma sacrificó la república para asegurar el imperio. Hasta el advenimiento de César y de Octavio Augusto, Roma era todavía, como se vio, una “república imperial”: republicana de cara a sus ciudadanos, imperial de cara a sus colonias. La historia de la democracia contemporánea expresa la tensión entre estas dos maneras de concebir la democracia: evolutiva una, utópica la otra7 . A partir del ejemplo romano, la democracia fue ganando espacio lenta y trabajosamente del siglo XVII en adelante, cuando Europa empezó a superar las monarquías absolutas para reimplantar una concepción republicana del poder abierta ella misma al progreso de su elemento democrático. Ambas concepciones de la democracia estuvieron presentes durante las dos grandes revoluciones que marcan el advenimiento político de los tiempos modernos. En 1688, la llamada “Gloriosa Revolución” sustituyó la monarquía absoluta en Gran Bretaña por una monarquía parlamentaria “mixta”, al estilo romano, donde se mezclaban los tres elementos típicos del régimen mixto: monárquico, aristocrático y democrático. La discordia entre los “atenienses” y los “romanos” de la democracia, latente en la revolución inglesa, estalló en la Revolución Francesa. Francia no era una pequeña ciudad−Estado a la manera de la polis ateniense o de esa Ginebra natal en la que pensaba Rousseau cuando renovó el ideal ateniense en el campo de las ideas políticas, sino una vasta nación con muchas ciudades dentro. Como le resultaba materialmente imposible lograr la reunión cotidiana de los ciudadanos en una ecclesia, la democracia directa al estilo griego le estaba vedada. De aquí provino la dictadura de la asamblea en nombre de la democracia, como si la asamblea fuera esa ecclesia que en realidad no era. La dictadura de la asamblea fue posible porque, así como era lógico que no hubiera necesidad de proteger a los ciudadanos atenienses contra los posibles abusos de esa asamblea que ellos mismos formaban, en la Francia revolucionaria de fines del siglo XVIII tampoco se los protegió contra una asamblea que pretendía ser ella misma la voluntad de los ciudadanos cuando en verdad sólo los “re− presentaba” porque ellos no estaban “presentes”, porque brillaban por su ausencia. De esta sustitución del pueblo por una asamblea que usurpaba su papel resultó no sólo la dictadura sino la más feroz de ellas: el terror jacobino de Robespierre y Saint – Just en 1793−1794, acuciado además por el pánico que generaba el cerco militar al que habían sometido a Francia las monarquías europeas. De este modo la Francia revolucionaria, que había querido ser primero la Roma republicana e “inglesa” de Mirabeau en su intento de salvar al mismo tiempo a la revolución y a la monarquía, terminó siendo la Roma imperial cuando Napoleón volvió a instalar su poderosa memoria no sólo en la pretensión de dominar a Europa sino también en su deseo de ser coronado delante del Papa en Roma. “Delante de” y no “por” el Papa porque, en el momento en que éste se disponía a ponerle la corona, Napoleón se la quitó de las manos y se la colocó él mismo, reivindicando la pretensión de los emperadores románico−germánicos en su pugna medioeval con la Iglesia y volviendo de este modo a Carlomagno y al Sacro Imperio Romano Germánico. La “romanización” de la arquitectura, el arte, el vestuario y las costumbres que caracterizaría a la época acompañó del lado de la sociedad a la nostalgia política napoleónica. El “fracaso”, sin duda, existió. A la inversa de las revoluciones inglesa del siglo XVII y americana del siglo XVIII, que fueron exitosas porque lograron lo que pretendían, fundar regímenes que partirían del ejemplo de la República Romana en su largo viaje hacia la democracia plenaria que aún no ha terminado, la Revolución Francesa pretendió y no 15 logró lo que pretendía: restaurar de inmediato nada menos que la democracia ateniense. Tuvo primero, como vimos, su momento “romano” con Mirabeau. Después, con Robespierre y Saint−Just, alegó moverse en dirección “ateniense”. Pero ya vimos que la pretensión de considerar la asamblea de los representantes del pueblo como si fuera idéntica al pueblo falsificó el ideal ateniense. Después de esta falsificación, la Revolución Francesa desembocó en el imperio napoleónico y, luego de la derrota de Napoleón en Waterloo en 1815, en la restauración de la dinastía de los Borbones en cabeza de Luis XVIII. Acabó volviendo a la estación de la que había partido en 1789. Fue Emanuel Kant quien, después de lamentar junto a tantos otros los desvíos y los excesos de la Revolución Francesa, hizo notar que ella al agitar otra vez, a más de dos milenios de distancia, la bandera de la democracia ateniense, logró un impacto universal. Horrorizado ante sus desvíos, el mundo también aprendió de ella que la democracia ateniense es un ideal irrenunciable. Y así fue como, mientras los anglosajones produjeron dos revoluciones exitosas aunque discretas, los franceses produjeron una revolución fracasada pero gloriosa. La bandera que ella izó nos sigue convocando desde el balcón del futuro. Pero es el camino “romano” de la democracia posible el que, habiendo renacido con los tiempos modernos en Inglaterra y en los Estados Unidos, ha llegado a involucrar en nuestro tiempo a casi todos los regímenes políticos de Europa, Oceanía y América del norte y del sur, penetrando además en Asia y hasta en Africa. Es a este conjunto de regímenes políticos que les damos, pese a sus variaciones, un nombre común: son las diversas versiones de la democracia contemporánea. El exigente ideal ateniense, por su parte, no sólo no ha desaparecido desde la Revolución Francesa. Se ha vuelto, si cabe, más apremiante, porque la revolución de las comunicaciones nos acerca unos a otros como habitantes de la “aldea global”, logrando así que el mundo actual sea más “pequeño” por lo estrecho de sus contactos de lo que era la nación francesa en el siglo XVIII11. Esto permite que la interacción entre los seres humanos de todo el planeta sea más intensa y se sitúe en cierto modo a media distancia entre el contacto cotidiano que tenían entre ellos los ciudadanos atenienses y la lejanía que separaba a los ciudadanos de la nación francesa en los tiempos de la carreta y el caballo. Quizás este decisivo acercamiento comunicacional que se produce entre las naciones y dentro de ellas explique que lo que ahora se difunde impetuosamente por el mundo sea un modelo político al que podríamos llamar romano avanzado. “Romano”, porque incluye regímenes en definitiva “mixtos”, que mezclan el elemento democrático con los elementos aristocrático y monárquico. Pero romano “avanzado” porque el elemento democrático no ha cesado de ganar terreno sobre los otros dos elementos en los regímenes “mixtos” contemporáneos de modo tal que lo que hoy predomina en el mundo es la “república democrática”, una forma todavía mixta donde predomina la democracia y a la que, apegada a su tradición aristocrática, nunca había llegado la República Romana. Es que, en tanto Atenas le quedaba a Roma cada día más lejos porque se hundía en el pasado, a las repúblicas democráticas contemporáneas les queda cada día más cerca, en un futuro que ya no es tan borroso gracias al “achicamiento” del mundo mediante las computadoras, los satélites y el Internet, a mitad camino entre una ciudad griega y las naciones “a caballo” de los siglos XVIII y XIX. las olas democratizadoras han sido tres. La primera se inició en 1828, cuando los Estados Unidos pasaron de la república aristocrático−democrática que todavía eran a la presidencia de Andrew Jackson, con su abrumador seguimiento popular. Durante las décadas subsiguientes, la democracia de tipo jacksoniano se expandió por Inglaterra y por Europa con la gradual extensión del derecho de votar hacia las capas populares y el retroceso del llamado “voto censitario” que sólo permitía votar a los ciudadanos inscriptos en el “censo” impositivo, es decir a los ciudadanos pudientes. En 1912, al aprobar la ley Sáenz Peña de sufragio secreto y universal, la Argentina se sumó a la primera ola de la democratización. Tanto dentro como fuera de la Argentina, por otra parte, la universalidad del voto de la primera ola sólo alcanzó al electorado masculino. De 1922 a 1944 se desarrolló en el mundo la primera contraola autoritaria. Ella se inició con la marcha de Mussolini sobre Roma, se amplió con el auge del fascismo y el nazismo en Europa y alcanzó a la Argentina con el golpe militar de 1930. Pero en 1944, con la victoria aliada sobre las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial, comenzó la segunda ola de democratización, que esta vez incluiría además el voto femenino. Grandes naciones autoritarias como Alemania, Italia y el Japón, conocieron al fin la democracia. Sin embargo, la segunda contraola autoritaria llegó al mundo a partir de 1962 con el auge del militarismo, que afectó particularmente a América latina. Finalmente, según Huntington, la tercera “ola” democrática empezó a cubrir otra vez al mundo desde 1974. En este año, Portugal salió de su período autoritario. Al año siguiente, le tocaría el turno a España. La Argentina volvió a la democracia en 1983. Brasil en 1985. Chile, en 1990.

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