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Sociologia REVOLUCION INDUSTRIAL


Enviado por   •  4 de Febrero de 2016  •  Documentos de Investigación  •  10.848 Palabras (44 Páginas)  •  169 Visitas

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30 LA ERA DE LA REVOLUCIÓN, 1789-1848 VI Con la excepción de Oran Bretaña (que había hecho su revolución en el siglo xvji) y algunos estados pequeños, las monarquías absolutas gobernaban en todos los países del continente europeo. Y aquellos en los que no gobernaban, como Polonia, cayeron en la anarquía y fueron absorbidos por sus poderosos vecinos. Los monarcas hereditarios por la gracia de Dios encabezaban jerarquías de nobles terratenientes* sostenidas por la tradicional ortodoxia de las iglesias y rodeadas por una serie de instituciones que nada tenían que las recomendara exceptcr un largo pasado. Cierto que las evidentes necesidades de la cohesión y la eficacia estatal, en una época de vivas-.rivalidades internacionales, habían obligado a los monarcas a doblegar las tendencias anárquicas de sus nobles y otros intereses, y crearse un aparato estatal con servidores civiles, no aristocráticos en cuanto fuera posible. Más aún, en la última parte del siglo xvm, estas necesidades y el patente éxito internacional del poder capitalista británico llevaron a esos monarcas (o más bien a sus consejeros) a intentar unos programas de modernización econó mica, social, intelectual y administrativa. En aquellos días, los príncipes adoptaron el sobrenombre de «¡lustrados» para sus gobiernos, como los de los nuestros, y por análogas razones, adoptan el de «planificadores». Y como en nuestros días, muchos de los que lo adoptaron en teoría hicieron muy poco para llevarlo a la práctica, y algunos de los que lo hicieron, k> hicieron movidos menos por un interés en las ideas generales que para la sociedad suponían la «ilustración» o la «planificación», que por las ventajas prácticas que la adopción de tales métodos suponía para el aumento de sus ingresos, riqueza y poder. Por el contrario, las clases medias y educadas con tendencia al progreso consideraban a menudo el poderoso aparato centralista de una monarquía «ilustrada» como la mejor posibilidad de lograr sus esperanzas. Un príncipe necesitaba de una clase media y de sus ideas para modernizar su régimen; una clase media débil necesitaba un príncipe para abatir la resistencia al progreso de unos intereses aristocráticos y clericales sólidamente atrincherados. Pero la monarquía absoluta, a pesar de ser modernista e innovadora, no podía — y tampoco daba muchas señales de quererlo— zafarse de la jerarquía de los nobles teiratenientes, cuyos valores simbolizaba e incorporaba, y de los que dependía en gruí parte. La monarquía absoluta, teóricamente libre para hacer cuanto quisiera, pertenecía en la práctica al mundo bautizado por la Ilustración con el nombre de feudalidad o feudalismo, vocablo que luego popularizaría la Revolución francesa. Semejante monarquía estaba dispuesta a utilizar todos los recursos posibles para reforzar su autoridad y sus rentas dentro de sus fronteras y su poder fuera de ellas, lo cual podía muy bien llevarla a mimar a las que eran, en efecto, las fuerzas ascendentes de la sociedad. Estaba dispuesta a reforzar su posición política enfrentando a unas clases, fundos o provincias contra otros. Pero sus horizontes eran los de su 9 EL MUNDO EN 1780-1790 31 historia, su función y su clase. Difícilmente podía desear, y de hecho jamás la realizaría, la total transformación económica y social exigida por el progreso de la economía y los grupos sociales ascendentes. Pongamos un ejemplo. Pocos pensadores racionalistas, incluso entre los consejeros de los príncipes, dudaban seriamente de la necesidad de abolir la servidumbre y los lazos de dependencia feudal que aún sujetaban a los campesinos. Esta reforma era reconocida como uno de los primeros puntos de cualquier programa «ilustrado», y virtualmente no hubo soberano desde Madrid hasta San Petersburgo y desde Nápoles hasta Estocolmo que en el cuarto de siglo anterior a la Revolución francesa no suscribiera uno de estos programas. Sin embargo, las únicas liberaciones verdaderas de campesinos realizadas antes de 1789 tuvieron lugar en pequeños países como Dinamarca y Saboya, o en las posesiones privadas de algunos otros príncipes. Una liberación más amplia fue intentada en 1781 por el emperador José II de Austria, pero fracasó frente a la resistencia política de determinados intereses y la rebelión de los propios campesinos para quienes había sido concebida, quedando incompleta. Lo que aboliría las relaciones feudales agrarias en toda Europa central y occidental sería la Revolución francesa, por acción directa, reacción o ejemplo, y luego la revolución de 1848. Existía, pues, un latente —que pronto seria abierto— conflicto entre las fuerzas de la vieja sociedad y la nueva sociedad «burguesa», que no podía resolverse dentro de las estructuras de los regímenes políticos existentes, con la excepción de los sitios en donde ya habían triunfado los elementos burgueses, como en Inglaterra. Lo que hacía a esos regímenes más vulnerables todavía era que estaban sometidos a diversas presiones: la de las nuevas fuerzas, la de la tenaz y creciente resistencia de los viejos intereses y la de los rivales extranjeros. Su punto más vulnerable era aquel en el que la oposición antigua y nueva tendían a coincidir: en los movimientos autonomistas de las colonias o provincias más remotas y menos firmemente controladas. Así, en la monarquía de los Habsburgo, las reformas de José U hacia 1780 originaron tumultos en los Países Bajos austríacos —la actual Bélgica— y un movimiento revolucionario que en 1789 se unió naturalmente al de Francia. Con más intensidad, las comunidades blancas en las colonias ultramarinas de los paí ses europeos se oponían a la política de sus gobiernos centrales, que subordinaba los intereses estrictamente coloniales a los de la metrópoli. En todas panes de las Américas —española, francesa e inglesa—, lo mismo que en Irlanda, se produjeron movimientos que pedían autonomía —no siempre por regímenes que representaban fuerzas más progresivas económicamente que las de las metrópolis— , y varias colonias la consiguieron por vía pacífica durante algún tiempo, como Irlanda, o la obtuvieron por vía revolucionaria, como los Estados Unidos. La expansión económica, el desarrollo colonial y la tensión de las proyectadas reformas del «despotismo ilustrado» multiplicaron la ocasión de tales conflictos entre los años 1770 y 1790. La disidencia provincial o colonial no era fatal en sí. Las sólidas monar 3 2 LA ERA DE LA REVOLUCIÓN. 1789-1848 quías antiguas podían soportar la pérdida de una o dos provincias, y la victima principal del autonomismo colonial —Inglaterra— no sufrió las debilidades de los viejos regímenes, por lo que permaneció tan estable y dinámica a pesar de la revolución americana. Había pocos países en donde concurrieran las condiciones puramente domésticas para trna amplia transferencia de los poderes. Lo que hacía explosiva la situación era la rivalidad internacional. La extrema rivalidad internacional —la guerra— ponía a prueba los recursos de un Estado. Cuando era incapaz de soportar esa prueba, se tambaleaba, se resquebrajaba o caía. Una tremenda serie de rivalidades políticas imperó en la escena internacional europea durante la mayor parte del siglo xvm, alcanzando sus períodos álgidos de guerra general en 1689-1713, 1740-1748, 1756-1763, 1776-1783 y sobre todo en la época que estudiamos, 1792-1815. Este último fue el gran conflicto entre Gran Bretaña y Francia, que también, en cierto sentido, fue el conflicto entre los viejos y los nuevos regímenes. Pues Francia, aun suscitando la hostilidad británica por la rápida expansión de su comercio y su imperio colonial, era también la más poderosa, eminente e influyente y, en una palabra, la clásica monarquía absoluta y aristocrática. En ninguna ocasión se hace más manifiesta la superioridad del nuevo sobre el viejo orden social que en el conflicto entre ambas potencias. Los ingleses no sólo vencieron más o menos decisivamente en todas esas guerras excepto en una, sino que soportaron el esfuerzo de su organización, sostenimiento y consecuencias con relativa facilidad. En cambio, para la monarquía francesa, aunque más grande, más populosa y más provista de recursos que la inglesa, el esfuerzo fue demasiado grande. Después de su derrota en la guerra de los Siete Años (1756-1763), la rebelión de las colonias americanas le dio oportunidad de cambiar las tomas para con su adversario. Francia la aprovechó. Y naturalmente, en el subsiguiente conflicto internacional Gran Bretaña fue duramente denotada, perdiendo la pane más impórtame de su imperio americano, mientras Francia, aliada de los nuevos Estados Unidos, resultó victoriosa. Pero el coste de esta victoria fue excesivo, y las dificultades del gobierno francés desembocaron inevitablemente en un período de crisis política interna, del que seis irnos más tarde saldría la revolución. Vil Parece necesario completar este examen preliminar del mundo en la época de la doble revolución con una ojeada sobre las relaciones entre Europa (o más concretamente la Europa occidental del norte) y el resto del mundo. El completo dominio político y militar del mundo por Europa (y sus prolongaciones ultramarinas, las comunidades de colonos blancos) iba a ser él producto de la época de la doble revolución. A finales del siglo xvm, en varias de las grandes potencias y civilizaciones no europeas, todavía se consideraba iguales al mercader, al marino y al soldado blancos. El gran Imperio chino, entonces en la cima de su poderío bajo la dinastía manchú (Ch'ing), EL MUNDO EN 1780-1790 3 3 no era víctima de nadie. Al contrario, una parte de la influencia cultural cooía desde el este hacia el oeste, y los filósofos europeos ponderaban las lecciones de aquella civilización distinta pero evidentemente refinada, mientras los artistas y artesanos copiaban los motivos —a menudo ininteligibles— del Extremo Oriente en sus obras y adaptaban sus nuevos materiales (porcef ann) a los usos europeos. Las potencias islámicas (como Turquía), aunque sacudidas periódicamente por las fuerzas militares de los estados europeos vecinos (Austria y sobre todo Rusia), distaban mucho de ser los pueblos desvalidos en que se convertirían en el siglo xdc. África permanecía virtualnteaie inmune a la penetración militar europea. Excepto en algunas regiones alrededor del cabo de Buena Esperanza, los blancos estaban confinados en las factorías comerciales costeras. Sin embargo, ya la rápida y creciente expansión del comercio y las empresas capitalistas europeas socavaban su orden social; en África, a través de la intensidad sin precedentes del terrible tráfico de esclavos; en el océano índico, a través de la penetración de las potencias colonizadoras rivales, y en el Oriente Próximo, a través de los conflictos comerciales y militares. La conquista europea directa ya empezaba a extenderse significativamente más allá del área ocupada desde hacía mucho tiempo por la primitiva colonización de los españoles y los portugueses en el siglo xvi, y los emigrados blancos en Norteamérica en el xvn. El avance crucial lo hicieron los ingleses, que ya habían establecido un control territorial directo sobre pane de la India (Bengala principalmente) y virtual sobre el Imperio mogol, lo que, dando un paso más, los llevaría en el período estudiado por nosotros a convertirse en gobernadores y administradores de toda la India. La relativa debilidad de las civilizaciones no europeas cuando se enfrentaran con la superioridad técnica y militar de Occidente estaba prevista. La que ha sido llamada «la época de Vasco de Gama», las cuatro centurias de historia universal durante las cuales un puñado de estados europeos y la fuerza del capitalismo europeo estableció un completo, aunque temporal —-como ahora se ha demostrado—, dominio del mundo, estaba a punto de alcanzar su momento culminante. La doble revolución iba a hacer irresistible la expansión europea, aunque también iba a proporcionar al mundo no europeo las condiciones y el equipo para lanzarse al contraataque. 2. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Tales trabajos, a pesar de sus operaciones, causas y consecuencias. tienen un mérito infinito y acreditan los talentos de este hombre ingenioso y práctico, cuya voluntad tiene el mérito, donde quiera que va, de hacer pensar a los hombres ... Liberadlos de esa indiferencia perezosa, soñolienta y estúpida, de esa ociosa negligencia que los encadena a los senderos trillados de sus antepasa* dos. sin curiosidad, sin imaginación y sin ambición, y tened la seguridad de hacer el bien- ¡Qué serie de pensamientos, qué espí ritu de lucha, qué masa de energía y esfuerzo ha brotado en cada aspecto de la vida, de las obras de hombres como Brindicy, Watt Priestley. Harrison Arkwright...! ¿En qué campo de la actividad podríamos encontrar un hombre que no se sintiera animado en sus ocupaciones contemplando la máquina de vapor de Watt? A rthür Young, Tours ¡n England and Wales1 Desde esta sucia acequia la mayor corriente de industria humana saldría para fertilizar ai mundo entero- Desde esta charca corrompida brotaría oro puro. Aquí la humanidad alcanza su más completo desarrollo. Aquí la civilización realiza sus milagros y el hombre civilizado se conviene casi en un salvaje. A. de Tocqueville, sobre Manchestcr. en 18332 I Vamos a empezar con la Revolución industria!, es decir, con Gran Breta ña. A primera vista es un punto de partida caprichoso, pues las repercusiones de esta revolución no se hicieron sentir de manera inequívoca —y menos aün fuera de Inglaterra— hasta muy avanzado ya el período que estudiamos; seguramente no antes de 1830, probablemente no antes de 1840. Sólo en 1830 1. Arthur Young, Tours in England and Wales, edición de la London School of Ecoao- roics. p. 269. 2. A. de Tocqueville, Joum eyj io England and Ireland, edición de J. P. Mayw, 1958. pp. 107-108. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 35 I* literatura y las artes empiezan a sentirse atraídas por la ascensión de la capitalista, por ese mundo en el que todos los lazos sociales se aflojan salvo los implacables nexos del oro y los pagarés (la frase es de Carty- íe) La comedia humana de Balzac, el monumento más extraordinario dedicado a esa ascensión, pertenece a esta década. Pero hasta cerca de 1840 no ¿mpieza a producirse la gran corriente de literatura oficial y no oficial sobre lós efectos sociales de la Revolución industrial: los grandes Bluebooks (Libros Azules) e investigaciones estadísticas en Inglaterra, el Tableau de l ’état physique et moral des ouvriers de Víllermé, La situación de la clase obrera en Inglaterra de Engels, la obra de Ducpetiaux en Bélgica y los informes de observadores inquietos u horrorizados viajeros de Alemania a España y a los Estados Unidos. Hasta 1840, el proletariado —ese hijo de la Revolución industrial— y el comunismo, unido ahora a sus movimientos sociales —el fantasma del M anifiesto comunista—, no se ponen en marcha sobre el continente. El mismo nombre de Revolución industrial refleja su impacto relativamente tardío sobre Europa. La cosa existía en Inglaterra antes que el nombre. Hacia 1820, los socialistas ingleses y franceses —que formaban un grupo sin precedentes— lo inventaron probablemente por analogía con la revolución política de Francia.1 No obstante, conviene considerarla antes, por dos razones. Primero, porque en realidad «estalló» antes de la toma de la Bastilla; y segundo, porque sin ella no podríamos comprender et impersonal subsuelo de la historia en el que nacieron los hombres y se produjeron los sucesos más singulares de nuestro período; la desigual complejidad de su ritmo. ¿Qué significa la frase «estalló la Revolución industrial»? Significa que un día entre 1780 y 1790, y por primera vez en la historia humana, se liberó de sus cadenas al poder productivo de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de una constante, rápida y hasta el presente ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios. Esto es lo que ahora se denomina técnicamente por los economistas «el despegue (take-ojff) hacia el crecimiento autosostenido». Ninguna sociedad anterior había sido capaz de romper los muros que una estructura social preindustrial, una ciencia y una técnica defectuosas, el paro, el hambre y la muerte imponían periódicamente a la producción. El take-off no fue, desde luego, uno de esos fenómenos que, como los terremotos y los cometas, sorprenden al mundo no técnico. Su prehistoria en Europa puede remontarse, según el gusto del historiador y su clase de interés, al año 1000, si no antes, y sus primeros intentos para saltar al aire —torpes, como los primeros pasos de un patito— ya hubieran podido recibir el nombre de «Revolución industrial» en el siglo xin, en el xvi y en las últimas décadas del xvu. Desde mediados del xvm, el proceso de aceleración se hace tan patente que los antiguos historiadores tendían a atribuir a 3. Asna Bezanson, «The Early Uses o f tfae Tcrm Industrial Revolutioo». Quarreriy Journal of Economies, XXXVI que quiere decir es invariable para todos los países occidentales. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 45 fueron, hasta 1860-1870, casi exclusivamente talleres textiles, con absoluto pftdominio de los algodoneros. La producción fabril en las otras ramas textiles se desarrolló lentamente antes de 1840, y en las demás manufacturas era casi insignificante. Incluso las máquinas de vapor, utilizadas ya por numerosas industrias en 1815, no se empleaban mucho fuera de la de la minería. Puede asegurarse que las palabras «industria» y «fábrica» en su sentido moderno se aplicaban casi exclusivamente a las manufacturas del algodón en el Reino Unido. Esto no es subestimar los esfuerzos realizados para la renovación industrial en otras ramas de la producción, sobre todo en las demás textiles,'4 en las de la alimentación y bebidas, en la construcción de utensilios domésticos, muy estimuladas por el rápido crecimiento de las ciudades. Pero, en primer lugar, todas ellas empleaban a muy poca gente: nipguna de ellas se acercaba ni remotamente al millón y medio de personas directa o indirectamente empleadas en la industria del algodón en 1833.'* En segundo lugar, su poder de transformación era mucho más pequeño, la industria cervecera, que en muchos aspectos técnicos y científicos estaba más avanzada y mecanizada, y hasta revolucionada antes que la del algodón, escasamente afectó a la economía general, como lo demuestra la gran cervecera Guinness de Dublín, que dejó al resto de la economía dublinesa e irlandesa (aunque no los gustos locales) lo mismo que estaba antes de su creación.14 La demanda derivada del algodón —en cuanto a la construcción y demás actividades en las nuevas zonas industriales, en cuanto a máquinas, adelantos químicos, alumbrado industrial, buques, etc.— contribuyó en cambio en gran parte al progreso económico de Gran Bretaña hasta 1830. En tercer lugar, la expansión de la industria algodonera fue tan grande y su peso en el comercio exterior britá nico tan decisivo, que dominó los movimientos de la economía total del país. La cantidad de algodón en bruto importado en Gran Bretaña pasó de 11 millones de libras en 1785 a 588 millones en 1850; la producción total de telas, de 40 millones a 2.025 millones de yardas.” Las manufacturas de algodón representaron entre el 40 y el 50 por 100 del valor de todas las exportaciones británicas entre 1816 y 1848. Si el algodón prosperaba, prosperaba la economía; si decaía, languidecía esa economía. Sus oscilaciones de precios determinaban el equilibrio del comercio nacional. Sólo la agricultura tenía una fuerza comparable, aunque declinaba visiblemente. No obstante, aunque la expansión de la industria algodonera y de la economía industrial dominada por el algodón «superaba todo cuanto la imaginación más romántica hubiera podido considerar posible en cualquier cix- 14. En iodos los países que poseían cualquier clase de manufacturas comerciales, tas textiles tendían a predominar, en Silesia (1800) significaban ei 74 por 100 del valor total (Hoffmann, op. clL, p. 73). 13. Baines, H istoty o f tfu Cotion Manufacture in Crear Briíain, Londres, 1835, p. 431. 16. P. Mathias, The Brewing Induatry in England, Cambridge. 1959. 17. M. Mulhall, Dictkmary o f Staiistics. 1892, p. 158. 46 LA ERA DE LA REVOLUCIÓN. 1789-2848 cunstancia»,1* su progreso distaba mucho de ser uniforme y en la década 1830-1840 suscitó los mayores problemas de crecimiento, sin mencionar el desasosiego revolucionario sin igual en ningún período de la historia moderna de Gran Bretaña. Estos primeros tropiezos de la economía industrial capitalista se reflejaron en una marcada lentitud en el crecimiento y quizá incluso en una disminución de la renca nacional británica en dicho período.19 Pero esta primera crisis general capitalista no fue un fenómeno puramente inglés. Sus más graves consecuencias fueron sociales: la transición a la nueva economía creó miseria y descontento, materiales primordiales de la revolución social. Y en efecto, la revolución social estalló en la forma de levantamientos espontáneos de ios pobres en las zonas urbanas e industriales, y dio origen a las revoluciones de 1848 en el continente y al vasto movimiento carlista en Inglateua. El descontento no se limitaba a los trabajadores pobres. Los pequeños e inadaptables negociantes, los pequeños burgueses y otras ramas especiales de la economía, resultaron también víctimas de la Revolución industria] y de sus ramificaciones. Los trabajadores sencillos e incultos reaccionaron frente al nuevo sistema destrozando las máquinas que consideraban responsables de sus dificultades; pero también una cantidad —sorprendentemente grande— de pequeños patronos y granjeros simpatizaron abiertamente con esas actitudes destructoras, por considerarse también víctimas de una diabólica minoría de innovadores egoístas. La explotación del trabajo que mantenía las rentas del obrero a un nivel de subsistencia, permitiendo a los ricos acumular los beneficios que financiaban la industrialización y aumentar sus comodidades, suscitaba el antagonismo del proletariado. Pero también otro aspecto de esta desviación de la renta nacional del pobre al rico, del consumo a la inversión, contrariaba al pequeño empresario. Los grandes financieros, la estrecha comunidad de los rentistas nacionales y extranjeros, que percibían lo que todos los demás pagaban de impuestos —alrededor de un 8 por 100 de toda la renta nacional— eran quizá más impopulares todavía entre los pequeños negociantes, granjeros y demás que entre los braceros, pues aquéllos sabían de sobra lo que eran el dinero y el crédito para no sentir una rabia personal por sus perjuicios. Todo iba muy bien para los ricos, que podían encontrar cuanto crédito necesitaran para superar la rígida deflación y la vuelta a la ortodoxia monetaria de la economía después de las guerras napoleónicas; en cambio, el hombre medio era quien sufría y quien en todas partes y en todas las épocas del siglo xrx solicitaba, sin obtenerlos, un fácil crédito y una flexibilidad financiera.** Los obreros y los pequeños burgueses 18. Baincs, op. di., p. 112 19. Cf. Pfiyllis Dcanc, «Esnraates o f ihe Brítish Netional Income». Economic Hisiory Review (abril de I9S6 y abril de 1957). 20. O'Bricn. op. c lt, p. 267. 21. Desde el radicalismo posnapoleónico en Inglaterra basta e! populismo en los Unidos, todos los movimientos de protesta que incluían a los granjeras y a los pequeños empresarios se caracterizaban por sus peticiones de flexibilidadjin&nciera para obtener el dinero necesario. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 47 d e s c o n t e n t o s se encontraban al borde de un abismo y por ello mostraban el mismo descontento, que les unirla en los movimientos de masas del «radicalismo», la «democracia» o el «republicanismo», entre los cuales el radical inglés/®! republicano francés y el demócrata jacksoniano norteamericano s e r i a n los más formidables entre 1815 y 1848. Sin embargo, desde el punto de vista de los capitalistas, esos problemas ¿ocíales sólo afectaban al progreso de la economía si, por algún horrible accidente, derrocaran el orden social establecido. Por otra parte, parecía haber ^ciertos fallos inherentes al proceso económico que amenazaban a su principal razón de ser: la ganancia. Si los réditos del capital se reducían a cero, una e c o n o m ía en la que los hombres producían sólo por la ganancia volvería a aquel «estado estacionario» temido por los economistas.1* Los tres fallos más evidentes fueron el ciclo comercial de alza y baja, la • tendencia de la ganancia a declinar y (lo que venía a ser lo mismo) la disminución de las oportunidades de inversiones provechosas. El primero de ellos . no se consideraba grave, salvo por los críticos del capitalismo en sí, que fueron los primeros en investigarlo y considerarlo como parte integral del proceso económico del capitalismo y un síntoma de sus inherentes contradicciones." Las crisis periódicas de la economía que conducían al paro, a la baja de producción, a la bancarrota, etc., eran bien conocidas. En el siglo xvm reflejaban, por lo general, alguna catástrofe agrícola (pérdida de cosechas, etc.), y, como se ha dicho, en el continente europeo, las perturbaciones agrarias fueron la causa principal de las más profundas depresiones hasta et final del período que estudiamos. También eran frecuentes en Inglaterra, al menos desde 1793, las crisis periódicas en los pequeños sectores fabriles y financieros. Después de las guerras napoleónicas, el drama periódico de las grandes alzas y caídas —en 1825-1826, en 1836-1837, en 1839-1842,' en 1846- 1848— dominaba claramente la vida económica de una nación en paz. En la década 1830-1840. la verdaderamente crucial en la época que estudiamos, ya se reconocía vagamente que eran un fenómeno periódico y regular, al menos en el comercio y en las finanzas.*4 Sin embargo, se atribuían generalmente 22. Para el estado estacionario, cf. 1. Scbumpeter. Hisiory o f Economic Analysis, 1954, pp, 570-571. La fórmula principal es de John Stuart Mili, Principios de economía política, libro IV, cap. IV: «Cuando un país ba tenido durante mocho tiempo una gran producción y una gran red de impuestos para aprovecharla, y cuando, por ello, ba contado con los medios para un gran aumento anual de capital, una de las características de tal país es que la proporción de beneficios está, por decirio asi, a un palmo del mínimum, y el país, por eso, al borde del estado estacionario ... La mera prolongación del presente aumento de capital, si no se presentan circunstancias que contraríen sus efectos, bastaría en pocos altos para reducir esos beneficios al mínimum». No obstante, cuando esto se publicó (1848), la fuería contraria —la ola de desarrollo producida por el ferrocarril— ya había aparecido. 23. El suizo Simo rule de Sismondi y d conservador Malthus, hombre de rnentaJidad campesina. fueron los primeros en tratar de estos temas antes de 1825. Los nuevos socialistas hicieran de sus teorías sobre la crisis una clave de su crítica del capitalismo. 24. Por el radica! John Wade. Hisiory o fth * Middie and Worklng Closses: el banquero lord Over&tone. Refleciions Suggested by tH¿ Perusal o f Mr. J. Horsley Palmer's Pamphlet on 4$ LA ERA DE LA REVOLUCIÓN. 1789-1848 por los hombres de negocios a errores particulares—como, por ejemplo, la superespeculación en los depósitos americanos—o a interferencias extrañas ~ en las plácidas operaciones de la economía capitalista sin creer que refleja- \ ran alguna dificultad fundamental del' sistema. No así la disminución del margen de beneficios, como lo ilustra clara- :*! mente la industria del algodón. Inicialmente, esta industria disfrutaba de J inmensas ventajas. La mecanización aumentó mucho la productividad (por f ejemplo, al reducir el costo por unidad producida) de los trabajadores, muy j mal pagados en todo caso, y en gran parte mujeres y niños.2* De los 12.000 | operarios de las fábricas de algodón de Glasgow en 1833, sólo 2.000 perci- >" bían un jornal de 11 chelines semanales. En 131 fábricas de Manchester los i jómales eran inferiores a 12 chelines, y sólo en 21 superiores.” Y la cons- f micción de fábricas era relativamente barata: en 1846 una nave para 410 má- | quinas, incluido el coste del suelo y las edificaciones, podía construirse por § unas 11.000 libras esterlinas.27 Pero, por encima de todo, el mayor costo —el f del material en bruto— fue drásticamente rebajado por la rápida expansión del f cultivo del algodón en el sur de los Estados Unidos después de inventar E li'( Whitney en 1793 el almarrá. Si se añade que los empresarios gozaban de la 1 bonificación de una provechosa inflación (es decir, la tendencia general de los ^ precios a ser más altos cuando vendían sus productos que cuando los hacían), ? se comprenderá por qué los fabricantes se sentían boyantes. i Después de 1815 estas ventajas se vieron cada vez más neutralizadas por i la reducción del margen de ganancias. En primer lugar, la Revolución indus- ^ trial y la competencia causaron una constante y dramática caída en el precio v del artículo terminado, pero no en los diferentes costos de la producción.** En | segundo lugar, después de 1815, eí ambiente general de los precios era de deflación y no de inflación, o sea, que las ganancias, lejos de gozar de un alza, í padecían una ligera baja. Así, mientras en 1784 el precio de venta de una i i libra de hilaza era de 10 chelines con 11 peniques, y el costo de la materia \  bruta de dos chelines, dejando un margen de ganancia de 8 chelines y 11 pe- ¿ ñiques, en 1812 su precio de venta era de 2 chelines con 6 peniques, el eos- i ’ to del material bruto de l con 6 (margen de un chelín) y en 1832 su precio í i de venta 11 peniques y cuarto, el de adquisición de material en bruto de ‘ * •• í _______ t the Causes and Consequences o f the Prestare on the Money M aríxt, 1837; el veterano detrae- ? tor de las C om Laws J. WíIsod, Flucruartons o f Currency, Commerce and Manufacture; Refe-  } rabie to the C om Laws, 1840, y en Francia, por A. Btanqui (hermano del famoso revoluciona- í rio), en 1837, y M. Briatme, en 1S40. Y sin duda, por muchos más. : 25. E. Baines estimaba en 1835 el Jornal medio de los obreros de lo* u b re s mecánicos ' ; en diez chelines semanales — con dos semanas d e vacaciones sin jornal al sfto— , y el de lo* ! obreros de telares a mano, en siete chelines. 26. Baines, op. cit., p. 441; A. Ure y P. L. Simmonds, The Cotton Manufacture ofG reat Britain, edición de 1861, pp. 390 s$. 27. Geo. While, A Trtotise on Weaving, Glasgow, IS4ó> p. 272. M 28. M. Blaug, «The Producá vi ty of Capital in the Lancashire Cotton lndusory during the ; | Nineteenth Century», Economic History Amen* (abril de 1961). x • LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 49 7 peniques y medio y el margen de beneficio no llegaba a los 4 peniques.® Claro que la situación, general en toda la industria británica —también en la avanzada—, no era del todo pesimista. «Las ganancias son todavía suficientes —escribía el paladín e historiador del algodón en 1835 en un arranque de sinceridad— para permitir una gran acumulación de capital en la manufactura.»30 Como las ventas totales seguían ascendiendo, el total de ingresos ascendía también, aunque la unidad de ganancias fuera menor. Todo lo que se necesitaba era continuar adelante hasta llegar a una expansión astronómica. Sin embargo, parecía que el retroceso de las ganancias tenía que detenerse o al menos atenuarse. Esto sólo podía lograrse reduciendo los costos. Y de todos los costos, el de los jornales —que McCulloch calculaba en tres veces el importe anual del material en bruto— era el que más se podía comprimir. Podía comprimirse por una reducción directa de jornales, por la sustitución de los caros obreros expertos por mecánicos más baratos, y por la competencia de la máquina. Esta última redujo el promedio semanal del jornal de los tejedores manuales en Bolton de 33 chelines en 1795 y 14 en 1815 a 5 chelines y 6 peniques (o, más prácticamente, un ingreso neto de 4 chelines y un penique y medio), en 1829-I834.,t Y los jómales en dinero siguieron disminuyendo en el período posnapoleónico. Pero había un límite fisiológico a tales reducciones, si no se quería que los trabajadores murieran de hambre, como les ocurrió a 500.000 tejedores manuales. Sólo si el costo de la vida descendía, podían descender más allá de ese punto los jómales. Los fabricantes de algodón opinaban que ese costo se mantenía artificialmente elevado por el monopolio de los intereses de los hacendados, agravado por las tremendas tarifas protectoras con las que un Parlamento de terratenientes había envuelto a la agricultura británica después de las guerras: las Com Laws, las leyes de cereales. Lo cual tenía además la desventaja de amenazar el crecimiento esencial de las exportaciones inglesas. Pues si al resto del mundo todavía no industrializado se le impedía vender sus productos agrarios, ¿cómo iba a pagar los productos manufacturados que sólo Gran Bretaña podía y tenía que proporcionarle? Manchester se convirtió en el centro de una desesperada y creciente oposición militante al terratenientismo en general y a las Com Laws en particular y en la espina dorsal de la Liga Anti-Conx Law entre 1838-1846, fecha en que dichas leyes de cereales se abolieron, aunque su abolición no llevó inmediatamente a una baja del coste de la vida, y es dudoso que antes de la época de los ferrocarriles y vapores hubiera podido bajarlo mucho incluso la libre importación de materias alimenticias. Así pues, la industria se veía obligada a mecanizarse (lo que reduciría los costos al reducir el número de obreros), a racionalizarse y a aumentar su producción y sus ventas, sustituyendo por un volumen de pequeños beneficios por unidad la desaparición de los grandes márgenes. Su éxito fue vario. 29. Thoraas EUison. The Conon Trade ofG reat Britain, Londres. 1886. p. 61. 30. Balnes. op. cit., p. 356. 31. BaJnes. op. cii., p. 489. 50 LA ERA DE LA REVOLUCIÓN. 1789-1848 Como hemos visto, el aumento efectivo en producción y exportación fue gigantesco; también, después de 1815, lo fue la mecanización de los oficios hasta entonces manuales o parcialmente mecanizados, sobre todo el de tejedor. Esta mecanización tomó principalmente más bien la forma de una adaptación o ligera modificación de (a maquinaria ya existente que la de una absoluta revolución técnica. Aunque la presión para esta innovación técnica aumentara significativamente —en 1800-1820 hubo 39 patentes nuevas de telares de algodón, etc., 51 en 1820-1830, 86 en 1830-1840 y 156 en la década siguiente— la industria algodonera británica se estabilizó tecnológicamente en 1830. Por otra parte, aunque la producción por operario aumentara en el periodo posnapoleónico, no lo hizo con una amplitud revolucionaria. El verdadero y trascendental aumento de operaciones no ocurriría hasta ia segunda mitad del siglo. Una presión parecida había sobre el tipo de interés del capital, que la teoría contemporánea asimilaba al beneficio. Pero su examen nos lleva a la siguiente fase del desarrollo industrial: la construcción de una industria básica de bienes de producción. rv Es evidente que ninguna economía industrial puede desenvolverse más allá de cierto punto hasta que posee una adecuada capacidad de bienes de producción. Por esto, todavía hoy el índice más seguro del poderío industrial de un país es la cantidad de su producción de hierro y acero. Pero también es evidente que, en las condiciones de la empresa privada, la inversión —sumamente costosa— de capital necesario para ese desarrollo no puede hacerse fácilmente, por las mismas razones que la industrialización ¿ 1 algodón o de otras mercancías de mayor consumo. Para estas últimas, siempre existe —aunque sea en potencia— un mercado masivo: incluso los hombres más modestos llevan camisa, usan ropa de casa y muebles, y comen. El problema es, sencillamente, cómo encontrar con rapidez buenos y vastos mercados al alcance de los fabricantes. Pero semejantes mercados no existen, por ejemplo, para la industria pesada del hierro, pues Sólo empiezan a existir en el transcurso de una Revolución industrial (y no siempre), por lo que aquellos que empican su dinero en las grandes inversiones requeridas incluso para montar fundiciones modestas comparadas con las grandes fábricas de algodón), antes de que ese dinero sea visible, más parecen especuladores, aventureros o soñadores que verdaderos hombres de negocios. En efecto, una secta de tales aventureros especuladores técnicos franceses —los sansimonianos— actuaban como principales propagandistas de la clase de industrialización necesitada de inversiones fuertes y de largo alcance. 32. Ure y Smuneods. op. cit., voJ. I, pp. 317 ss. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 51 Estas desventajas concernían particularmente a la metalurgia, sobre todo a la d d hierro. Su capacidad aumentó, gracias a unas pocas y sencillas innovaciones, como la pudelación y el laminado en ia década de 1780-1790, pero la demanda no militar era relativamente modesta, y la militar, aunque abundante gracias a una sucesión de guerras entre 1756 y 1815, remitió mucho después de Waterloo. Desde luego no era lo bastante grande para convertir a Oran Bretaña en un país que descollara en la producción de hierro. En 1790 superaba a Francia sólo en un 40 por 100, sobre poco más o menos, e incluso en 1800 su producción total era menos de la mitad de toda la continental junta, y no pasaba del cuarto de millón de toneladas. La participación inglesa en la producción mundial de hierro tendería a disminuir en las próximas décadas. Afortunadamente no ocurría lo mismo con la minería» que era principalmente la de carbón. El carbón tenía la ventaja de ser no sólo la mayor fuente de poderío industria] del siglo xtx, sino también el más importante combustible doméstico, gracias sobre todo a la relativa escasez de bosques en Oran Bretaña. El crecimiento de las ciudades (y especialmente el de Londres) había hecho que la explotación de las minas de carbón se extendiera rápidamente desde el siglo xvi. A principios del siglo xvm, era sustancialmente una primitiva industria moderna, empleando incluso las más antiguas máquinas de vapor (inventadas para fines similares en la minería de metales no ferrosos, principalmente en Comualles) para sondeos y extracciones. De aquí que la industria carbonífera apenas necesitara o experimentara una gran revolución técnica en el período a que nos referimos. Sus innovaciones fueron más bien mejoras que verdaderas transformaciones en la producción. Pero su capacidad era ya inmensa y, a escala mundial, astronómica. En 1800, Gran Bretaña produjo unos diez millones de toneladas de carbón, casi el 90 por 100 de la producción mundial. Su más próximo competidor —Francia— produjo menos de un millón. Esta inmensa industria, aunque probablemente no lo bastante desarrollada para una verdadera industrialización masiva a moderna escala, era lo suficientemente amplia para estimular la invención básica que iba a transformar a las principales industrias de mercancías: el ferrocarril. Las minas no sólo requerían máquinas de vapor en grandes cantidades y de gran potencia para su explotación, sino también unos eficientes medios de transporte para trasladar las grandes cantidades de carbón desde las galerías a la bocamina y especialmente desde ésta al puntó de embarque. Ei «tranvía» o «ferrocarril» por él que corrieran las vagonetas era una respuesta evidente. Impulsar esas vagonetas por máquinas fijas era tentador; impulsarlas por máquinas móviles no parecía demasiado impracticable. Por otra parte, el coste de los transportes por tierra de mercancías voluminosas era tan alto, que resultaba facilísimo convencer a los propietarios de minas carboníferas en el interior de que 1a utilización de esos rápidos medios de transporte sería enormemente ventajosa para ellos. La línea férrea desde la zona minera interior de Durham hasta la costa (Stockton-Darlington, 1825) fue la primera de los modernos ferro- 52 LA £RA DE LA REVOLUCIÓN. 1789-1848 caniles. Técnicamente, el ferrocarril es el hijo de la mina, y especialmente de las minas de carbón del norte de Inglaterra. George Stepbenson empezó a ganarse ia vida como maquinista en lyneside, y durante varios años todos los conductores de locomotoras se reclutaban virtualmente en sus respectivas zonas mineras. Ninguna de las innovaciones de la Revolución industrial encendería las imaginaciones como el ferrocarril, como lo demuestra el hecho de que es el único producto de la industrialización del siglo xdc plenamente absorbido por la fantasía de los poetas populares y literarios. Apenas se demostró en Inglaterra que era factible y útil (1825-1830), se hicieron proyectos para construirlo en casi todo el mundo occidental, aunque su ejecución se aplazara en muchos sitios. Las primeras líneas cortas se abrieron en los Estados Unidos en 1827, en Francia en 1828 y 1835, en Alemania y Bélgica en 1835 y en Rusia en 1837. La razón era indudablemente que ningún otro invento revelaba tan dramáticamente al hombre profano la fuerza y la velocidad de la nueva época; revelación aún más sorprendente por la notable madurez técnica que demostraban incluso los primeros ferrocarriles, (Velocidades de sesenta millas a la hora, por ejemplo, eran perfectamente alcanzables en 1830-1840 y no fueron superadas por los ferrocarriles de vapor posteriores.) La locomotora lanzando al viento sus penachos de humo a través de países y continentes, los terraplenes y túneles, los puentes y estaciones, formaban un colosal coryunto, al lado deí cual las pirámides, los acueductos romanos e incluso la Gran Muralla de la China resultaban pálidos y provincianos. El ferrocarril constituía el gran triunfo del hombre por medio de la técnica. Desde un punto de vista económico, su gran coste era su principal ventaja. Sin duda su capacidad para abrir caminos hacia países antes separados del comercio mundial por el alto precio de los transpones, el gran aumento en la velocidad y el volumen de las comunicaciones terrestres, tanto para personas como para mercancías, iban a ser a la larga de la mayor importancia. Antes de 1848 eran menos importantes económicamente: fuera de Gran Bretaña porque los ferrocarriles eran escasos; en Gran Bretaña, porque por razones geográficas los problemas de transporte eran menores que en los países con grandes extensiones de tierras interiores.11 Pero desde el punto de vista del que estudia el desarrollo económico, el inmenso apetito de los ferrocarriles, apetito de hierro y acero, de carbón y maquinaria pesada, de trabajo e inversiones de capital, fue más importante en esta etapa. Aquella enorme demanda era necesaria para que las grandes industrias se transfórtúarar. tan profundamente como lo había hecho la del algodón. En las dos primeras décadas del ferrocarril (1830-1850), la producción de hierro en Gran Breta ña ascendió de 680.000 a 2.250.000 toneladas, es decir, se triplicó. También se triplicó en aquellos veinte años —de 15 a 49 millones de toneladas— la 33. Ningún pumo de Gran Bretaña dista m is de 70 millas del mar. y todas las principales zonas industriales de] siglo xix, con una sola excepq£n. estaban jum o al mar o el mar eré fácilmente akanzado desde ellas. producción de carbón. Este impresionante aumento se debía principalmente gj tendido de las vías, pues cada milla de línea requería unas 300 toneladas de hierro sólo para los raíles.14 Los avances industriales que por primera vez •J'gri- hicieron posible esta masiva producción de acero prosiguieron naturalmente en las sucesivas décadas. La razón de esta súbita, inmensa y esencial expansión estriba en la pasión. 'ífó i aparentemente irracional, con la que los hombres de negocios y los inversionistas se lanzaron a la construcción de ferrocarriles. En 1830 había escasa- : mente unas decenas de millas de vías férreas en todo el mundo, casi todas en la línea de Liverpool a Manchester. En 1840 pasaban de las 4.500 y en 1850 ; ~ de las 23.500. La mayor pane de ellas fueron proyectadas en unas cuantas llamaradas de frenesí especulativo, conocidas por las «locuras del ferrocarril» de 1835-1837, y especialmente de 1844-1847; casi todas se construyeron en gran paite con capital británico, hierro británico y máquinas y técnicos británicos.13 Inversiones tan descomunales parecen irrazonables, porque en realidad pocos ferrocarriles eran mucho más provechosos para el inversionista que otros negocios o empresas; la mayor parte proporcionaban modestos beneficios y algunos absolutamente ninguno: en 1855 el interés medio del capital invertido en los ferrocarriles británicos era de un 3,7 por 100. Sin duda los promotores, especuladores, etc., obtenían beneficios mucho mayores, pero el inversionista comente no pasaba de ese pequeño tanto por ciento. Y. sin embargo, en 1840 se habían invertido ilusionadamente en ferrocarriles 28 millones de libras esterlinas, y 240 millones en 1850.* ¿Por qué? El hecho fundamental en Inglaterra en las dos primeras generaciones de la Revolución industrial fue que las clases ricas acumularon rentas tan deprisa y en tan grandes cantidades que excedían a toda posibilidad de gastarlas e invertirlas. (El superávit invertible en 1840-1850 se calcula en 60 millones de libras esterlinas.)” Sin duda las sociedades feudal y aristocrá tica se lanzaron a malgastar una gran parte de esas rentas en una vida de libertinaje, lujosísimas construcciones y otras actividades antieconómicas.1* Así, el sexto duque de Devonshire, cuya renta normal era principesca, llegó a dejar a su heredero, a mediados del siglo xrx, un millón de libras de deudas, que ese heredero pudo pagar pidiendo prestado millón y medio y dedicándose a explotar sus ñucas.” Pero el conjunto de la clase media, que formaba el núcleo A L A REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 53 34. J. H. Clapham, An Economic Hlstory o f M odtm Britain, 1926 pp. 427 sv; MuIhalL op. cit.. pp. 121 y 332; M. Robbins. T ht Ratlway Age. 1962, pp. 30-31. 35. En 1840, uo terd o del capital de los ferrocarriles franceses e n inglés (Rondo E. Cameroo, Franee and the Economic Devclopnunr o f Europe 1800-1914, 1961, p. 77). 36. Mulhall, op. cit.. pp. 497 y 501. 37. L. H. Jenks. The Migraiion o f Britlsh Capital to 1875, Nueva York y Londres, 1927, p. 126. 38. Claro está que tales gastos um bién estimulaban la economía, pero de una maneta Ineficaz y on un sentido completamente contrario al del desarrollo industrial. 39. D. Spring, «The Engtisb Landed Estate in the Age o f Coal and Iron». Journal c f Economic History, XI. I (1951). 54 LA ERA DE LA REVOLUCIÓN. 1789-1848 principal de inversionistas, era ahorrativo más bien que derrochador, aunque en 1840 había muchos síntomas de que se sentía lo suficientemente rico para gastar tanto como invertía. Sus mujeres empezaron a convertirse en «damas» instruidas por los manuales de etiqueta que se multiplicaron en aquella época; empezaron a construir sus capillas ea pomposos y costosos estilos, c incluso comenzaron a celebrar su gloria colectiva construyendo esos horribles ayuntamientos y otras monstruosidades civiles, imitaciones góticas o renacentistas, cuyo costo exacto y napoleónico registraban con orgullo los cronistas municipales.40 Una sociedad moderna próspera o socialista no habría dudado en emplear algunas de aquellas vastas sumas en instituciones sociales. Pero en nuestro período nada era menos probable. Virtualmente libres de impuestos, las clases medias continuaban acumulando riqueza en medio de una población hambrienta, cuya hambre era la contrapartida de aquella acumulación. Y como no eran patanes que se conformaran con emplear sus ahorros en medias de lana u objetos dorados, tenían que encontrar mejor destino para ellos. Pero ¿dónde? Existían industrias, desde luego, pero insuficientes para absorber más de una parte del superávit disponible para inversiones: aun suponiendo que el volumen de la industria algodonera se duplicase, el capital necesario absorbería sólo una fracción de ese superávit. Era precisa, pues, una esponja lo bastante capaz para recogerlo todo.41 Las inversiones en el extranjero eran una magnífica posibilidad. El resto del mundo —principalmente los viejos gobiernos, que trataban de recobrarse de las guerras napoleónicas, y los nuevos, solicitando préstamos con su habitual prisa y abandono para propósitos indefinidos— sentía avidez de ilimitados empréstitos. El capital británico estaba dispuesto al préstamo. Pero, ¡ay!, los empréstitos suramericanos que parecieron tan prometedores en la década de 1820-1830, y los norteamericanos en la siguiente, no tardaron en convertirse en papeles mojados: de veinticinco empréstitos a gobiernos extranjeros concertados entre 1818 y 1831, dieciséis (que representaban más de la mitad de los 42 millones de libras esterlinas invenidos en ellos) resultaron un fracaso. En teoría, dichos empréstitos deberían haber rentado a los inversionistas del 7 al 9 por 100, pero en 1831 sólo percibieron un 3,1 por 100. ¿Quién no se desanimaría con experiencias como la de los empréstitos griegos al 5 por 100 de 1824 y 1825 que no empezaron a pagar intereses hasta 1870?* Por lo tanto, es natural que el capital invenido en el extranjero en los auges especulativos de 1825 y 1835-1837 buscara un empleo menos decepcionante. 40. Algunas ciudades con tradición» dieciochescas nunca cesaron de erigir edificios públicos; pero las nuevas metrópolis típicamente industriales, como Bolton. en Laocashire, no construyeron edificios utilitarios de importancia antes de 1847-1848 (J. Clegg. A Ch/onological History o f Bohcn, IS76). 41. El capital total — maquinaria y trabajo— de la industria algodone» era estimado por McCulloch en 34 millones de libras esterlinas eo 1833. y en 47 millones en 1845. 42. Albert M. Imlah. «British Balance o f Payments and Expon of Capital I8I6'1913», Economic Hisiory Revlew, V. 2 (1952), p. 24. * LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 55 John Francis, reflexionando sobre el frenesí de 1815, hablaba del hombre rico «que vislumbraba la acumulación de riqueza —la cual, con una población industrial, siempre supera los modos ordinarios de inversión— empleada legítima y justamente ... Veía el dinero que en su juventud había sido empleado en empréstitos de guerra y en su madurez malgastado en las minas suram&ricanas, construyendo caminos, empleando trabajadores y aumentando los negocios. La absorción de capital (por los ferrocarriles) fue una absorción aunque infructuosa, al menos dentro del país que lo producía. A diferencia de las minas y los empréstitos extranjeros (los ferrocarriles), no podían gastarse o desvalorizarse absolutamente».41 Si ese capital hubiese podido encontrar otras formas de inversión dentro del país —por ejemplo, en edificaciones—. es una pregunta puramente académica, cuya respuesta es dudosa. En realidad encontró los ferrocarriles, cuya creación rapidísima y en gran escala no hubiera sido posible sin ese torrente de dinero invertido en ellos, especialmente a mediados de la década 1830-1840. Lo cual fue una feliz coyuntura, ya que los ferrocarriles lograron resolver virtualmente y de una vez todos los problemas del crecimiento económico. V Investigar el impulso para la industrialización constituye sólo una parte de la tarea del historiador. La otra es estudiar la movilización y el despliegue de los recursos económicos, la adaptación de la economía y la sociedad exigida para mantener la nueva y revolucionaria ruta. El primer factor, y quizá el más crucial que hubo de movilizarse y desplegarse, fue el trabajo, pues una economía industrial significa una violenta y proporcionada disminución en la población agrícola (rural) y un aumento paralelo en la no agrícola (urbana), y casi seguramente (como ocurrió en la época a que nos referimos) un rápido aumento general de toda la población. Lo cual implica también un brusco aumento en el suministro de alimentos, principalmente agrarios: es decir, «una revolución agrícola».44 El gran crecimiento de las ciudades y pueblos no agrícolas en Inglaterra había estimulado naturalmente mucho la agricultura, la cual es, por fortuna, tan ineficaz en sus formas preindustriales que algunos pequeños progresos —una pequeña atención racional a la crianza de animales, rotación de cultivos, abonos, instalación de granjas o siembra de nuevas semillas— puede 43. John Francis. A History o f the Engiish Railway, 1851, II, p. 136. Véase también H. Tuck. The Ratlway Shareholder's Manual. 7.* ed.. 1846. prefacio, y T. Tookc, History o f Prices. II. pp. 275. 333 y 334. para la presión de los excedentes acumulados de Lancashire en ios ferrocarriles. 44. Antes de la época del ferrocarril y los buques de vapor —o sea. antes dol final de nuestro período— . la posibilidad de importar grandes cantidades de alimentos del extranjero era limiuda. aunque Inglaterra venía siendo una neta importadora desde 1780. 56 LA ERA DB LA REVOLUCIÓN. 1789-1848 producir resultados insospechados. Esc cambio agrícola había precedido a Revolución industrial haciendo posibles los primeros pasos del rápido aumenté de población, por lo que el impulso siguió «delante, aunque el campo britá nico padeciera mucho con la baja que se produjo en los precios anormal mente elevados durante las guerras napoleónicas. En términos de tecnologá e inversión de capitales, los cambios del período aquí estudiado fueron pros bablemente de una razonable modestia hasta 1840-1850, década en la cual 1* ciencia agronómica y la ingeniería alcanzaron su mayoría de edad. El gnujl aumento de producción que permitió a la agricultura británica en 1830*I84qI proporcionar el 98 por 100 de la alimentacióo a una población entre dos y | tres veces mayor que la de mediados del siglo xvin/* se alcanzó gracias a adopción general de métodos descubiertos a principios del siglo anterior par^ la racionalización y expansión de las áreas de cultivo. | Pero todo ello se logró por una transformación social más bien que téc-jí nica: por la liquidación de los cultivos comunales medievales con su campof abierto y pastos comunes (el «movimiento de cercados»), de la petulancia de|g£ la agricultura campesina y de las caducas actitudes anticomercíales respecto!*» a la tierra. Gracias a la evolución preparatoria de los siglos xvi a xviu, e su í i única solución radical del problema agrario, que hizo de Inglaterra un país de ¿ ! escasos grandes terratenientes, de un moderado número de arrendatarios rura- 1 Ies y de muchos labradores jornaleros, se consiguió con un mínimum de per- < \ turbaciones, aunque intermitentemente se opusieran a ella no sólo las desdi- i ' chadas clases pobres del campo, sino también la tradicionaltsia clase media; [ rural. El «sistema Speenhámland» de modestos socorros, adoptado espontá- f l neamente por los hacendados en varios condados durante y después del año I de hambre de 1795, ha sido considerado como el último intento sistemático de salvaguardar a la vieja sociedad rural del desgaste de los pagos al contado | Las Com Laws con las que los intereses agrarios trataban de proteger ia £ labranza contra la crisis que siguió a 1815, a despecho de toda ortodoxia eco- .$ nómica, fueron también en parte un manifiesto contra la tendencia a tratar la ;• agricultura como una industria cualquiera y juzgarla sólo con un criterio de ; ■■ lucro. Pero no pasaron de ser acciones de retaguardia contra la introducción r final del capitalismo en el campo y acabaron siendo derrotadas por el radical' ; avance de la ola de la clase media a paitir de 1830. por la nueva ley de ) pobres de 1834 y por la abolición de las Com Laws en 1846. En términos de productividad económica, esta transformación social fue % un éxito inmenso; en términos de sufrimiento humano, una tragedia, aumentada por la depresión agrícola que después de 1815 redujo al pobre rural a la [ miseria más desmoralizadora. A partir de 1800, incluso un paladín tan en tu- £ siasta del movimiento de cercados y el progreso agrícola como Arthur Young, p 45. MulhaJl, op. cit., p. 14. 46. Según ese sistema, al pobre debía garantizársele, si era necesario, un jornal vital mediante subsidios proporcionados. Aunque bien intencionado, el sistema produjo una mayor depauperación que antes. ¡ \ LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 57 ¿ s o r p r e n d i ó por sus efectos sociales.47 Pero desde el punto de vista de la Sjústrialización también tuvo consecuencias deseables, pues una economía 'industrial necesita trabajadores, y ¿de dónde podía obtenerlos sino del sector antes no industrial? La población rural en el país o, en forma de inmigración (sobre todo irlandesa), en el extranjero, fueron las principales fuentes abier- üá'por los diversos pequeños productores y trabajadores pobres.** Los hombres debieron de verse atraídos hacia las nuevas ocupaciones, o, si —como es lo más probable— se mantuvieron en un principio inmunes a esa atracción ¿¿poco propicios a abandonar sus tradicionales medios de vida,* obligados a aceptarlas. El afán de liberarse de la injusticia económica y social era el estímulo más efectivo, al que se añadían los altos salarios en dinero y la mayor libertad de las ciudades. Por diferentes razones, las fuerzas que tendían a captar a los hombres desprendidos de su asidero histérico-social, eran todavía relativamente débiles en nuestro periodo comparadas con las de la segunda mitad del siglo XIX. Será necesaria una verdadera y sensacional catástrofe. como la del hambre en Irlanda, para producir una emigración en masa (millón y medio de habitantes de una población total de ocho y medio en 1835-1850) que se hizo corriente después de 1850. Sin embargo, dichas fuerzas eran más potentes en Inglaterra que en otras partes. De lo contrario, el desarrollo industrial británico hubiera sido tan difícil como lo fue en Francia por la estabilidad y relativo bienestar de su clase campesina y de la pequeña burguesía, que privaban a la industria del aumento de trabajadores requerido.*0 Una cosa era adquirir un número suficiente de trabajadores, y otra adquirir una mano de obra experta y eficaz. La experiencia del siglo xx ha demostrado que este problema es tan crucial como difícil de resolver. En primer lugar rodo trabajador tiene que aprender a trabajar de una manera conveniente para la industria, por ejemplo, con arreglo a un ritmo diario ininterrumpido, completamente diferente del de las estaciones en el campo, o el del taller manual del artesano independiente. También tiene que aprender a adaptarse a los estímulos pecuniarios. Los patronos ingleses entonces, como ahora los surafricanos, se quejaban constantemente de la «indolencia» del trabajador o de su tendencia a trabajar hasta alcanzar el tradicional salario 47. Annals o f Agrie., XXXVI, p. 214. 48. Alguno* sostienen que el aumento de trabajo no procedía de tal traspaso, sino del aumento de la población total, que. eomo sabemos, fue muy rápido. Pero eso no es cieno. En una economía industrial no sólo eJ mi mero, sino la proporción de la faen a de trabajo no agrana debe crecer exorbitantemente. Esto significa que hombrea y mujeres que de otro modo habrían permanecido en las aldeas y vivido como sus antepasados, debieron cambiar de alguna forma su manera de vivir, puc* las ciudades progresaban más deprisa de su ritmo natural de crecimiento, que en algún caso tendía normalmente a ser inferior al de tos pueblos. Y esto es «sí. ya disminuya realmente la población agraria, mantenga su número o incluso lo aumente. 49. Wilbert Moorc. tndustridUation and Labour, Cotnell, 1951. 50. Alternativamente, Inglatetta. como los Estados Unidos, tuvo que acudir a una inmigración masiva. En realidad lo hizo en paite con la inmigración irlandesa. 58 LA ERA DE LA REVOLUCION. 1789-1848 semanal y luego detenerse. La solución se encontró estableciendo una disciplina laboral draconiana {en un código de patronos y obreros que inclinaba la ley del lado de los primeros, etc.), pero sobre todo en la práctica —donde era posible— de retribuir tan escasamente al trabajador que éste necesitaba trabajar intensamente toda la semana para alcanzar unos salarios mínimos (véanse pp. 203-204). En las fábricas, en donde el problema de la disciplina laboral era más urgente, se consideró a veces más conveniente el empleo de : mujeres y niños, más dúctiles y baratos que los hombres, hasta el punto de que en los telares algodoneros de Inglaterra, entre 1834 y 1847, una cuarta 1 parte de los trabajadores eran varones adultos, más de la mitad mujeres y chicas y el resto muchachos menores de dieciocho años.51 Otro procedimiento para asegurar la disciplina laboral, que refleja la pequeña escala y el lento proceso de la industrialización en aquella primera fase, fue el subcontrato o la práctica de hacer de los trabajadores expertos los verdaderos patronos de sus inexpertos auxiliares. En la industria del algodón, por ejemplo, unos dos tercios de muchachos y un tercio de muchachas estaban «a las órdenes directas de otros obreros» y, por tanto, más estrechamente vigilados, y, fuera de jj las fábricas propiamente dichas, esta modalidad estaba todavía más extendí- }. da. El «subpatrono» tenía desde luego un interés financiero directo en que > sus operarios alquilados no flaqueasen. * Era más bien difícil reclutar o entrenar a un número suficiente de obreros expertos o preparados técnicamente, pues pocos de los procedimientos prcindustríales eran utilizados en. la moderna industria, aunque muchos ofi- > cios. como el de la construcción, seguían en la práctica sin cambiar. Por for- f tuna, la lenta industrialización de Gran Bretaña en los siglos anteriores a 1789 había conseguido un considerable progreso mecánico tanto en la técnica textil como en la metalúrgica. Del mismo modo que en el continente el cerrajero, uno de los pocos artesanos que realizaban un trabajo de precisión con los metales, se convirtió en el antepasado del constructor de máquinas al que algunas veces dio nombre, en Inglaterra, el constructor de molinos lo fue del «ingeniero» u «hombre de ingenios» (frecuente en la minería). No es casualidad que la palabra inglesa «ingeniero» se aplique lo mismo al metalúrgico experto que al inventor y al proyectista, ya que la mayor parte de los altos técnicos fueron reclutados entre aquellos hombres seguros y expertos en mecánica. De hecho, la industrialización británica descansó sobre aquella inesperada aportación de los grandes expertos, con los que no contaba el industrialismo continental. Lo cual explica el sorprendente desdén británico por la educación general y técnica, que habría de pagar caro más tarde. Junto a tales problemas de provisión de mano de obra, el de la provisión de capital carecía de importancia. A diferencia de la mayor parte de los otros países europeos, no hubo en Inglaterra una disminución de capital inmediatamente mvertible. La gran dificultad consistía en que la mayor parte de quie- 21. Biaug, loe. cit.. p. 368. Sin embargo, el número de nifios menores de 13 aAos disminuyó notablemente ende 1830 y 1840. * LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 59 nes poseían riquezas en el siglo xvm —terratenientes, mercaderes, armadores, financieros, etc.— eran reacios a invertirlas en las nuevas industrias, que oor eso empezaron a menudo con pequeños ahorros o préstamos y se desenvolvieron con la utilización de los beneficios. Lo exiguo del capital local hizo a los primeros industriales —en especial a los autoformados— más duros, tacaños y codiciosos, y, por tanto, más explotados a sus obreros; pero esto refleja el imperfecto fluir de las inversiones nacionales y no su insuficiencia. Por otra parte, el rico siglo xvm estaba preparado para emplear su dinero en ciertas empresas beneficiosas para la industrialización, sobre todo en transportes (canales, muelles, caminos y más tarde también ferrocarriles) y en minas, de las que los propietarios obtenían rentas incluso cuando no las explotaban directamente.” Tampoco había dificultades respecto a la técnica del comercio y las finanzas, privadas o públicas. Los bancos, los billetes de banco, las letras de cambio, las acciones y obligaciones, las modalidades del comercio exterior y al por mayor, etc., eran cosas bien conocidas y numerosos los hombres que podían manejarlas o aprender a hacerlo. Además, a finales del siglo xvm, la política gubernamental estaba fuertemente enlazada a ia supremacía de los negocios. Las viejas disposiciones contrarias (como la del código social de los Tudor) hacía tiempo que habían caído en desuso, siendo al fin abolidas —excepto en lo que concernía a la agricultura— en 1813-1835. En teoría, las leyes e instituciones financieras o comerciales de Inglaterra eran torpes y parecían dictadas más para dificultar que para favorecer el desarrollo económico; por ejemplo, exigía costosas «actas privadas» del Parlamento cada vez que un grupo de personas deseaba constituir una sociedad o compañía anónima. La Revolución francesa proporcionó a los franceses —y a través de su influencia, al resto del continente— una maquinaria legal más racional y efectiva para tales finalidades. Pero en la práctica, los ingleses se las arreglaban perfectamente bien y con frecuencia mucho mejor que sus rivales. De esta manera casual, improvisada y empírica se formó la primera gran economía industrial. Según los patrones modernos era pequeña y arcaica, y su arcaísmo sigue imperando hoy en Gran Bretaña. Para los de 1848 era monumental, aunque sorprendente y desagradable, pues sus nuevas ciudades eran más feas, su proletariado menos feliz que el de otras partes,” y la niebla y el humo que enviciaban la atmósfera respirada por aquellas pálidas muchedumbres disgustaban a los visitantes extranjeros. Pero suponía la fuerza de un millón de caballos en sus máquinas de vapor, se convertía en más de dos millones de yardas de tela de algodón por año, en más de diecisiete millones de husos mecánicos, extraía casi cincuenta millones de toneladas de carbón, importaba y exportaba toda clase de productos por valor de ciento 52. En muchos puntos del continente, tales derechos mineros eran prerrogativa d d Estado. 53. «En conjunto, le condición de las clase* trabajadores parece evidentemente peor, en 1830-1848, en Inglaterra que en Francia», «firma un historiador moderno (H. Sée. Histotrt ¿conomique de la Fmnce. voL II. p. 189 n.). 60 LAi ERA DE LA REVOLUCIÓN. 1789-1848 setenta millones de libras esterlinas anuales. Su comercio era el doble que el de Francia, su más próxima competidora: ya en 1780 la había superado. Su consumo de algodón era dos veces el de los Estados Unidos y cuatro el de Francia. Producía más de la mitad del total de lingotes de hierro del mundo desarrollado económicamente, y utilizaba dos veces más por habitante que el país próximo más industrializado (Bélgica), tres veces más que los Estados* Unidos y sobre cuatro veces más que Francia. Entre los doscientos y trescientos millones de capital británico invertido —una cuarta parte en los Estados Unidos, casi una quinta parte en América Latina— , le devolvían dividendos e intereses de todas las partes del mundo.54 Oran Bretaña era, en efecto, «el taller del mundo». Y tanto Gran Bretaña como el mundo sabían que la Revolución industrial, iniciada en aquellas islas por y a través de los comerciantes y empresarios cuya única ley era comprar en el mercado más barato y vender sin restricción en el más caro, estaba transformando al mundo. Nadie podía detenerla en este camino. Los dioses y los reyes del pasado estaban inermes ante tos hombres de negocios y las máquinas de vapor del presente

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