Asombroso Sartre
Enviado por elledios • 16 de Febrero de 2012 • 2.712 Palabras (11 Páginas) • 679 Visitas
“Empezaba a descubrirme a mí mismo. Yo no era casi nada, a lo sumo una actividad sin contenido”, anota Jean-Paul Sartre en Las palabras (1963), su autobiografía infantil. Es decir, el jovencito Sartre sólo era existencia, puro devenir sin esencia previa, algo que estaba por formarse. ¿Y a quién debía esa presencia en el mundo? El propio autor revela un dato muy conocido y que bien podría tomarse como un hecho clave de su psicoanálisis existencial: “era huérfano de padre”, en el sentido literal y en el sentido propiamente simbólico. Sartre se educó con su abuelo, pero sobre todo creía no deberle la vida (esa existencia, ese devenir) a nadie: no hay un padre que nos invista o que nos constituya, pues la actividad de vivir, de formarse, es una tarea exclusiva de cada uno, de cada solitario que llega al mundo y que debe consumar su propia obra. “Hijo de nadie, fui yo mismo mi propia causa, colmo de orgullo y colmo de miseria”, confiesa ufano. Y esa actividad que lo constituye empezó bien pronto expresándose mediante la escritura. “Nací de la escritura: antes de ella, no había sino un juego de espejos; desde que escribí mi primera novela, supe que un niño se había introducido en la sala de los espejos. Escribiendo, existía, escapaba de las personas mayores; pero únicamente existía para escribir, y si decía ‘yo’, eso significaba ‘yo que escribo’. Comoquiera que fuera, conocía la felicidad”. Fue, en efecto, la felicidad de escribir, de derramarse con la letra, lo que le formó desde niño: un Sartre que bien pronto, aún jovencito, se debatirá constantemente entre la conciencia de “mi insignificancia” y la evidencia personal de ser el “autor de futuras obras maestras”.
Y una de esas obras maestras fue La náusea (1938), aquella novela en la que el protagonista, Antoine Roquentin, sólo es un historiador en provincias, un historiador que arrastra la nada que lo forma sin saber diagnosticar esa dolencia inespecífica. Su propia investigación lo ata al pasado y le hace deudor de los predecesores: investiga a un personaje histórico de otro tiempo, recolecta documentación sobre el marqués de Rollebon. En La náusea, la clave narrativa se expresa mediante el género del diario, el dietario de Roquentin, un texto en el que el devenir se escribe conforme la existencia se vive... “Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos”, como haría un cronista: atribuyéndoles significado, pensándolos como conceptos, aplicándoles “nombres genéricos, como Ambición, Interés”. Pero la anotación hecha sobre ese dietario acabará siendo una convulsión y ese orden conceptual se le desmoronará, como se le caerá la estabilidad de la cosas que, efectivamente, no ve y no puede registrar. ¿Para qué seguir, pues?
...“al crear al hombre que queremos ser”, dice en El existencialismo, implicamos a la humanidad en su conjunto, definimos un tipo especial de individuo y de relaciones. Nada menos. El ser humano es, de esa manera, un recién llegado que se guía a sí mismo a partir de los modelos de excelencia que la historia le da y que él aplicará con mayor o menor acierto. No hay Dios ni amo y la angustia del ateísmo consciente se compensa con el goce de la indeterminación, con la lucha contra la fatalidad, en un proceso de autocreación intersubjetiva en el que el tú queda implicado
Es en ese momento, hacia el final de la novela, cuando este historiador renunciará a la investigación y al diario, a la pesquisa documental, a la crónica y a la atribución de sentido. Renuncia a todo eso y a la vida de provincia para crear de verdad, para inventar un ser en una novela, en una ficción: por tanto carente de existencia, justamente. La pura ideación imaginaria es existencia, no esencia: escribir algo totalmente inventado. “Tendría que ser un libro; no sé hacer otra cosa. Pero no un libro de historia; la historia habla de lo que ha existido, un existente jamás puede justificar la existencia de otro existente”, pues ni siquiera un padre puede justificar la existencia de ese otro existente que es el hijo. Tampoco lo contrario. “Mi error era querer resucitar al marqués de Rollebon”. Se trataría, en efecto, de escribir “otra clase de libro” y no un diario como el que ha llevado. “No sé muy bien cuál, pero habría que adivinar, detrás de las palabras impresas, detrás de las páginas, algo que no existiera, que estuviera por encima de la existencia”, algo que careciera de referente externo, que careciera de concepto, que no pudiera revertirse sobre el mundo real.
La torrencial escritura de Sartre, alguien que frecuentó a lo largo de su vida prácticamente todos los géneros, de ficción o ensayísticos, es la consecuencia de aquella necesidad infantil, según él mismo admitió, el resultado de esa testarudez con la que quiso hacerse a sí mismo, como huérfano de una paternidad originaria, como ese ser que emprende una actividad incesante para evitar el vacío, el hueco, el abismo de la no existencia, de la finitud, de la muerte. En muchas obras expresó directa o indirectamente esa ‘pulsión’, esa necesidad infantil, pero tal vez en ningún texto lo supo decir mejor que en aquella charla impartida en el Club Maintenant de París en 1945, la conferencia que inauguró simbólicamente una época, la de la reconstrucción de posguerra. En El existencialismo es un humanismo, Sartre confesaba no ser pesimista, pese a las acusaciones que ya se habían hecho al autor de ‘La naúsea’. Según se veía a sí mismo, era un escritor que declaraba su fe en la capacidad creadora de los jóvenes. Ser joven no era, sin más, un estado de carencia que resolviese la edad. Ser joven era reconocer el presente como un espacio de posibilidades, sin pertenencias definitivas, sin herencias onerosas, sin un patrimonio que defender. Los muchachos, aquellos muchachos descritos por Sartre hablando en clave de sí mismo, han de manifestarse con agravio e insolencia: se elevarán con vehemencia frente a sus mayores y reclamarán su lugar en el mundo, sin tener que ser custodios del padre ausente o presente, del linaje o de la tradición. Si la existencia precede a la esencia, entonces no hay vínculo irrevocable que me ate ni dato previo. Hay la voluntad de componerme, de rehacerme contrariando, incluso, lo que los mayores esperaban de mí. Haré de mí “un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto”, leemos en El existencialismo es un humanismo. ¿Por qué razón? Porque “el hombre no es otra cosa que lo que él se hace (...), un proyecto que se vive subjetivamente”. En ese caso, pues, “si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de
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