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FEROZ CABECILLA


Enviado por   •  8 de Diciembre de 2013  •  4.364 Palabras (18 Páginas)  •  334 Visitas

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EL FEROZ CABECILLA

Rafael F. Muñoz

Por la llanura silenciosa, de tierra blanca y suelta, manchada a trechos del verde oscuro de los mezquites, caminaba bajo el sol ardiente del verano una caravana extraña; diez o doce hombres cubiertos de polvo, andrajosos, jadeantes, arrastrando los pies, tiraban de varios animales, caballos y mulas, también sudorosos, cubiertos de polvo blanco, manchados de sangre; sobre los animales, un cargamento espantable: moribundos.

Aquellos hombres eran rebeldes; campesinos que luchaban por la posesión de sus tierras; acababan de combatir por tres días, defendiéndose con sus armas viejas, en la sierra donde se habían refugiado, de los batallones compactos, los regimientos veloces y la artillería implacable; habían sido vencidos y dispersos y, horas antes, cuando la mañana comenzaba a teñirse de gris, aquel grupo de supervivientes comenzó su jornada por el desierto árido y ardiente; iba como jefe un mocetón enorme, calzado con altas mitazas y cubierto con guayabera de lino, bajo la cual se dibujaban dos pistolas descomunales; era él quien había obligado a los que podían tenerse en pie, a subir sobre los lomos de sus caballos y sus mulas a unos cuantos heridos, víctimas de la certera artillería que barrió con metralla las laderas de la sierra; no debían abandonarlos ahí, para que los “changos” los remataran a la bayoneta, y los llevaban sin saber ni a dónde, lentamente, al paso de los animales fatigados.

El jefe iba a caballo, al final de la silenciosa columna, volviendo de cuando en cuando lavista hacia la serranía azul donde había sido el desastre.

-Jálenle, muchachos; si .no, nos alcanzan; pa’ la noche ya .no habrá peligro…

Los infantes se pasaban una botella con agua tibia, mojaban los labios, y seguían su camino sin decir palabra; de cuando en cuando alguno de los fardos que iban en los lomos de las cabalgaduras gemía dolorosamente, hacía fuertes movimientos como tratando de desasirse de las ligaduras que lo mantenían fijo, y dejaba manchas rojas en la tierra suelta de la llanura inmensa; los que iban a pie callaban, callaban; casi al final de la caravana iba sobre una mula un bulto extraño: era la mitad de un hombre metida en un costal y amarrada por fuera con gruesos lazos; no asomaban del costal sino una cabeza sucia y melenuda y dos brazos cubiertos de harapos; lo demás era sólo un tronco al que una bala de cañón había arrancado las piernas. En plena batalla otros rebeldes metieron al herido en un saco, y con sus cobijas bien ceñidas lograron contener un poco la tremenda hemorragia; el herido tenía fiebre y deliraba incoherencias en voz alta; la monotonía de su voz impacientaba de vez en cuando al infante que tiraba de la mula.

-Cállate, loco.. .

Al mediodía se acabó el agua de la botella; los hombres caminaban lentamente y sin seguir la recta, como si anduvieran dormidos.

-¿Hasta cuándo vamos a cargar con estos bofes? –preguntó una voz.

-Por mí ya los habríamos dejado en el camino, en cualquier mezquite -contestó otra al cabo de un momento.

-Al que no jale le doy su agua -dijo el jefe. Y todos siguieron caminando.

El hombre del costal comenzó a reírse estúpidamente, y los demás a quejarse, inquietos, sobre el lomo de los animales.

A lo lejos, rumbo a la serranía, se vio levantarse una columna de polvo blanco; el jefe la notó, pero siguió en silencio; uno de los infantes volvió la cara y dijo:

-Ora, sí, ai vienen…

-Están lejos todavía -dijo el muchacho-, cuando menos cuatro leguas.

Al frente del grupo se detuvo un hombre viejo, alto y canoso, herido en la frente y vendado con una toalla sucia.

-Pa’ qué diablos -dijo- vamos cargando con estos muertos. .. aquí los dejamos y echamos carrera…

-Nos van a alcanzar les “changos” -añadió el que había visto la columna de polvo.

El jefe no contestó; abrió su guayabera, sacó una pistola y al viejo canoso lo dejó tendido en la tierra suelta, con un enorme boquete entre los ojos. La caravana siguió su marcha, en silencio.

Por la tarde comenzó a soplar viento del norte y a amontonarse espesas nubes que surgían rápidamente del horizonte. La columna de polvo que se levantaba en dirección a Sierra Azul había desaparecido a mediodía; sin duda, los soldados estaban descansando. La caravana de rebeldes llegaba al final de la blanca llanura; a lo lejos, al norte, se divisaban algunas arboledas que ponían su negra silueta en el nublado gris; era la orilla del río, donde terminaba el desierto; a la vista del oasis, los rebeldes que iban a pie se animaron y marcharon de prisa, tirando siempre de las bestias cargadas de moribundos, y cuando el sol hubo desaparecido, el ,grupo llegó frente a una vieja iglesia a medio destruir; iglesia de adobe, con una torrecita encalada, de la que la campana había sido arrancada con todo y vigas; las maderas de la puerta habían servido para hacer lumbres, y adentro no quedaban sino el altar de piedra y una cruz verde que se había escapado de la hoguera, frente a una amplísima hornasina vacía. El piso estaba cubierto de restos de pastura y estiércol.

El grupo de campesinos se detuvo a la puerta de la iglesia cuando las nubes comenzaban a descargar sus primeras gotas; el jefe desmontó y dijo a sus hombres:

- Aqouí pasamos la noche y en la madrugada nos vamos

–Sí -dijo uno-, pa’ que nos agarren dormidos…

-Yo no me quedo -dijo otro.

-Ni yo.. .

-Yo, de bestia; tan fácil que es escapar de noche…

Todos los infantes pensaban lo mismo.

-Está bien -dijo el muchacho-, dejamos los heridos ahí dentro y nos vamos…

Los rebeldes se pusieron a maniobrar muy rápidamente, febrilmente; bajaron a los heridos y los fueron colocando sobre el estiércol en el interior de la pequeña iglesia, y bien pronto ya no había espacio para un cuerpo más; el pedazo de hombre metido en el saco permanecía aún sobre la mula, delirando en voz baja. El muchacho lo tomó en vilo, penetró al interior y dejó el bulto recargado en el fondo de la hornacina, tras la cruz verde.

Después, los hombres útiles subieron a las caballerías y se perdieron en la noche.

Comenzó la tormenta; las nubes que se habían amontonado en el cielo lanzaron torrentes de lluvia; las descargas eléctricas se sucedían con rapidez, abatiendo los álamos de la orilla del río; una cayó sobre la torre encalada de la vieja iglesia y derribó la chueca cruz de hierro y unos cuantos adobes; otra abrió un boquete en la techumbre apolillada; la lluvia continuaba incesante, y pronto los heridos tendidos en el estiércol quedaron empapados; muy pocos, tres o cuatro, se quejaban ya; los demás habían quedado inmóviles, con los ojos abiertos y

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