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José Emilio Pacheco


Enviado por   •  27 de Octubre de 2013  •  1.601 Palabras (7 Páginas)  •  262 Visitas

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José Emilio Pacheco

La zarpa

A Fernando Burgos

Padre, las cosas que habrá oído en el confesionario y aquí en la sacristía… Usted es joven, es hombre. Le será difícil entenderme. No sabe cuánto me apena quitarle tiempo con mis problemas, pero ¿a quién si no a usted puedo confiarme? De verdad no sé cómo empezar. Es pecado alegrarse del mal ajeno. Todos lo cometemos ¿no es cierto? Fíjese usted cuando hay un accidente, un crimen, un incendio. Qué alegría sienten los demás porque no fue para ellos al menos una entre tantas desgracias de este mundo.

Usted no es de aquí, padre, no conoció México cuando era una ciudad pequeña, preciosa, muy cómoda, no la monstruosidad que padecemos ahora en 1971. Entonces nacíamos y moríamos en el mismo sitio sin cambiarnos nunca de barrio. Éramos de San Rafael, de Santa María, de la colonia Roma. Nada volverá a ser igual… Perdone, estoy divagando. No tengo a nadie con quién hablar y cuando me suelto… Ay, padre, qué vergüenza, si supera, jamás me había atrevido a contarle esto a nadie, ni a usted. Pero ya estoy aquí. Después me sentiré más tranquila.

Mire, Rosalba y yo nacimos en edificios de la misma calle, con apenas tres meses de diferencia. Nuestras madres eran muy amigas. Nos llevaban juntas a la Alameda y a Chapultepec. Juntas nos enseñaron a hablar y a caminar. Desde que entramos en la escuela de párvulos Rosalba fue la más linda, la más graciosa, la más inteligente. Le caía bien a todos, era amable con todos. En primaria y secundaria lo mismo: la mejor alumna, la que portaba la bandera en las ceremonias, bailaba, actuaba o recitaba en los festivales. “No me cuesta trabajo estudiar”, decía. “Me basta oír algo para aprendérmelo de memoria.”

Ay, padre, ¿por qué las cosas están mal repartidas? ¿Por qué a Rosalba le tocó lo bueno y a mí lo malo? Fea, gorda, bruta, antipática, grosera, díscola, malgeniosa. En fin… Ya se imaginará lo que nos pasó al llegar a la preparatoria cuando pocas mujeres alcanzaban esos niveles. Todos querían ser novios de Rosalba. A mí que me comieran los perros: nadie se iba a fijar en la amiga fea de la muchacha guapa.

En un periodiquito estudiantil publicaron: “dicen las malas lenguas que Rosalba anda por todas partes con Zenobia para que el contraste haga resplandecer aún más su belleza única, extraordinaria, incomparable”. Desde luego la nota no estaba firmada. Pero sé quién la escribió. No lo perdono aunque haya pasado más de medio siglo y hoy sea muy importante.

Qué injusticia ¿no cree? Nadie escoge su cara. Si alguien nace fea por fuera la gente se las arregla para que también se vaya haciendo horrible por dentro. A los quince años, padre, ya estaba amargada. Odiaba a mi mejor amiga y no podía demostrarlo porque ella era siempre buena, amable, cariñosa conmigo. Cuando me quejaba de mi aspecto me decía: “Qué tonta eres. Cómo puedes creerte fea con esos ojos y esa sonrisa tan bonita que tienes”. Era sólo la juventud, sin duda. A esa edad no hay quien no tenga su gracia.

Mi madre se había dado cuenta del problema. Para consolarme hablaba de cuánto sufren las mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden. Yo quería estudiar Derecho, ser abogada, aunque entonces daba risa que una mujer anduviera en trabajos de hombre. Habíamos pasado juntas toda la vida y no me animé a entrar en la universidad sin Rosalba.

Aún no terminábamos la preparatoria cuando ella se casó con un muchacho bien que la había conocido en una kermés. Se la llevó a vivir al Paseo de la Reforma en una casa elegantísima que demolieron hace mucho tiempo. Desde luego me invitó a la boda pero no fui. “Rosalba, ¿qué me pongo? Los invitados de tu esposo van a pensar que llevaste a tu criada.”

Tanta ilusión que tuve y desde los dieciocho años me vi obligada a trabajar, primero en El Palacio de Hierro y luego de secretaria en Hacienda y Crédito Público. Me quedé arrumbada en el departamento donde nací, en las calles de Pino. Santa María perdió su esplendor de comienzos de siglo y se vino abajo. Para entonces mi madre ya había muerto en medio de sufrimientos terribles, mi padre estaba ciego por sus vicios de juventud, mi hermano era un borracho que tocaba la guitarra, hacía canciones y ambicionaba la gloria y la fortuna de Agustín Lara. Pobre de mi hermano: toda la vida quiso hacerse digno de Rosalba y murió asesinado en un tugurio de Nonoalco.

Pasamos mucho tiempo sin vernos. Un día Rosalba llegó a la sección de ropa íntima, me saludó como si nada y me presentó a su nuevo esposo, un extranjero que apenas entendía el español. Ay, padre,

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