Patas Del Venado
Enviado por gastonruaben • 12 de Septiembre de 2011 • 11.024 Palabras (45 Páginas) • 1.083 Visitas
Patas de venado
-¡Mira el cielo! -dijo Nakín, señalando hacia el lado de la costa-. Parece que de repente la tormenta ha decidido irse al norte y dejarnos aquí un hermoso cielo azul, como el que suele acompañar la llegada de los buenos amigos. Dulkancellin pensó que la mujer del Clan de los Búhos buscaba la confirmación de sus deseos. También pensó que a pesar de que el descanso le había devuelto su belleza, la mujer conservaba un cierto aire de fatiga. Era evidente que permanecer en el tiempo solar le costaba a Nakín un enorme esfuerzo. Juntos recorrían la explanada interior de la Casa de las Estrellas, resguardados de la curiosidad de Beleram por altos muros de piedra. El resto de los representantes, incluidos Bor y Zabralkán, hacían la misma cosa. El concilio llevaba siete días sesionando y aquella era la primera vez que se les permitía salir a la intemperie. Grande fue la alegría del guerrero husihuilke cuando oyó el anuncio de Zabralkán. Aunque el descanso era lo habitual después de las comidas, fue distinto en esa ocasión porque Zabralkán les indicó que podían tomarlo en el patio central de la Casa de las Estrellas. Todos, sin excepción, aceptaron con gusto.
Era agradable volver a ver el cielo sin los contornos de una ventana, respirar el aire húmedo que venía de la selva. Era bueno, pero no alcanzaba para dejar de lado las preocupaciones. Cada uno de los representantes llevaba en su cabeza, dándole vueltas, el resultado de las últimas discusiones. Y allí donde dos se juntaban, la conversación recaía en las preocupaciones compartidas. Sumaban siete los días que el concilio llevaba sesionando, siete días de razonamientos y discusiones. Y todavía la decisión no estaba tomada.
Una coincidencia empezaba a fortalecerse contra la resistencia que algunos, y especialmente Elek, le oponían. Un ataque que se anticipara a la primera palabra de los extranjeros empezaba a cobrar forma en sus cabezas como el único medio de defensa que le quedaba a las Tierras Fértiles. Esa posición, defendida desde el principio por Molitzmós y Dulkancellin, comenzó a imponerse en los demás. Si debían equivocarse, que el equívoco fuera una batalla injusta y no el exterminio de la vida. Todos sabían que un error acarrearía sobre ellos la ira de los bóreos; y que tarde o temprano todos los pueblos del continente sufrirían sus consecuencias. El riesgo era grande. Sin embargo, cada vez más el concilio se disponía a aceptarlo. Así es que mientras las deliberaciones continuaban, una guerra se puso en marcha. Ningún pueblo de las Tierras Fértiles era diestro en batallas marítimas. La pequeña flota que la Estirpe había construido con la memoria de la sangre estaba diseñada para transportar mercancías y, tal vez, algún viajero por la zona costera. La guerra, entonces, debía librarse en tierra. Difícilmente, el ejército de los zitzahay pudiera resistir por mucho tiempo un ataque de los extranjeros; por eso, todo estaba dispuesto para convocar a las fuerzas de los Señores del Sol. Ellos tenían un ejército numeroso que podría llegar a Beleram en pocos días. Los guerreros husihuilkes, más temibles que ninguno, tardarían demasiado. -Vayamos hasta aquella escalinata -propuso Dulkancellin.
El guerrero acababa de reconocer a Cucub. El zitzahay estaba sentado en la parte inferior de una escalera, una de las muchas que descendían desde la Casa de las Estrellas hacia la gran explanada interior, y tan ensimismado que ni siquiera notaba el movimiento a su alrededor. No había vuelto a saber de Cucub a partir de la noche en que el pequeño hombre concurrió al mercado por noticias, y por tortillas. Dulkancellin no quiso dejar pasar aquel inesperado encuentro pensando que, posiblemente, no volviera a repetirse; y pidió a Nakín que lo acompañara hasta la escalera donde Cucub descansaba con la mirada fija en las piedras del suelo.
-¡Despierta, Cucub! -llamó Dulkancellin cuando estuvo a su lado. Cucub alzó la cabeza y quiso sonreír como acostumbraba a hacerlo, de oreja a oreja y con toda el alma. Dulkancellin vio que aquella sonrisa no era la misma que tantas veces lo había fastidiado. El zitzahay se levantó, saludó a ambos con una inclinación de cabeza y enseguida se esforzó por hallar algo divertido que contarles. Afortunadamente para él, su esfuerzo no necesitó prolongarse. Nakín comprendió que los dos hombres querían estar solos; y pretextando acompañar a Elek que paseaba sin compañía, se alejó del lugar.
-¿Y bien? ¿Qué ocurre? -preguntó Dulkancellin, que no sabía adornar las palabras. Cucub suspiró y volvió a sentarse. -Si te sientas a mi lado, trataré de explicártelo -el zitzahay hizo una pausa-. Tú, hermano, estabas presente cuando los Supremos Astrónomos me permitieron ir al mercado, a condición de que yo metiera mis narices en las noticias del pueblo de Beleram. Y recordarás, porque te causó enojo, que yo andaba de un ánimo inmejorable, y que partí lleno de optimismo y vacío de recelos. ¡Lástima grande que mi alegría duró poco! Comenzó a palidecer antes de llegar yo al mercado. Y desapareció por completo cuando probé la miel de caña.
Dulkancellin estuvo a punto de levantarse, furioso por haber permitido que Cucub volviera a enredarlo en otro de sus ridículos asuntos. Sólo el recuerdo de la sonrisa del zitzahay le prolongó la paciencia. -Conozco la miel de los cañaverales de mi selva -siguió diciendo Cucub-. Reconocería su sabor entre otros miles. Cuando estuve en el mercado comí la miel de una tinaja, y luego de una diferente, y luego de una más; y aunque insistí en ello, el viejo sabor no apareció. Era seguro que Cucub estaba hablando con seriedad. Dulkancellin intentaba comprender lo que estaba tratando de decirle, pero la creciente ansiedad del zitzahay lo complicaba todo.
-Tranquilízate, y busca otra manera de hacerte entender. El comentario de Dulkancellin no consiguió más que aumentar la aflicción del zitzahay: -¡No hay otra manera! ¡No la hay...! ¡Escucha cuando te digo que el sabor de la miel se ha ido de aquí! Algo debió asustarlo, y mucho, para que decidiera abandonarnos. Dulkancellin puso su mano en el hombro de Cucub. Justo cuando no lo entendía, justo cuando la sinrazón se había adueñado de la cabeza del zitzahay, el husihuilke se sintió su amigo. Cucub se dio por vencido. Desde el comienzo, presintió que sería muy difícil hacerse comprender. Ahora pensaba que hubiese sido mejor cerrar la boca. El siguiente paso sería cambiar de tema para intentar que su desahogo quedara en el olvido. -¿Quién es el hombre magníficamente vestido que acompaña a Bor?- preguntó por preguntar. -Es Molitzmós, de los Señores del Sol -respondió Dulkancellin. -No me gusta -dijo por decir. Las prendas que Molitzmós vestía,
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