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Ensayo Sobre La Ceguera


Enviado por   •  16 de Noviembre de 2012  •  1.663 Palabras (7 Páginas)  •  271 Visitas

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A Pilar

A mi hija Violante

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Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban,

dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el

indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde.

La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas

en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la

cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con

el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión,

avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta

alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la

luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos

segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza,

aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos

existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores

de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o

embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.

Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron

bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían

arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un

problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se

le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el

sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito

eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no

sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que

se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado

braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan

frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada,

dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste.

Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está

dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve

que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una

palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando

alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.

Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen

sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca,

compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la

cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que

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cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento

rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños

cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del

cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un

semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación

mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar,

tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso

se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo

una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes

curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no

sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un

accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado,

nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban,

saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve

a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó que deberían

llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero

el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo

acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado,

me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz

respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la

acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el

coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de

aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga

conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de

al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo,

no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el

otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas

de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada,

es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si

hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el

otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo

mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el

diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una

desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que

el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión

hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo,

No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió, Nada, hombre,

no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le

espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta

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mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le

sorprendió que continuaran

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