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Hector Faciolince


Enviado por   •  3 de Septiembre de 2014  •  4.233 Palabras (17 Páginas)  •  252 Visitas

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Héctor Abad Faciolince -Un libro abierto-

Un libro abierto

Héctor Abad Faciolince

El mejor cuarto de la casa, según el recuerdo que tengo de mi niñez, era la biblioteca. Todavía me parece verla; había un escritorio con cajones llenos de papel blanco y encima del escritorio había un pisapapeles de vidrio, un tintero que ya nadie usaba, y también una máquina de escribir mecánica en la que yo escribía con un solo dedo listas de palabras separadas por comas (perro, caballo, cama, casa, mesa, vaso, agua, viento, hoja); a un lado del cuarto había un tocadiscos tan viejo que ya en ese tiempo era viejo, y debajo del tocadiscos una hilera de discos de acetato, casi todos de música clásica y casi todos rayados, pero que seguían sonando si uno le daba un empujoncito a la aguja con los dedos. El resto del mobiliario consistía en dos sillas, un gran sillón reclinable con una lámpara detrás, y tres paredes forradas de libros apilados en estanterías de madera que subían desde el piso hasta el techo.

El sillón era el sitio donde mi papá se estiraba a leer, y mi primera foto, a los ocho días de nacido, es acostado precisamente en ese sillón, en el sillón de lectura. No voy a decir ahora que yo, en una magia precoz, ya estaba leyendo; estaba dormido, es decir, estaba soñando, pero no hay ningún otro oficio humano que se parezca más a la lectura. Ahora quiero pensar, supersticiosamente, que yo estaba destinado al sillón de lectura, que ese era mi sitio en el mundo. En un costado de la biblioteca estaban las enciclopedias y los diccionarios; esos fueron los primeros libros que miré, con la ayuda de mi papá, los primeros que leí, ya solo, buscando al escondido palabras vulgares, y creo que serán también los últimos libros que lea: mis amados diccionarios y libros de consulta. Cuando no sé qué pensar ni qué escribir, abro una página de diccionario al azar, y las palabras siempre se me abren, se me despliegan como un mundo, crean una red de imágenes y de asociaciones que son la primera maravilla de la lectura. Cuando algo o alguien es claro, se dice que es como un libro abierto, para mí un libro abierto, por oscuro que sea, es la claridad, la claridad de un mundo luminoso que se abre ante mí.

Pero quizá lo mejor y lo más curioso del sitio, de ese sitio que en mi casa siempre se llamó “la biblioteca”, era que mi papá entraba ahí con cara de furia o de cansancio, con aspecto aburrido o paso deprimido, y al cabo de algunas horas de misteriosa alquimia (la puerta estaba cerrada casi siempre) salía transformado en algo maravilloso, en la persona radiante y alegre que yo más quería. La biblioteca era el cuarto de las transfiguraciones. Qué transfiguración, qué íntima metamorfosis podían producir esos pequeños objetos de papel y letras y esos ruidos armónicos que salían de los parlantes? Ese era el mayor secreto, ese era el gran misterio de mi padre: la música, pero sobre todo la música callada (como llama William Ospina a la lectura, tomando la expresión de san Juan de la Cruz), la música callada de los libros producía en él una transformación. Durante la lectura (y esto lo pude ver en la biblioteca cuando me dejaba ser testigo de su oscuro rito, pero también en la cama, cada noche, y todos los fines de semana en el campo, bajo los árboles), durante la lectura, repito, mi padre se podía conmover como en un entierro y se reía como en una fiesta; también se concentraba como en una partida de ajedrez, con un fervor de ceremonia, y se despedía del mundo, se ensimismaba igual que si tuviera las peores preocupaciones o estuviera metido en los pensamientos más complejos. El momento de la lectura, las horas de lectura, eran como una repetición, como un repaso de las horas más intensas de la vida. Ese fue el secreto que yo fui descubriendo a lo largo de los años (antes de saber leer, sólo viéndolo a él): la lectura era, sobre todo, una inagotable fuente de felicidad, de serenidad, de plenitud. Yo fui testigo, en mi propia casa, de la felicidad que produce la lectura; mucho después encontré en Montesquieu una frase que explicaba lo que yo había visto: “El estudio ha sido para mí el remedio soberano contra las angustias de la vida, pues no he tenido nunca un dolor que una hora de lectura no haya disipado”.

Tal vez por esta experiencia primordial, cada vez que me invitan a hablar ante un público con el propósito de inducir a los jóvenes o a los no tan jóvenes a la lectura, tengo una sensación paradójica: ¿por qué me propondrán que haga cosas obvias, que insista en asuntos que no necesitan estímulo ni demostración? Nunca, por supuesto, me invitan a dar conferencias para estimular en los jóvenes o en los no tan jóvenes el placentero hábito del sexo solitario o en pareja, ni para explicarles las delicias del baile, ni para recalcarles que es conveniente comer todos los días o dormir siquiera unas horitas cada noche o tomar agua de vez en cuando y bastante trago todos los viernes por la tarde. No; el sermón está reservado para el hábito de la lectura y entonces así uno queda, de entrada, como esas tías cantaletosas que nos repiten sin cesar lo importante que es no faltar a la misa en los días de fiestas de guardar. “Mijito, no se le olvide que mañana es primer viernes y hay que ir a la iglesia. Mijito, pórtese bien juicioso y lea siquiera un párrafo esta tarde”. La lectura queda entonces asimilada a un acto piadoso, benéfico y aburrido (si mucho saludable, como una dieta rica en fibras) cuando yo lo que creo, en cambio, es que es un acto pecaminoso, clandestino y divertido como el sexo, y además tan intenso y placentero como la vida misma. La lectura no puede ser una obligación; tiene que ser una necesidad esencial, algo como comer o tomar agua. Como decía el doctor Johnson: “Un hombre debería dejarse guiar sólo por sus inclinaciones en sus lecturas; los que leen por una especie de deber no le sacarán mucho partido a la lectura”.

En realidad yo tengo una sospecha: estoy casi seguro de que todas las personas leen muchísimo, casi a toda hora, sin sosiego, pero fingen que no leen. Para mí que lo ocultan y que tienen guardado ese vicio de la lectura como un inmenso secreto del que sólo se habla con los íntimos, a solas, o cuando ya están medio borrachos en una velada de sinceridad. “¿Saben qué? Les tengo que confesar algo, yo también lo hago, al escondido, sí, no se lo cuenten a nadie, pero yo también leo cuando nadie me ve.”

Cuando alguien me dice “yo nunca leo nada”, o bien “mis hijos nunca leen”, siento el mismo escepticismo que frente a esos gordos que afirman que nunca prueban bocado. Eso no puede ser cierto, me digo, nadie se va a negar semejante placer, seguramente lee al escondido y por algún motivo prefiere ocultarlo. Pero tal vez en este caso soy un ladrón que juzga por su condición.

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