Barranco
Enviado por mayraale1234 • 17 de Noviembre de 2015 • Apuntes • 816 Palabras (4 Páginas) • 172 Visitas
Ya ha principiado el invierno en Barranco; raro invierno, lelo y frágil, que parece que va hendirse en el cielo y dejar asomar una punta de verano. Nieblecita del pequeño invierno, cosa del alma, soplos del mar, garúas de viaje en bote de un muelle a otro, aleteo sonoro de beatas retardadas, opaco rumor de misas, invierno recién entrado... Ahora hay que ir al colegio con frío en las manos. El desayuno es una bola caliente en el estómago, y una dureza de silla de comedor en las posaderas, y unas ganas solemnes de no ir al colegio en todo el cuerpo. Una palmera descuella sobre una casa con la fronda, flabeliforme1, suavemente sombría, neta, rosa, fúlgida2. Y ahora silbas tú en el tranvía, muchacho de ojos cerrados. Tú no comprendes cómo se puede ir al colegio tan de mañana y habiendo malecones con mar abajo. Pero, al pasar por la larga calle que es casi toda la ciudad, hueles zumar3 legumbres remotas en huertas aledañas. Tú piensas en el campo lleno y mojado, casi urbano si se mira atrás, pero que no tiene límites si se mira adelante, por entre los fresnos y alisos, a la sierra azulita. Apenas el límite de los cerros primeros, cejas de montaña... Y ahora vas tú por el campo en sordo rumor abejero de rieles frotados aprisa y en una gimnasia de aires deportivos aunque urbanos4. Ahora el sol mastiva jalde5 una cumbre serrana y una huaca, una mambla6 amarilla como el mismo sol. Y tú no quieres que sea verano, sino invierno de vacaciones, chiquito y débil, sin colegio y sin calor.
Más allá del campo, la sierra. Más acá del campo, un regato7; bordeado de alisos, y de mujeres que lavan trapos y chiquillos, unos y otros del mismo color de mugre indiferente. Son las dos de la tarde. El sol pugna por librar sus rayos de la trampa de un ramaje en que ha caído. El sol —un coleóptero , raro, duro, jalde, zancudo—. El señor cura párroco saca a su sombrero de teja, ladeando la cabeza, once reflejos de sombrero alto de seda, de tarro de ceremonia8 —los once reflejos se juntan arriba, en una convexa luz redonda—. Más allá de la ciudad, la sima clara y tierna del mar. Al mar se le ve desde arriba, con peligro de caer por la pendiente. Los acantilados tienen arrugas y tersuras impolutas, y livideces y manchas amarillas de frente geológica, de académica. Ahí están, en miniatura, las cuatro épocas del mundo, las cuatro dimensiones de las cosas, los cuatro puntos cardinales, todo, todo. Un viejo... Dos viejos... Tres viejos... Tres pierolistas9. Hay que ganar tres horas de sol a la noche. La ropa viene grande con excesos al cuerpo. El paño recepillado se esquina, se triedra10, se cae, se tensa —el paño, hueco por dentro—. Los huesos crujen a compás en el acompasado accionar, en el rítmico tender de las manos al cielo del horizonte —plano que corta el del mar, formando un ángulo X, último capítulo de la geometría elemental (primer curso)—; el cielo donde debe estar Piérola. Los mostachos de los viejos cortan finamente, en lonjas como mermelada cara, una brisa marina y la impregnan de olor de guamanripa, de tabaco tumbesino, de pañuelo de yerbas11, de jarabes criollos para la tos. Una bandera de seis colores, al henchirse lentamente de un viento muy alto, insensible abajo, acusa flancos de bailarina española. Consulado general de Tomesia, país que hizo Giraudoux con una llanura húngara, dos millonarios limeños, algunos árboles ingleses y un tono de cielo chino bordado. Tomesia, no lejos de su consulado general en cualquier parte. Una carreta de heladero pasa tras un jamelgo que cuelga afuera la lenguaza áspera y blanquecina. El pobre animal comería con gusto los helados del cubo escondido —helados de esencia de lúcuma, sabor opaco y elegante, apenas frío; helados de leche, amplios y lindos como un retrato juvenil de mamá al lado de papá; helados de esencia de piña que corresponden a los claveles rojos; helados de esencia de naranja, leves y nada conocidos—. ¡Cómo suena la carreta! Con las piedras que se va rompiendo el alma la pobre. Y por nada del mundo enmienda ella el rumbo —el rumbo recto hasta traspasar las paredes en las calles sin salida, recto hasta la imbecilidad—. Carretita, ven por este cesped, que el agua de la fuente mantiene suave para ti. Hay entre las cosas, ligas de socorro mutuo, que el hombre impide. El sonar de las ruedas de la carreta en las piedras del pavimento alegra a la fuente las aguas tristes de la pila. El cholo, con mejillas de sierra mojada de sangre y la nariz orvallada12 de sudor en gotas atómicas, redondas, el cholo carretero no deja pasar la carreta por el césped del jardín ralísimo. Los viejos observan: —«Hace frío. ¿Ayer?... ¡Lindo día! Diga usted, Mengánez...»
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