Cuentos De Julio Cortazar
Enviado por KARLA.1690 • 2 de Febrero de 2014 • 2.129 Palabras (9 Páginas) • 637 Visitas
Cuentos de Julio Cortázar
Indice
Comercio
La conservación de los recuerdos
Continuidad de los parques
Historia verídica
Instrucciones para dar cuerda al reloj
De la simetría interplanetaria
El almuerzo
El canto de los cronopios
Historia
La foto salió movida
Lucas, sus pudores
No se culpe a nadie
Inconvenientes en los servicios públicos
Instrucciones para subir una escalera
Viajes
La cucharada estrecha
Los exploradores
Progreso y retroceso
Su fe en las ciencias
Terapias
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LA CONSERVACION DE LOS RECUERDOS
Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente
forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza
en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito
que dice: "Excursión a Quilmes", o: "Frank Sinatra".
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos
sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa
corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también:
"Cuidado con los escalones." Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y
silenciosas, mientras en las de los cronopios hay una gran bulla y puertas que golpean.
Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza
comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.
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CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por
la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su
sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante
posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el
terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo
los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en
seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del
alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido
por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la
cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante,
lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la
sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos
furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del
amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de
otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano
acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda
opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del
crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la
mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto,
dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón,
y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
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terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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HISTORIA VERIDICA
A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con
las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan
muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido
vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y
adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de
curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor
inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato
comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el
milagro ha ocurrido ahora.
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INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una
cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas
muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de
rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y
pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un
nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que
hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado
...