DOÑA BÁRBARA (1929)
Enviado por lukas212 • 5 de Agosto de 2021 • Biografía • 97.439 Palabras (390 Páginas) • 107 Visitas
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DOÑA BÁRBARA
(1929)
RóMULO GALLEGOS
ÍNDICE (Páginas están estimadas por número)
PRIMERA PARTE
- ¿Con quién vamos? 4
- El descendiente del Cunavichero 9
- La devoradora de hombres 13
- Uno solo y mil caminos distintos 19
- La lanza en el muro 24
- El recuerdo de Asdrúbal 28
- El familiar 31
- La doma 36
- La esfinge de la sabana 40
- El espectro de La Barquereña 42
- La bella durmiente 48
- Algún día será verdad 51
- Los derechos de «Míster Peligro» 54
SEGUNDA PARTE
- Un acontecimiento insólito 61
- Los amansadores 68
- Los rebullones 72
- El rodeo 76
- Las mudanzas de doña Bárbara 82
- El espanto del Bramador 86
- Miel de aricas 88
- Candelas y retoños 90
- Las veladas de la vaquería 93
- La pasión sin nombre 100
- Soluciones imaginarias 102
- Coplas y pasajes 106
- La Dañera y su sombra 111
TERCERA PARTE
- El espanto de la sabana 115
- Las tolvaneras 117
- Ño Pernalete y otras calamidades 122
- Opuestos rumbos buscaban 127
- La hora del hombre 129
- El inefable hallazgo 132
- El inescrutable designio 137
- La gloria roja 138
- Los retozos de míster Danger 141
- Entregando las obras 145
- Luz en la caverna 147
- Los puntos sobre las haches 150
- La hija de los ríos 152
- La estrella en la mira 155
- Toda horizontes, toda caminos... 157 Vocabulario de venezolanismos 159
PRIMERA PARTE
- ¿CON QUIÉN VAMOS?
Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha.
Dos bogas lo hacen avanzar mediante una lenta y penosa maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol, los broncíneos cuerpos sudorosos, apenas cubiertos por unos mugrientos pantalones remangados a los muslos, alternativamente afincan en el limo del cauce largas palancas, cuyos cabos superiores sujetan contra los duros cojinetes de los robustos pectorales, y encorvados por el esfuerzo, le dan impulso a la embarcación, pasándosela bajo los pies de proa a popa, con pausados pasos laboriosos, como si marcharan por ella. Y mientras uno viene en silencio, jadeante sobre su pértiga, el otro vuelve al punto de partida reanudando la charla intermitente con que entretienen la recia faena, o entonando, tras un ruidoso respiro de alivio, alguna intencionada copla que aluda a los trabajos que pasa un bonguero, leguas y leguas de duras remontadas, a fuerza de palancas o coleándose, a tres, de las ramas de la vegetación ribereña.
En la paneta gobierna el patrón, viejo baquiano de los ríos y caños de la llanura apureña, con la diestra en la horqueta de la espadilla, atento al riesgo de las chorreras que se forman por entre los carameros que obstruyen el cauce, vigilante al aguaje que denunciare la presencia de algún caimán en acecho.
A bordo van dos pasajeros. Bajo la toldilla, un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y las facciones enérgicas y expresivas prestante gallardía casi altanera. Su aspecto y su indumentaria denuncian al hombre de la ciudad, cuidadoso del buen parecer. Como si en su espíritu combatieran dos sentimientos contrarios acerca de las cosas que lo rodean, a ratos la reposada altivez de su rostro se anima con una expresión de entusiasmo y le brilla la mirada vivaz en la contemplación del paisaje; pero, en seguida, frunce el entrecejo, y la boca se le contrae en un gesto de desaliento.
Su compañero de viaje es uno de esos hombres inquietantes, de facciones asiáticas, que hacen pensar en alguna semilla tártara caída en América quién sabe cuándo ni cómo. Un tipo de razas inferiores, crueles y sombrías, completamente diferente del de los pobladores de la llanura. Va tendido fuera de la toldilla, sobre su cobija, y finge dormir; pero ni el patrón ni los palanqueros lo pierden de vista.
Un sol cegante de mediodía llanero centellea en las aguas amarillas del Arauca y sobre los árboles que pueblan sus márgenes. Por entre las ventanas, que, a espacios, rompen la continuidad de la vegetación, divísanse, a la derecha, las calcetas del cajón del Apure –pequeñas sabanas rodeadas de chaparrales y palmares–, y a la izquierda, los bancos del vasto cajón del Arauca –praderas tendidas hasta el horizonte–, sobre la verdura de cuyos pastos apenas negrea una que otra mancha errante de ganado. En el profundo silencio resuenan, monótonos, exasperantes ya, los pasos de los palanqueros por la cubierta del bongo. A ratos, el patrón emboca un caracol y le arranca un sonido ronco y quejumbroso que va a morir en el fondo de las mudas soledades circundantes, y entonces se alza dentro del monte ribereño la desapacible algarabía de las chenchenas, o se escucha tras los recodos el rumor de las precipitadas zambullidas de los caimanes que dormitan al sol de las desiertas playas, dueños terribles del ancho, mudo y solitario río.
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