ERICH FROMM CAPITULO I EL CORAZÓN DEL HOMBRE
Enviado por ayeshasalma • 16 de Octubre de 2013 • 726 Palabras (3 Páginas) • 519 Visitas
Hay muchos que creen que los hombres son corderos; hay otros que creen que los hombres son lobos.
Los que dicen que los hombres son corderos no tienen más que señalar el hecho de que a los hombres se les induce fácilmente a hacer lo que se les dice, aunque sea perjudicial para ellos mismos; y a muchos de nosotros nos a llevado hoy a suponer que el hombre es maligno y destructor por naturaleza, que es un homicida que solo por el miedo a homicidas mas fuertes puede abstenerse de su pasatiempo favorito.
Los lobos desean matar; los corderos quieren imitarlos. De ahí que los lobos pongan a los corderos a matar, no por que gocen de ello, si no por que quieren imitar, para hacer que la mayoría de los corderos actúen como lobos.
Esta explicación parece admirable pero aun deja muchas dudas.
Quizá es cierto, después de todo, que los lobos no hacen sino representar la cualidad esencial de la naturaleza humana de manera más franca que la inmensa mayoría.
La cuestión de si el hombre es lobo o cordero no es más que una formulación especial de una cuestión que, en sus aspectos más amplios y más generales, fue uno de los problemas más fundamentales del pensamiento teológico y filosófico occidental.
¿Es el hombre fundamentalmente malo y corrompido, o es fundamentalmente bueno y perfectible?
El concepto mesiánico de los profetas implica, ciertamente, que el hombre no está corrompido fundamentalmente.
Si el hombre hace mal, se hace más malo. Así, el corazón “se endurece” por que persiste en hacer el mal; se endurece hasta un punto en que no es posible el cambio ni el arrepentimiento.
El hombre tiene dos capacidades, la del bien y la del mal, y tiene que elegir entre la vida y la muerte con sus “dos fuerza” la fuerza para el bien y la fuerza para el mal, y la decisión es suya únicamente.
La creencia en la bondad del hombre fue resultado de la nueva confianza del hombre en sí mismo, adquirida como consecuencia del enorme progreso económico y político que empezó con el Renacimiento.
Por haber sido subestimada la capacidad para el mal que hay en el hombre deseo subrayar que ese optimismo sentimental no es el tono de subestimar las fuerzas destructoras que hay en el hombre.
Seria igualmente difícil para cualquier persona que presencio el estallido explosivo de maldad y de instinto destructor.
Pero existe el peligro de que la sensación de impotencia de que hoy es presa la gente (los intelectuales, lo mismo que el individuo ordinario) cada vez en mayor grado, la induzca a aceptar una versión nueva de la corrupción.
En primer lugar, la intensidad de las tendencias destructoras no implica que sean invencibles o ni aun dominantes.
La segunda falacia de esta opinión esta en la premisa de las guerras.
Las guerras son consecuencia de la decisión de desencadenarlas de líderes políticos,
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