El Buen Lector Se Hace No Nace
Enviado por tavo299210 • 20 de Noviembre de 2013 • 5.430 Palabras (22 Páginas) • 313 Visitas
El buen lector se hace no nace
INTRODUCCIÓN
La importancia de la educación como el más poderoso instrumento de superación, personal y colectiva, es cada día más clara.
También es evidente que el aprendizaje y la educación empiezan mucho antes de tropezar con la escuela, apenas nacemos, de manera muy especial por el dominio del leguaje, tanto hablado como escrito.1 El lenguaje nos permite nombrar al mundo, tomar conciencia, ordenar la experiencia, relacionarnos con nosotros mismos y con los demás. La educación comienza en la esfera de las operaciones básicas de comunicación y de expresión: escuchar y hablar, leer y escribir. Mientras más suficiente sea una persona en el uso de estos dos sistemas paralelos, mejor capacitada se hallará para cualquier actividad.
La lectura y escritura son acciones complementarias e inseparables; decir una es decir la otra. Decir lectura, por su parte, no puede limitarse a los libros de texto, a los libros que se ven sólo por obligación de estudio o de trabajo; decir lectura implica, además de los libros que se estudian y con los que se trabaja, los libros de imaginación, los que se leen por gusto. Entre otras razones, por las que apunta Vasili Sujomlinsky, refiriéndose a los niños, pero que podemos dar por buenas también para otros grupos de edad:
La lectura es una ventana por la cual los niños ven y conocen el mundo y se conocen a sí mismo...] No verá el niño la belleza del mundo circundante si no ha percibido la belleza de la palabra leída en el libro. El camino al corazón y a la conciencia del niño llega por dos lados que parecen opuestos a primera vista: del libro, de la palabra leída a la expresión verbal; y de la palabra instalada ya en el mundo espiritual del niño al libro, a la lectura, a la escritura.
La vida en el mundo de los libros es cosa muy distinta a la lectura de las lecciones, por concienzuda y aplicada que sea. Puede darse el caso de un alumno que termina estupendamente los estudios y desconoce por completo lo que es la vida intelectual, ese alto goce humano que proporciona el leer y el pensar. La vida en el mundo de los libros es conocer la belleza del pensamiento, es gozar de las riquezas culturales, es elevarse uno mismo.2
En el momento presente, si algo nos hace falta en verdad es multiplicar entre nosotros los lectores; adquirir una mayor destreza y capacidad como lectores, lo cual implica conquistar la afición a leer y la posibilidad de escribir.
Recogen estas páginas artículos y pláticas sobre la lectura y formación de lectores que escribí entre 1984 y 1988, con diversos pretextos; algunos fueron publicados después, en suplementos y revistas. Al reunirlos ahora, sufrí la tentación de conservar un orden cronológico; aparecen aquí, sin embargo, en otra secuencia que tal vez facilite seguir la argumentación que subyace en ellos. Conservan noticia del momento de su aparición.
La formación de lectores comenzó a preocuparme --aunque entonces no la llamaba así; no la llamaba de ningún modo-- cuando empecé a dar clases, en 1962 o 1963, en el Centro universitario México, una preparatoria de hermanos maristas en la capital del país. Aunque el nivel académico de la escuela y de los alumnos era alto, en su mayoría aquellos muchachos que me oían hablar de etimologías y de literatura mexicana habían leído poco. Estaban bien alfabetizados, estudiaban con dedicación, pero no sabían quién era Phileas Fogg, ni Demetrio Macías, ni el capitán Silver. Si alguna idea tenían de Pinocho y de Peter Pan no se la debían a Collodi ni a Barrie, sino a Walt Disney.3
Hice lo que pude, más por instinto que por ninguna otra razón: leí con ellos, en voz alta, Darío y Rulfo, Pellicer y Ray Bradbury, Golding y Machado, Ibargüengoitia y Torri, López Velarde y García Lorca, Chejov y Sor Juana, Quiroga y Fuentes, Cortázar y Carballido, Castellanos y Valadés. Me esforcé porque abrieran los ojos. Quiero decir, porque fueran más allá de la superficie del texto, porque entraran en él con avidez de enamorados.
Confirmé que la literatura, antes que un conocimiento, es una experiencia. Hay que formar primero el gusto, la afición, alimentar el amor y luego, si acaso llega, vendrá la erudición. A partir de entonces siempre he dado clases --desde 1973, en el Centro de enseñanza para extranjeros de la UNAM-- y trabajado con lectores, muchas veces adultos que llevan años entre libros y que, con frecuencia, descubren con sorpresa que se han pasado la vida leyendo a medias o simulando la lectura. (También yo pasé muchos años leyendo a medias y un día fui iniciado en el arte de leer. Lo cuento en el Epílogo.)
A partir de entonces, la formación de lectores ha sido una preocupación inseparable de otras actividades. Comencé a tomar conciencia de que ésta es una materia aparte, una actividad que requiere atención por separado de la alfabetización, de la edición y distribución de libros, de la instalación de librerías y bibliotecas, del estudio de la literatura, en las extensas conversaciones que acompañaron los años de trabajo con María del Carmen Millán, Huberto Batis, Marco Antonio Pulido, Miguel Ángel Guzmán y Roberto Suárez, cuando hicimos juntos SepSetenta, y luego en el Fondo de Cultura Económica, de 1977 a 1985, al lado de José Luis Martínez y Alí Chumacero, y en charlas de ese tiempo y después con escritores y editores como Juan José Arreola, Juan Rulfo, Sergio Galindo, Emmanuel Carballo, René Solís, Edmundo Valadés, Margo Glantz, Sealtiel Alatriste y Jesús Anaya, todos ellos preocupados por la formación de lectores.
Cuando me ocupo en suerte dirigir Literatura en el Instituto nacional de bellas artes, de 1986 a 1988, para mí estaba claro que el trabajo de esa dirección debía orientarse a formar lectores, que son la primera y la mayor de las necesidades y las esperanzas que tiene un escritor que publica. Lectores no significa que cada libro deba contarlos por decenas de miles; hay libros que son apenas para unos cuantos.4 En todo caso, no está mal que cada libro encuentre sus lectores; Borges decía que cada libro está en espera del lector que le corresponde. Tal fue la intención con que trabajos aquellos dos años y medio, gracias al respaldo de tantos escritores y escritoras que no me atrevo a intentar listarlos, aunque mal haría en no reconocer el apoyo de varios directores y subdirectores del INBA --Javier Barros Valero, Manuel de la Cera, Víctor Sandoval y Jaime Labastida--, quienes juzgaron que tenía algún sentido esa manera de concebir el trabajo de una Dirección de literatura.
Ha sido para mí una fortuna inapreciable que, a partir de 1995, me hay correspondido dirigir la Unidad de publicaciones educativas, en la Subsecretaría de educación básica y normal, de la
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