El Rey De La Montaña De Oro
Enviado por ReneEscalante • 30 de Septiembre de 2014 • 2.400 Palabras (10 Páginas) • 236 Visitas
El rey de la montaña de oro
Un comerciante, llamado Alejandro tenía dos hijos, un varón y una niña, tan pequeños que todavía no andaban, ellos vivían en un pueblo humilde pero que era muy conocido por su excelente gastronomía aunque en estado de anarquía. Dos barcos suyos, ricamente cargados, se hicieron a la mar; contenían toda su fortuna, y cuando él pensaba realizar con aquel cargamento un gran beneficio, llegó la noticia de que habían naufragado, con lo cual, en vez de un hombre opulento, se convirtió en un pobre, sin ánimo, sin más bienes que un campo en las afueras de la ciudad.
Con la idea de distraerse en lo posible de sus penas, salió un día a su terruño y, mientras paseaba de un extremo a otro, se acercó un hombrecillo negro y le preguntó el motivo de su tristeza, que no parecía sino que le iba el alma en ella. Respondió el mercader:
- Te lo contaría si pudieses ayudarme a reparar la desgracia.
- ¡Quién sabe! - exclamó el enano negro -. Tal vez me sea posible ayudarte.
Entonces el mercader le dijo que toda su fortuna se había perdido en el mar y que ya no le quedaba sino aquel campo.
- No te apures – dijo el hombrecillo -. Si me prometes que dentro de doce años me traerás aquí lo primero que te toque la pierna cuando regreses ahora a tu casa, tendrás todo el dinero que quieras.
El comerciante hizo un pronóstico de lo que sucedería y pensó: "¿Qué otra cosa puede ser, sino mi perro?," sin acordarse ni por un instante de su hijito, por lo cual aceptó la condición del enano, suscribiéndola y sellándola.
Al entrar en su casa, su pequeño sintió tan contento de verlo, que, apoyándose en los bancos, consiguió llegar hasta él y se le agarró a la pierna. Espantó el padre, pues, recordando su promesa, dio ahora cuenta del compromiso contraído. Pero al no encontrar dinero en ningún cajón ni caja, pensó que todo habría sido una broma del hombrecillo negro. Al cabo de un mes, al bajar a la bodega en busca de metal viejo para venderlo, encontró un gran montón de dinero. Puso el hombre de buen humor, por lo que dio un salto de emoción que ocasionó que se diera un golpe en la rodilla, lo que se sacó un hematoma. Con el dinero que encontró empezó a comprar, convirtiéndose en un comerciante más acaudalado que antes y se olvidó de todas sus preocupaciones.
Mientras tanto, el niño había crecido y se mostraba muy inteligente y bien dispuesto. A medida que transcurrían los años crecía la angustia del padre, hasta el extremo de que se le reflejaba en el rostro. Un día le preguntó el niño la causa de su desazón, y aunque el padre se resistió a confesarla, insistió tanto el hijo que, finalmente, le dijo que, sin saber lo que hacía, lo había prometido a un hombrecillo negro a cambio de una cantidad de dinero; y cuando cumpliese los doce años vencía el plazo y tendría que entregárselo, pues así lo había firmado y sellado. Respondió el niño:
- No os aflijáis por esto, padre; todo se arreglará. El negro no tiene ningún poder sobre mí.
El hijo pidió al señor cura le diese su bendición, y, cuando sonó la hora, se encaminaron juntos al campo, donde el muchachito, describiendo un círculo en el suelo, situó en su interior con su padre. Presentó a poco el hombrecillo y dijo al viejo:
- ¿Me has traído lo que prometiste?
El hombre no respondió, mientras el hijo preguntaba:
- ¿Qué buscas tú aquí?
A lo que replicó el negro:
- Es con tu padre con quien hablo, no contigo.
Pero el muchacho replicó:
- Engañaste y sedujiste a mi padre -, dame el contrato.
- No - respondió el enano -, yo no renuncio a mi derecho.
Tras una larga discusión, convinieron, finalmente, en que el hijo, puesto que ya no pertenecía a su padre, sino al diablo, embarcaría en un barquito anclado en un río que corría hacia el mar; el padre empujaría la embarcación hacia el centro de la corriente y abandonaría al niño a su merced. Despidió el niño de su padre y subió al barquichuelo, y su propio padre tuvo que impulsarlo con el pie. Volcó el barco, quedando con la quilla para arriba y la cubierta en el mar. El padre, creyendo que su hijo se había ahogado, regresó tristemente a su casa y lo lloró durante largo tiempo.
Pero el barquito no se había hundido, sino que siguió flotando suavemente, con el mocito a bordo, hasta que, al fin, quedó varado en una isla desconocida. Desembarcó el muchacho, mojado y cubierto de algas marinas, vio un hermoso palacio de antología situado en una montaña y, a pesar de su acrofobia, se encaminó a él sin vacilar. Al llegar a la cima se percató de que el palacio ocupaba, hectáreas de la montaña lo que lo impresionó, pero al pasar la puerta vio que era un castillo encantado. Recorrió todas las salas, más todas estaban desiertas y llenas de plantas y espinas, excepto la última, donde había una serpiente enroscada. La serpiente contenía, a su vez, el ánima de una doncella encantada llamada Dafne que, al verlo, dio señales de gran alegría y le dijo:
- ¿Has llegado, libertador mío? Durante doce años te he estado esperando; este reino está hechizado y tú debes redimirlo.
- ¿Y cómo puedo hacerlo? - preguntó él.
- Esta noche comparecerán doce hombres negros, que llevan cadenas colgando, y te preguntarán el motivo de tu presencia aquí; tú debes mantenerte callado, sin responderles, dejando que hagan contigo lo que quieran. Te atormentarán, golpearán, pincharán y sacarás sangre de a montón, tú, aguanta, pero no hables, a las doce se marcharán. La segunda noche vendrán otros doce, y la tercera, veinticuatro, y te cortarán la cabeza; pero a las doce su poder se habrá terminado, y si para entonces tú has resistido y no has pronunciado una sola palabra, yo quedaré desencantada. Vendré con un frasco de agua de vida, el cual es la mejor profilaxis contra la muerte, te rociaré con ella y quedarás vivo y sano como antes.
- Te rescataré gustoso - respondió él.
Y todo sucedió tal y como se le había predicho. Los hombres negros hicieron su epifanía, pero no pudieron arrancarle una sola palabra, y la tercera noche la serpiente se transformó en una hermosa princesa que, provista del agua de vida, acudió al cuerpo golpeado del niño para detener la hemorragia y resucitarlo. Luego, arrojándose a su cuello, lo besó, y el júbilo y la alegría se esparcieron por todo el palacio. Casaron, y el muchacho convirtió en el neófito rey de la montaña de oro.
Al cabo de un tiempo de vida feliz y de fantasía, la reina dio a luz un hermoso niño. Cuando había transcurrido ya una década, el joven se acordó de su padre y le entró el deseo de ir a verlo a su casa. Según el criterio de la Reina no era lo mejor, y dijo:
-
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