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El Secreto De Dios


Enviado por   •  2 de Abril de 2015  •  2.684 Palabras (11 Páginas)  •  183 Visitas

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Universidad Central

Facultad de Humanidades y Letras

Pregrado Creación Literaria

Recursos Técnicos de la narración

Ana María García

EL SECRETO DE DIOS

CAPÍTULO I

Le sorprenden las palabras del argentino. Le calan profundo los pensamientos más próximos. Son reflejos del estado de su conciencia y de la decidida aparición de su lado más inconsciente. Las letras se le unen en el cerebro como una visión trascendente que le enseña los valores inamovibles de su dolor. En la intimidad de saberse insignificante ante el vasto respirar de su descenso y la desesperación que experimenta al no poder callarse; espasmos en el cuello le dan uno de los síntomas de su somatización corporal, espejo hostil de su estado mental. Las ideas aglutinadas de vida, de muerte. Dicotomías que lleva masticando durante muchas noches, sin hallar el remanso del hastío. Mientras sus dientes rechinan y se desgastan. Le duele la mandíbula. Abrazando ambas palabras por numerosos amaneceres, sin llegar a espantar al frio que siente en el cuerpo en todo momento y que no discierne si proviene de la ventana rota que deja entrar el rocío helado o de su propio corazón congelándose entre sus latidos inconscientes.

– deberíamos saber morirnos. Pero no, estamos condenados al instinto de respirar, ignorantes del arte de detenernos, inútiles para decidir el final- Piensa mientras se acuesta de lado. Le duele el costado derecho. Imagina una abertura liberando su agua pútrida.

Analizando las palabras durante eternos ocasos que le han dejado sin uñas y con dolor en los dientes; mientras es testigo de cómo se apaga el sol. Y las horas suceden sin que él pueda detener el transito acelerado y fustigante del tiempo. El tiempo que en otros tiempos fue su aliado musical y que hoy es un monstruo que se abalanza sobre sus intentos fallidos por recuperar la vitalidad. Y no sabiendo saber ahora la ciencia de hacerse calma adentro y sin saber dónde está su esperanza, contempla absorto la luz de la vela que ha encendido porque es martes. Porque aún finge que cree. Y esa actuación en vez de brindarle avistamientos de la verdad, le hace más bien repudiar el recuerdo de una fe que ya no le toca. Que ya no siente. Y la incredulidad obligada le hace sentir el desamparo de la soledad universal. Sabe que habita dentro de un ser que brilla más no sabe porque le han desconectado de la fuente. Y ese desamparo le atiborra de lágrimas que le ahogan en una tormenta que se refleja en la calle, en el golpeteo en las tejas con el sonido de la estridencia del frio que no escucha.

Hace meses que llueve. El cielo ha querido corresponder al gris de su aura. Y se arremete en complicadas tormentas de granizo en las noches, en lloviznas crueles y constantes durante el día. Y es malvado el clima que a veces sopla para que las nubes se muevan y el astro sol se asome tímidamente y desaparezca escondido tras una nube negra. Ya no sabe en qué fase lunar está. Él, que siempre fue un enamorado de la luna, hoy siente el desamor por la naturaleza. Él, que seguía con atención el viro de su luz, atendiendo al llamado de sus aguas. Hoy se ahoga en las mareas de su espíritu extraviado. Intuye que mengua o definitivamente que el astro debe estar negro. Porque siente la muerte. Un halito de esperanza se le cuela a veces en el pecho y el corazón le palpita con el vaticinio de la vida. Con la insinuación de su verdad revelada. La oscuridad como camino impostergable de la luz. Pero el peso de su propia sombra siempre sale vencedor en las batallas diarias que le quitan la energía, que le hacen doler las piernas. Y le llenan de pereza, de desidia. Sonríe ligeramente mientras piensa que una pereza consciente es definitivamente mejor que un abandonarse a la cama sin reflexionar sobre el cuerpo sumergido entre el colchón. Y que es un pusilánime declarado, un cobarde reminiscente. Todas las palabras son pleonasmos de sus verdades caducas. No prende la luz del cuarto. Se sumerge en la penumbra de la vela, el resplandor antiguo que le remonta a un pasado sin electricidad. A su pasado lejano en el campo. Cuando también el frío fue su antagonista crónico después de ver a su papá esa noche antes de irse a la mina. Hoy el encierro le sofoca con preguntas que nunca se había hecho pero que se sostenían adheridas a su pensamiento oculto y que hoy en la contemplación máxima de su existencia salen a acompañarle en estos días de encierro. No se decide a entregarse completamente al designio de alguna de las palabras. Y ello le ha provocado el dilema que le obliga ahora a reír y a llorar, casi al instante de terminar el poema. No puede detener el flujo desaforado de su mente racional que le dispara palabras que le duelen en el ego. Esa fuerza inconmensurable que ahora en vez de seguirle, le domina. Ríe por que comprende la fragilidad de su vida. Y es una risa sincera. Que le lástima porque es la burla descorazonada. La risa estridente de la sombra que ya se corona vencedora. Su Mr Hyde al acecho y las sales de sus aguas que ya no tienen la impureza para revertir el efecto del mal apoderándose de todos sus resquicios. Y teme que ya su corazón no palpita con la misma frecuencia. Que es un tambor destemplado que no atina a las notas de su propio despertar. Se duerme. Cae sigilosamente en el sueño de la ilusión de su vida desvaneciéndose. Ya se le vuelve la realidad pesadilla. Entonces ya no distingue con tanta habilidad cual es la verdad de sus hechos. Si su propia imagen de hombre llorón a la luz de una vela, acurrucado como un niño bajo una cama escuchando la estridencia de la guerra, mirando con temor una trompeta. Con ganas de correr a la cama de mamá, a la cama de Isabel. Para que le acaricie el pelo y le susurre al oído como en una película rosa que todo va a estar bien.

Está cansado, como si su cuerpo se estuviera apagando paulatinamente con su cordura en descenso. Como si los millones de células de las que es responsable ya no atendieran a su llamado de vida y se extendieran miedosas por su cuerpo y fueran muriendo una a una perdidas entre su sangre. Ese líquido rojo que tanto ha visto surgir a borbotones entre sus sueños. Tanto había compadecido a Isabel en sus delirios y ahora él es protagonista del debacle de su razón. De la inconexa rareza de su emoción. Ríe porque recuerda, porque se evoca mientras observa la trompeta que reposa sobre el armario, y lo mira. Ríe de tristeza porque le parece verse recorrer el escenario imitando a un pollo. Siempre quiso ser payaso y ahora entiende que su deseo provenía de la desdicha que siempre quiere hacerse risa y ahora entiende las tragedias de los payasos. Ríe por que descubre que en la postura del instrumento habita un gesto de rabia, solo él podría reconocerlo. Solo él, que se encontró mientras sonó su trompeta. Solo

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