Ensayo Frutos De Mi Tierra
Enviado por nathaliablanco36 • 9 de Septiembre de 2014 • 1.899 Palabras (8 Páginas) • 278 Visitas
Frutos de mi tierra (1896)
Tomás Carrasquifia, su autor, encabeza la lista de un grupo de novelistas antioqueños que, en las décadas finales del siglo XIX y primeras del XX, hicieron florecer la narrativa por canales diferentes a los acostumbrados en las letras nacionales, que giraban alrededor de la tradición bogotana. Esta «Escuela antioqueña», como la llama Eduardo Pachón Padilla, cuenta además con figuras como Eduardo Zuleta, Samuel Velázquez, Francisco de Paula Rendón, Marco Antonio Jaramifio, Gabriel Latorre, Camilo Botero Guerra y los cuentistas Efe Gómez, Jesús del Corral, Alfonso Castro y Julio Posada. Explica Pachón Padilla que «si comparamos la escuela santafereña (bogotana) con la antioqueña, es indudable que la segunda fue más original, más autóctono, más auténtica y tenia más que decir»1.
Carrasquifia nació en Santo Domingo en 1858 y murió en Medellín en 1940. Inició estudios de derecho en Medellín, pero se vio obligado a suspenderlos por causa de la guerra de 1876. Por un tiempo fue juez municipal en su pueblo natal y luego almacenista en una mina de oro en el pueblo de Argelia. En 1936 recibió el premio Vergara y Vergara por su obra hace tiempos2. Escribió más de diez novelas y multitud de cuentos, algunos de los cuales se consideran clásicos de la literatura colombiana, en especial el titulado «En la diestra de Dios Padre». En el nivel nacional su obra ha sido poco apreciada, pues se la ha tachado peyorativamente de regionalista y costumbrista. Y aunque recibió elogios de figuras como José María Pereda, julio Cejador y Frauca y Federico de Onís, fue sólo a partir de la década de 1950, gracias a los trabajos del erudito canadiense Kurt L. Levy que su nombre recibió cierto reconocimiento internacional.
CONCIENCIA DE LENGUAJE
Al acercarnos a la obra de Tomás Carrasquilla3, lo que mas llama la atención es su aguda conciencia sobre el lenguaje, que se impone aun con riesgo de oscurecer el esplendor de la ficción novelesca.
Esta conciencia sobre el lenguaje se expresa no sólo en su narrativa sino también en sus ensayos. En un articulo titulado «Herejías», Carrasquilla define la novela (en general) como «un pedazo de vida reflejado en un escrito por un corazón y una cabeza» (p.15)4. Agrega que para lograrlo nada mejor que la expresión propia del personaje a través de sus conversaciones: «El diálogo (escrito) debe ajustarse rigurosamente al hablado. La palabra da a conocer al individuo y a la colectividad. La palabra es el verbo, el alma de las personas. No debe cambiarse por otra más correcta ni más elegante, porque entonces se quita al personaje la nota más precisa, más genuina de su personalidad» (p.25) (énfasis agregado).
Esta fidelidad al habla lleva a Carrasquilla a conculcar en el texto escrito los preceptos gramaticales, representando inclusive sintaxis diferentes a la oficial. El único criterio que respeta es el de que las frases escritas se correspondan con las emitidas por una persona de carne y hueso, en un lugar específico y en una circunstancia determinada. De sus apreciaciones se desprende, además, la intima relación que puede establecerse entre las formas del habla y la identidad, tanto individual como colectiva. Frutos de mi tierra es un buen ejemplo de la práctica de estas convicciones.
EL ASUNTO
El asunto de la novela no tiene mayor trascendencia: compuesto por dos historias paralelas, que sólo en contadas ocasiones se tocan, reflejan formas de habla, tipos humanos, usos y costumbres de un buen sector de la ciudad de Medellín, en la segunda mitad del siglo XIX.
De un lado está la familia Alzate, representada por Agusto (forma oral de Augusto), Filomena, Mina (Belarmina) y Nieves, hermanos entre si y de origen humilde. Al quedar huérfanos, Agusto y Filomena despliegan tal actividad como comerciantes y prestamistas, tal constancia e imaginación, que al cabo de pocos años viven con holgura y son considerados ricos. Sus hermanas Mina y Nieves quedan reducidas a la categoría de amas de casa o sirvientas. Un día Agusto es víctima de una azotina callejera que lo sume en la postración fi'sica y moral. Llega César Pinto, un sobrino bogotano, hijo de Juanita, otra hermana que había emigrado años atrás. César cuenta con una buena hoja de vida: participó como militar en la revolución de 1885 recorriendo gran parte del país, es jugador, mujeriego y se las da de «cachaquito bastante regular» (p. 162)5. Trae lociones, ropas finas y exhibe una forma de hablar y unas maneras tan refinadas que Filomena, ya cuarentona, se enamora perdidamente de él. A pesar de llevarle muchos años de edad, deciden casarse, para lo cual obtienen dispensa del obispo. Fijan su residencia en Bogotá, situación que aprovecha el joven para escaparse con todos los haberes de Filomena, quien muere poco después sumida en la miseria.
En la segunda historia, Martín Gala - joven rico del Cauca y estudiante en Medellín - asume las poses del cachaco bogotano para lograr el amor de la bella Pepa Escandón. Escribe poemas y los recita en la universidad, compra caballo fino, bastón, vestidos lujosos, lociones, lee a Byron y lo erige en modelo de vida, todo en un ambiente provincial más dado al comercio que al arte. Su fracaso en el amor no puede ser mayor, y se convierte en el hazmerreír de la sociedad. Sólo cuando cambia su actitud por otra más auténtica y acorde con el medio logra conquistar el corazón de la esquiva Pepa.
César es bogotano, Martín adquiere poses bogotanas; en ambos casos el autor exagera esa condición hasta la caricatura. Esto no quiere decir, sin embargo, que los nativos se salven del ridículo: Agusto, déspota frente a sus hermanas menores es un cobarde frente a Bengala, quien lo humilla públicamente. El padre de Pepa, don Pacho Escandón, figura prestante de la ciudad, aparece como un intransigente ante su esposa e hijas: explota en ataques de
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