JUAN SALVADRO GAVIOTA
Enviado por maderi25 • 24 de Abril de 2014 • 3.187 Palabras (13 Páginas) • 196 Visitas
Juan Salvador Gaviota
Primera parte
Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó
El aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil
gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida.
Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan
Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó
su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición
requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el
viento no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció
detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el
aliento, forzó aquella torsión un... sólo... centímetro... más...
Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen.
Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas
en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de
nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de
vuelo más elementales: como ir y volver entre playa y comida. Para la
mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta
gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que
nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace
popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a
Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura,
Experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas
inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire
más tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal
chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela
plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico
gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas
recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se
desanimaron aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan
difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no
eres más que hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo
hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá
pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si
quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar
es muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la
razón de volar es comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó
comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y
batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose
sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dió resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente
disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar
empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo
hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más
acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se
metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué
las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos
volo a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza
a ceder.
Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado,
trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego
inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que trataba
de mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba violentamente hacia
ese lado, y al tratar de levantar su derecha para equilibrarse, entraba, como
un rayo, en una descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo
intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, terminó
en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debía ser mantener las alas quietas a
alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las
alas quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical,
el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el
momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo
tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella
sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido
una marca mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en
el instante en que cambió el angulo de sus alas, se precipitó en el mismo
terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por
hora, el desenlace fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.
Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se halló a la luz de
la Luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían lingotes de
plomo, pero el fracaso le
...