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La Autentica Conspiración del Gobierno mundial en la sombra.


Enviado por   •  27 de Marzo de 2016  •  Resumen  •  117.422 Palabras (470 Páginas)  •  220 Visitas

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El Imperio Invisible

La Autentica Conspiración del Gobierno mundial en la sombra

Daniel Estulin


Agradecimientos

A las dos personas que se ocuparon de sus asuntos con tenaz determinación y una sonrisa en la cara tanto en los mejores momentos como en los peores; que han aguantado a mi lado desde el principio hasta el final; y que se tomaron los cambios y las oportunidades de esta vida mortal como verdaderos hombres. A mis amigos, que convirtieron este libro en lo que es: una daga en el corazón de los planes del Imperio Invisible. A Kris Millegan y Russ Becker.

 


Prefacio

Nací en los buenos tiempos de la Unión Soviética de Leonid Brézhnev, ese lugar pútrido y atrasado que nos vendían como si se tratara del paraíso. En 1980, una semana después de que muriera mi abuela, nos echaron del país. Más de trescientos años de tradición documentada e historia familiar metidos en tres maletas ajadas y una caja de madera que contenía la posesión más preciada de nuestro clan: el piano de mi madre. A los quince años había vivido en algunas de las grandes capitales europeas más espléndidas, así como en otros países importantes. Primero en la Viena de Mozart, luego en la Florencia de Dante y la Roma de Gógol, después en el París de Hugo, a continuación en Canadá y más tarde de nuevo en Florencia, la primera nación-Estado de Europa y el epicentro del Renacimiento. Finalmente, en España. «Finalmente», claro está, de una forma más bien temporal.

En total, perdí un país y recuperé dos, y de alguna forma me las arreglé para extraviar una esposa, encontrar otra mejor, adquirir tres lenguas, un raudal inconcebible de diversión, suficientes penurias y atentados contra mí para varias vidas; y, sin embargo, nada de lo que tiene que ver conmigo ha permanecido inalterable excepto, dicen, mi risa.

El fornido agente de aduanas no estaba de broma cuando se dirigió a mi padre:

—No vuelvan. No queremos a los de su calaña.

Mi padre era un hombre valiente que defendía la libertad de expresión en un país totalitario, pero la ironía que encerraba el comentario de aquel estúpido se me escapó en aquel momento. El eco de la voz de aquel hombre y la expresión de la cara de mi padre aún me traspasan.

—¡Pobrecito! —Exclamó una de mis adineradas tías el día que aterrizamos en Toronto—. Debe de haber sido horrible. Te lo han quitado todo. —Examinó mis escasas posesiones, satisfecha de que hubiera sido, en efecto, horrible—. ¿Qué es esto? —Inquisitivamente, cogió un pequeño bote de plástico lleno de arena y lo sostuvo a cierta distancia mientras lo estudiaba con recelo.

—Es arena del mar Báltico. Fingió no haberme oído.

—Dime, ¿qué es lo que más echas de menos...? Esa gente tan terrible...

España, sol, arena. Y cuando me agacho para recogerla en las playas de arena blanca de Conil de la Frontera, en el sur de España, veintiséis años se desintegran entre mis dedos. Tomarme de forma totalmente literal mis recuerdos rotos, sin embargo, sería perderme casi todo lo que es relevante de ellos.

La voz de mi tía resuena en los rincones más profundos de mi memoria. ¿Qué es lo que más echo de menos? Que me quitaran mi país en nombre de no importa qué «-ismo» que ellos quisieran legitimar y obligarme a aceptar. El omnipresente «ellos». Los hombres que se ocultan tras el telón. El Imperio Invisible. Me privaron de mi país cuando aún era un niño.

—O estás con nosotros, o estás con los terroristas.

La voz de otro «agente de aduanas», un vigilante de seguridad del aeropuerto, captó mi atención. Me pilló desprevenido, pero esa vez sí sabía quién era, por qué estaba allí y adonde iba.

No, señores, sin duda alguna no estoy con los terroristas, y no permitiré que me acobarden hasta hacer que me convierta en uno de ellos. Estoy aquí para arrojar algo de luz sobre sus delitos. Ahora estoy de mi propio lado. Y del lado de aquellos que son demasiado débiles como para aguantar el azote de la minoría delictiva. Graham Greene lo expresó mejor: «La lealtad de un escritor siempre varía porque las víctimas varían.»

He tenido la oportunidad de hacerme más rico de lo que jamás habría soñado. Gracias a los problemas que les he causado a lo largo de los años, me pusieron en la mano, literalmente, un cheque en blanco. «Escribe la cifra que consideres justa, y el dinero es tuyo.» Por el rabillo del ojo vi la típica expresión chulesca. ¡Qué bien la conozco! Los aduaneros la lucían cuando agarraron a mi madre por el pescuezo y la lanzaron de cabeza entre las puertas de un vagón de tercera clase: «Brest-Viena», decía, y debajo, pintado a mano, «escoria y emigrantes».

Se me pasó por la cabeza una locura. ¿Y si escribía un uno y añadía nueve ceros? Mil millones de dólares... Me sentí tentado. Mil millones de dólares. Un impulso poderoso me empujaba a coger la pluma. Los dos emisarios se removían con nerviosismo.

Pero ¿y si «ellos» aceptaban? Me recorrió un escalofrío. ¿Y si lo hacían? Entonces, ¿qué? No habría vuelta atrás en el camino hacia la perdición.

Uno de los mensajeros miró el reloj con impaciencia.

—¿Qué hará falta para que lo entienda, señor Estulin? No puede ganar esta guerra. Tan sólo puede prolongar lo inevitable. —Silencio—. Su decisión, señor Estulin.

Su voz era firme, pero estaba absolutamente desprovista de rabia. Resultaba evidente que para ellos se trataba de una simple propuesta comercial.

Pensé en mi padre, un hombre orgulloso al que destruyó un sistema que se sentía amenazado por su inocencia.

—¿Cuántos ceros vale la libertad de un individuo? —pregunté.

El más educado de los dos enviados me deseó buenos días y me devolvió el cheque.

—Puede quedárselo de recuerdo —me dijo.

El papel que me dejó en las manos era, claro está, falso, y ni siquiera constituía un soborno de verdad. Cuando miro hacia atrás, me siento bastante más aliviado que ofendido.

Desde mi punto de vista hay dos implicaciones éticas en esta historia. Una, relativamente superficial y un poco esnob, es que el mal es una forma de vulgaridad. La otra es más importante y más difícil de concretar, puesto que nos lleva más allá de las palabras. Se trata de que el mal, en todas sus manifestaciones, debería ser, en sentido literal, «indecible». Si necesitamos debatir, aunque sea en nombre de la libertad y la democracia, cosas como la legitimidad de actos tan viles como la tortura —tal y como se nos está pidiendo que hagamos—, es que ya estamos perdidos.

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