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La Carta Robada Edgar Allan Poe


Enviado por   •  13 de Agosto de 2021  •  Tesis  •  7.418 Palabras (30 Páginas)  •  257 Visitas

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La Carta Robada

Edgar Allan Poe

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textos.info

Biblioteca digital abierta

Texto núm. 284

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Título: La Carta Robada Autor: Edgar Allan Poe Etiquetas: Cuento

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Editor: Edu Robsy

Fecha de creación: 21 de mayo de 2016

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Edita textos.info

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Maison Carrée

c/ Ramal, 48

07730 Alayor - Menorca Islas Baleares

España

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La Carta Robada

Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18..., me hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot, en el faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunas horas solamente; me refiero al asunto de la rue Morgue y el misterio del asesinato de Marie Roget. Los consideraba de algún modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nuestro antiguo conocido, monsieur G***, el prefecto de la policía parisina.

Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de divertido como de despreciable, y hacía varios años que no le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G*** dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.

—Si se trata de algo que requiere mi reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la oscuridad.

—Esa es otra de sus singulares ideas —dijo el prefecto, que tenía la costumbre de llamar «singular» a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión de

«singularidades».

—Es muy cierto —respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa, y

haciendo rodar hacia él un confortable sillón.

—¿Y cuál es la dificultad ahora? —pregunté— Espero que no sea otro asesinato.

—¡Oh, no, nada de eso!. El asunto es muy simple, en verdad, y no tengo duda que podremos manejarlo suficientemente bien nosotros solos; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles del hecho, porque es un caso excesivamente singular.

—Simple y singular —dijo Dupin.

—Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados porque el asunto es tan simple, y, sin embargo nos confunde a todos.

—Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta a usted

—dijo mi amigo.

—¡Qué desatino dice usted! —replicó el prefecto, riendo de todo corazón.

—Quizás el misterio es un poco demasiado sencillo —dijo Dupin.

—¡Oh, por el ánima de...! ¡Quién ha oído jamás una idea semejante!

—Un poco demasiado evidente.

—¡Ja, ja, ja!... ¡ja, ja, ja!... ¡jo, jo, jo! —reía nuestro visitante, profundamente divertido— ¡Oh, Dupin, usted me va a hacer reventar de risa!.

—¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? —pregunté.

—Se lo diré a usted —replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuerte y reposado puff y acomodándose en su sillón— Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto que demanda la mayor reserva, y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo he confiado a alguien.

—Continuemos —dije.

—O no continúe —dijo Dupin.

—De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje, de que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; sobre este punto no hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que continúa todavía en su poder.

—¿Cómo se sabe esto? —preguntó Dupin.

—Se ha deducido perfectamente —replicó el prefecto—, de la naturaleza del documento y de la no aparición de ciertos resultados que habrían tenido lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a causa del empleo que se haría de él, en el caso de emplearlo.

—Sea usted un poco más explícito —dije.

—Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedor cierto poder en una cierta parte, donde tal poder es inmensamente valioso.

El prefecto era amigo de la jerga diplomática.

—Todavía no le comprendo bien —dijo Dupin.

—¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona, que es imposible nombrar, pondrá en tela de juicio el honor de un personaje de la más elevada posición; y este hecho da al poseedor del documento un ascendiente sobre el ilustre personaje, cuyo honor y tranquilidad son así comprometidos.

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