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Miguel De Unamuno


Enviado por   •  21 de Febrero de 2014  •  29.762 Palabras (120 Páginas)  •  283 Visitas

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Miguel de Unamuno

LA TÍA TULA

PRÓLOGO

(QUE PUEDE SALTAR EL LECTOR DE NOVELAS)

«Tenía uno [hermano] casi de mi edad, que era el que yo más quería, aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí; juntábamonos entrambos a leer vidas de santos... Espantábanos mucho el decir en lo que leíamos que pena y gloria eran para siempre. Acaecíanos estar muchos ratos tratando desto, y gustábamos de decir muchas veces ¡para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido, me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad. De que vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños, y en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer ermitas poniendo unas piedrecillas, que luego se nos caían, y ansí no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo; que ahora me pone devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi culpa.

»Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años, poco menos; como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre con muchas lágrimas. Paréceme que aunque se hizo con simpleza, que me ha valido, pues conocidamente he hallado a esta Virgen Soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí.»

(Del capítulo I de la Vida de la santa Madre Teresa de Jesús, que escribió ella misma por mandado de su confesor.)

«Sea [Dios] alabado por siempre, que tanta merced ha hecho a vuestra merced, pues le ha dado mujer, con quien pueda tener mucho descanso. Sea mucho de enhorabuena, que harto consuelo es para mí pensar que le tiene. A la señora doña María beso siempre las manos muchas veces; aquí tiene una capellana y muchas. Harto quisiéramos poderla gozar; mas si había de ser con los trabajos que por acá hay, más quiero que tenga allá sosiego, que verla acá padecer.»

(De una carta que desde Ávila, a 15 de diciembre de 1581, dirigió la santa Madre, y Tía, Teresa de Jesús, a su sobrino don Lorenzo de Cepeda, que estaba en Indias, en el Perú, donde se casó con doña María de Hinojosa, que es la señora doña María de que se habla en ella.)

En el capítulo II de la misma susomentada Vida, se dice de la santa Madre Teresa de Jesús que era moza «aficionada a leer libros de caballerías» ––los suyos lo son, a lo divino–– y en uno de los sonetos, de nuestro Rosario de ellos, la hemos llamado:

Quijotesa

a lo divino, que dejó asentada

nuestra España inmortal, cuya es la empresa:

«sólo existe lo eterno; ¡Dios o nada!»

Lo que acaso alguien crea que diferencia a santa Teresa de Don Quijote, es que este, el Caballero ––y tío, tío de su inmortal sobrina––, se puso en ridículo y fue el ludibrio y juguete de padres y madres, de zánganos y de reinas; pero ¿es que santa Teresa escapó al ridículo? ¿Es que no se burlaron de ella? ¿Es que no se estima hoy por muchos quijotesco, o sea ridículo, su instituto, y aventurera, de caballería andante, su obra y su vida?

No crea el lector, por lo que precede, que el relato que se sigue y va a leer es, en modo alguno, un comentario a la vida de la santa española. ¡No, nada de esto! Ni pensábamos en Teresa de Jesús al emprenderlo y desarrollarlo; ni en Don Quijote. Ha sido después de haberlo terminado, cuando aun para nuestro ánimo, que lo concibió, resultó una novedad este parangón, cuando hemos descubierto las raíces de este relato novelesco. Nos fue oculto su más hondo sentido al emprenderlo. No hemos visto sino después, al hacer sobre él examen de conciencia de autor, sus raíces teresianas y quijotescas. Que son una misma raíz.

¿Es acaso este un libro de caballerías? Como el lector quiera tomarlo... Tal vez a alguno pueda parecerle una novela hagiográfica, de vida de santos. Es, de todos modos, una novela, podemos asegurarlo.

No se nos ocurrió a nosotros, sino que fue cosa de un amigo, francés por más señas, el notar que la inspiración ––¡perdón!–– de nuestra nivola Niebla era de la misma raíz que la de La vida es sueño, de Calderón. Mas en este otro caso ha sido cosa nuestra el descubrir, después de concluida esta novela que tienes a la vista, lector, sus raíces quijotescas y teresianas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que lo que aquí se cuenta no haya podido pasar fuera de España.

Antes de terminar este prólogo queremos hacer otra observación, que le podrá parecer a alguien quizá sutileza de lingüista y filólogo, y no lo es sino de psicología. Aun¬que ¿es la psicología algo más que lingüística y filología?

La observación es que así como tenemos la palabra pa¬ternal y paternidad que derivan de pater, padre, y mater¬nal y rnaternidad, de mater, madre, y no es lo mismo, ni mucho menos, lo paternal y lo maternal, ni la paternidad y la maternidad, es extraño que junto a fraternal y frater¬nidad, de frater, hermano, no tengamos sororal y sorori¬dad, de soror, hermana. En latín hay sorius, a, um, lo de la hermana, y el verbo sororiare, crecer por igual y junta¬mente.

Se nos dirá que la sororidad equivaldría a la fraterni¬dad, mas no lo creemos así. Como si en latín tuviese la hija un apelativo de raíz distinta que el de hijo, valdría la pena de distinguir entre las dos filialidades.

Sororidad fue la de la admirable Antígona, esta santa del paganismo helénico, la hija de Edipo, que sufrió mar¬tirio por amor a su hermano Polinices, y por confesar su fe de que las leyes eternas de la conciencia, las que rigen en el eterno mundo de los muertos, en el mundo de la in¬mortalidad, no son las que forjan los déspotas y tiranos de la tierra, como era Creonte.

Cuando en la tragedia sofocleana Creonte le acusa a su sobrina Antígona de haber faltado a la ley, al mandato re¬gio, rindiendo servicio fúnebre a su hermano, el fratri¬cida, hay entre aquéllos este duelo de palabras:

«A.––No es nada feo honrar a los de la misma entraña.

»Cr.––¿No era de tu sangre también el que murió con¬tra él?

»A.––De la misma, por madre y padre...

»Cr.––¿Y cómo rindes a este un honor impío?

»A.––No diría eso el muerto...

»Cr.––Pero es que le honras igual que al impío...

»A.––No murió su siervo, sino su hermano.

» Cr.––Asolando esta tierra, y el otro defendiéndola...

»A.––El otro mundo, sin embargo gusta de igualdad ante la ley.

»Cr.––¿Cómo ha de ser igual para el vil que para el no¬ble?

»A.––Quién sabe si estas máximas son santas allí abajo...»

(Antígona, versos 511-521.)

¿Es que

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