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NEGROS


Enviado por   •  5 de Agosto de 2014  •  Informe  •  419 Palabras (2 Páginas)  •  211 Visitas

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NEGROS

Conocido también por el seudónimo "Boabdil el Chico", nació en Zamora, en 1848. Su primera obra, escrita con Eduardo Lustonó, fue adquirida por el famoso empresario Arderius, quien la estrenó en su no menos célebre teatro De los Bufos (1866). La pieza, que se titulaba “Un sarao y una soirée”, obtuvo éxito. Se especializó en comedias y zarzuelas; colaboró con autores como Vital Aza, con obras como “Los sobrinos del capitán Grant” o “La bruja”. Su título más famoso es “Agua, azucarillos y aguardiente”, que musicalizó Federico Chueca. Fue secretario de la Sociedad de Autores y fundó el semanario satírico “Las Disciplinas”. Sus chascarrillos y versos jocosos se publicaban en “Blanco y Negro”. Falleció en Madrid, en 1915

EL SEMINARISTA DE LOS OJOS NEGROS

Desde la ventana de un casucho viejo

abierta en verano, cerrada en invierno

por vidrios verdosos y plomos espesos,

una salmantina de rubio cabello

y ojos que parecen pedazos de cielo,

mientas la costura mezcla con el rezo,

ve todas las tardes pasar en silencio

los seminaristas que van de paseo.

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,

marchan en dos filas pausados y austeros,

sin más nota alegre sobre el traje negro

que la beca roja que ciñe su cuello,

y que por la espalda casi roza el suelo.

Un seminarista, entre todos ellos,

marcha siempre erguido, con aire resuelto.

La negra sotana dibuja su cuerpo

gallardo y airoso, flexible y esbelto.

Él, solo a hurtadillas y con el recelo

de que sus miradas observen los clérigos,

desde que en la calle vislumbra a lo lejos

a la salmantina de rubio cabello

la mira muy fijo, con mirar intenso.

Y siempre que pasa le deja el recuerdo

de aquella mirada de sus ojos negros.

Monótono y tardo va pasando el tiempo

y muere el estío y el otoño luego,

y vienen las tardes plomizas de invierno.

Desde la ventana del casucho viejo

siempre sola y triste; rezando y cosiendo

una salmantina de rubio cabello

ve todas las tardes pasar en silencio

los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,

su seminarista de los ojos negros;

cada vez que pasa gallardo y esbelto,

observa la niña que pide aquel cuerpo

marciales arreos.

Cuando en ella fija sus ojos abiertos

con vivas y audaces miradas de fuego,

parece decirla: —¡Te quiero!, ¡te quiero!,

¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!

¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!

A la niña entonces se le oprime el pecho,

la labor suspende y olvida los rezos,

y

...

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