Proyecto De Intervencio
Enviado por jikio • 28 de Enero de 2014 • 3.330 Palabras (14 Páginas) • 375 Visitas
EL COMIENZO DEL SUEÑO Parte I
Contar mi vida... No sé por dónde empezar. Una vida la recuerdas a saltos, a golpes. De repente te viene a la memoria un pasaje y se te ilumina la escena del recuerdo. Lo ves todo transparente, clarísimo y hasta parece que lo entiendes. Entiendes lo que está pasando allí aunque no lo entendieras cuando sucedió...
Otras veces tratas de recordar hechos que fueron importantes, acontecimientos que marcaron tu vida y no logras recrearlos, sacarlos a la superficie...
Para mí, por ejemplo está muy claro el día que di por terminada la carrera. Yo acababa de cumplir veintidós años. Era un día de julio de 2004. Lloviznaba. Desde muy temprano había contemplado por la ventana los árboles de los jardines del internado cubiertos de una gasa tenue y abajo, al final de la ladera, un pozo de luz lechosa, como una nube o un ovillo de hilos enredados que flotaba sobre el suelo.
Al levantar el sol, cuando sólo quedaran jirones de niebla enganchados en los rincones más sombríos, en aquella escuela se extendería un clamor de sonidos mezclados; motores de camiones, risas de las compañeras en los dormitorios, ecos de voces en los salones que para ésas fechas ya lucían semivacíos y la voz chillona de la secretaria que atendía el teléfono que por el altavoz decía <<María del Carmen López, tercer grado, tiene llamada telefónica>> <<María del Carmen López, tercer grado, tiene llamada telefónica>> .
La ciudad era Tamazulápam y mi escuela, era la Normal Rural “Vanguardia”, un internado situado en la Mixteca Oaxaqueña, yo conocía sus amaneceres porque llevaba siete años viviendo allí, compartiendo la mayor parte de mi tiempo y espacio con otras compañeras que, como yo, procedían de otras regiones del estado o incluso de otras entidades del Sureste de México.
En Tama, como le llamábamos, estudié siete años, tres cursos del bachillerato y luego cuatro de la licenciatura, y ese día lluvioso de Julio, a esa hora que tan bien recuerdo estaba llegando a una meta. A las diez de la mañana en uno de los fríos salones de la escuela, nos reuniríamos un equipo de maestros y yo para el examen profesional. Días antes había preparado todo para la ceremonia, le pedí a mi madre que trajera de Ixhuatán, el mantel que había bordado para las ocasiones especiales, serviría para ponerlo en la mesa del presídium bajo a un arreglo de flores, todo lucía impecable.
Eran tres los miembros del jurado, la maestra Josefina, que por muchos años había ganado la fama de ser implacable en los exámenes profesionales; el maestro José, Pepe como le llamábamos, que me acompañó en la asesoría de mi documento recepcional y que en ocasiones me sirvió también de paño de lágrimas cuando pensaba que no podría concluir con mi informe; y, finalmente el maestro Luis Alberto, "¡Tuviste suerte!" dijeron mis compañeras al ver la lista de los jurados que nos examinarían, "¡Luis es bien barco!" añadieron, ciertamente, el maestro Luis era un hombre bonachón, que poco le interesaba el trabajo académico, pero que por su antigüedad lo invitaban a ser sinodal de los exámenes profesionales. "Todo va a estar muy bien", me susurro al oído Gabriela, mi mejor amiga.
A las once con treinta minutos, luego de responder a la última pregunta de la maestra Josefina y una vez que los tres miembros del jurado acordaran el veredicto, escuchaba una vez más mi nombre de la voz del maestro José Cerero: <<Lucía del Carmen López Ayuso, Licenciada en Educación Primaria, aprobada con mención honorífica>>. El fin de una etapa y el comienzo de un sueño...
SER DOCENTE RURAL Y NO MORIR EN EL INTENTO; Parte 2
«Señorita maestra, le advierto que la van recibir a palos porque la maestra anterior los tenía muy abandonados, sólo estaba tres días de la semana, cuando mucho, y entre sus reuniones sindicales y sus visitas al doctor siempre tenía un pretexto para ausentarse, la gente del pueblo está muy inconforme…»
No supe qué contestar. El hombre sostenía en una de sus manos una pequeña bolsa con lo que parecía, eran unas pepitas de calabaza, tomaba una por una, las presionaba con sus dientes, comía y escupía la cáscara. Parece que lo estoy viendo. Reseco, renegrido, bajo y fuerte. Venía a buscarme de parte del comité de padres para llevarme al pueblo, perdido en la montaña.
Yo no soy cobarde, entonces, menos. Pero las palabras del hombre me encogieron el ánimo. En medio de aquella Plaza vacía ¿estaban todos comiendo en sus casas?, ¿trabajaban en el campo?, sentí miedo.
Me acordé de Rosa, mi compañera de curso: «Yo, si no me dan un pueblo cerca de mi casa, no voy», solía decir. «Prefiero quedarme y esperar...» «Esperar ¿a qué?», le decía yo. Pero ella insistía: «Esperar.» Es verdad que su padre era un maestro, dueño de una papelería en su pueblo y allí tenía ella su medio de vida asegurado y hasta oportunidades de encontrar un novio conveniente. Como ella decía: «Nos interesa encontrar un novio conveniente...»
Esperé casi dos meses para que saliera mi orden de adscripción y al fin me asignaron escuela. Este será definitivo, nadie me moverá, nadie pide los pueblos perdidos en la montaña, a nadie le interesa aislarse del mundo. Así que para allá me fui con interés, con ilusión. Y mira por dónde, cuando voy a tocar tierra firme, viene el hombre que me mandan como guía y me suelta aquello: «Señorita maestra, le advierto que la van a recibir a palos...» El hombre comía y escupía «¿Quiere?», había sido su último ofrecimiento. Y señalaba la bolsa de pepitas. Yo dije que no con la cabeza. Luego dijo: «Vamos», y me señaló el caballo que permanecía atado a una de las columnas de piedra de la plaza.
No sé cómo, me encontré sentada en lo alto, la espalda erguida, las piernas colgando hacia un lado. El guía sujetó la maleta con una cuerda a mi lado. Yo me apoyé en ella y me sentí protegida por aquella maleta que guardaba mis tesoros: algunas fotos, libros y mi diario; todo lo que me unía a mi casa, mi familia, mi mundo.
El guía dijo: «Arre.» Y el caballo empezó a andar lentamente. Por las últimas callejas del pueblo sonaban los cascos: cloc, cloc, cloc. El animal corría entre los cantos desiguales del empedrado. Por el camino en cuesta bajamos hasta un puente de madera que cruzaba un río estrecho de aguas turbulentas. Yo me agarré bien a la manta y me dije: «No me puedo caer.» Al vaivén de la marcha se me incrustaba en la cadera la esquina de la maleta y el dolor intermitente del golpeteo me daba ganas de llorar. Pero yo seguí pensando: «No me voy a caer y tampoco voy a llorar. Nadie me va a recibir a palos. Todo está en regla.» Al ritmo de la marcha, la indignación me subía
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