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Santa Doce Peregrinos


Enviado por   •  23 de Marzo de 2015  •  1.132 Palabras (5 Páginas)  •  220 Visitas

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He vuelto a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas apacibles de la Roma antigua, y no sólo me sorprendió por su aspecto irreversible de romano viejo, sino por su tenacidad irracional. La última vez en que lo había visto, hace más de veinte años, conservaba todavía la ropa funeraria y la conducta sigilosa de los funcionarios públicos de los Andes. Ahora, sus maneras me parecieron las de alguien que ya no pertenece a nadie más que a sí mismo. Al cabo casi de dos horas de recordaciones nostálgicas en uno de los cafecitos del Trastévere, me atreví a hacerle la pregunta que más me ardía por dentro.-¿Qué pasó con la santa?

-Ahí está -me contestó-, esperando.

Sólo el tenor Rafael Rivero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de la respuesta. Conocíamos tanto su drama que durante muchos años pensé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que todos los novelistas esperamos durante toda la vida, y si nunca tomé la decisión de dejarme encontrar fue porque el final de su historia era imprevisible y casi imposible de inventar. Todavía lo sigue siendo.

Margarito Duarte llegó a Roma en el verano de 1954. Era la primera vez que salía de su remota aldea de los Andes, y no necesitaba decirlo para que uno lo supiera, a primera vista. Se había presentado una mañana en el consulado de su país en Roma, con aquella maleta de plano lustrado que por su tamaño y su forma parecía el estuche de un violonchelo, y le había planteado al cónsul el motivo asombroso de su viaje. El cónsul llamó entonces a su amigo, el tenor colombiano Rafael Rivero Silva, para que éste le consiguiera una habitación a Margarito Duarte en la pensión donde ambos vivíamos. Así nos conocimos.

Ese mismo día nos contó su historia. No había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había inducido a darse una formación cultural más alta, mediante la lectura concienzuda y un poco apasionada de cuanto material impreso pasaba a su alcance.

A los dieciocho años se había casado con la muchacha más bella de su provincia, que murió dos años después, y de ella le quedó una hija más bella aún, que había muerto poco después a la edad de siete años. Margarito Duarte era el registrador de instrumentos públicos de su municipio desde que terminó la escuela primaria. Y siguió siéndolo hasta que una trastada de su destino lo embarcó en aquel viaje demente que había de torcer para siempre el rumbo de su vida. Todo había empezado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo que cambiar de lugar el cementerio del pueblo para construir una empresa. Margarito Duarte, como todos los habitantes de la región, desenterró sus muertos para la mudanza y aprovechó la ocasión para ponerles urnas nuevas. La esposa estaba convertida en polvo al cabo de doce años, pero la niña estaba intacta. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el olor de las rosas frescas con que la habían enterrado. Las voces que proclamaron el milagro se oyeron de inmediato hasta mucho más allá de su provincia, y durante toda la semana acudieron al pueblo los curiosos menos pensados. No había duda: la incorruptibilidad del cuerpo ha sido siempre uno de los síntomas más visibles de la santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo

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