Texto completo Sub sole. Cuento
Enviado por seba.ar.eg • 28 de Septiembre de 2014 • Informe • 2.663 Palabras (11 Páginas) • 331 Visitas
Sub sole
[Cuento. Texto completo.]
Baldomero Lillo
Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una ojeada la líquida llanura del mar.
Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en la línea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las calladas ondas.
Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio adonde se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas desnudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arena se extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente. La joven, pendiente de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la arenosa falda de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni un ser humano se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas revoloteaban en la blanca cinta de espuma, producida por la tenue resaca, enormes alcatraces con las alas abiertas e inmóviles resbalaban, unos tras otros, como cometas suspendidas por un hilo invisible, sobre las dormidas aguas. Sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por encima de las dunas y, en seguida, doblando el promontorio, iban a perderse en alta mar.
Después de media hora de marcha, la mariscadora se encontró delante de gruesos bloques de piedra que le cerraban el paso. En ese sitio la playa se estrechaba y concluía por desaparecer bajo grandes planchones de rocas basálticas, cortadas por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente el obstáculo, torció hacia la izquierda y se halló, de improviso, en una diminuta caleta abierta entre los altos paredones de una profunda quebrada.
La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y angosta. La arena de oro pálido se extendía como un tapiz finísimo en derredor del sombrío semicírculo que limitaba la ensenada.
La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del sol donde colocar la criatura, lo que encontró bien pronto en la sombra que proyectaba un enorme peñasco cuyos flancos, húmedos aún, conservaban la huella indeleble del zarpazo de las olas.
Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua, desprendió de los hombros el amplio rebozo y arregló con él un blando lecho al dormido pequeñuelo, acostándolo en aquel nido improvisado con amorosa solicitud para no despertarle.
Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con grandes ojos velados en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.
La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis devorando con la mirada aquel bello y gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y abundosa cabellera, la joven no tenía nada de hermoso. Sus facciones toscas, de líneas vulgares, carecían de atractivo. La boca grande, de labios gruesos, poseía una dentadura de campesina: blanca y recia, y los ojos pardos, un tanto humildes, eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia la criatura, las líneas se suavizaban, las pupilas adquirían un brillo de intensidad apasionada y el conjunto resultaba agradable, dulce y simpático.
El sol, muy alto sobre el horizonte, inundaba de luz aquel rincón de belleza incomparable. Los flancos de la cortadura desaparecían bajo la enmarañada red de arbustos y plantas trepadoras. Dominando el leve zumbido de los insectos y el blando arrullo del oleaje entre las piedras, resonaba a intervalos, en la espesura, el melancólico grito del pitío.
La calma del océano, la inmovilidad del aire y la placidez del cielo tenían algo de la dulzura que se retrataba en la faz del pequeñuelo y resplandecía en las pupilas de la madre, subyugada a pesar suyo, por la magia irresistible de aquel cuadro.
Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa delante de la cual se extendía una vasta plataforma de piedra que se internaba una cincuentena de metros dentro del mar. La superficie de la roca era lisa y bruñida, cortada por innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas especies de plantas marinas.
Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada instante para examinar las hendiduras que encontraba al paso. Toda clase de mariscos llenaban esos agujeros. La joven, con ayuda de un pequeño gancho de hierro, desprendía de la piedra los moluscos y los arrojaba en un canasto. De cuando en cuando, interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura que continuaba durmiendo sosegadamente.
El océano asemejábase a una vasta laguna de turquesa líquida. Aunque hacía ya tiempo que la hora de la baja mar había pasado, la marea subía con tanta lentitud que sólo un ojo ejercitado podía percibir cómo la parte visible de la roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían cada vez con más fuerza y en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.
La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio le era familiar y, dada la hora, tenía tiempo de sobra para abandonar la plataforma antes que desapareciera bajo las olas.
El canasto se llenaba con rapidez. Entre las hojas transparentes del luche destacábanse los tonos grises de los caracoles, el blanco mate de las tacas y el verde viscoso de los chapes. Cipriana con el cuerpo inclinado, la cesta en una mano y el gancho en la otra, iba y venía con absoluta seguridad en aquel suelo escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello redondo y moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas, descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De vez en cuando se enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas de sus cabellos. Y
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