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Rikki-tikki-tavi. Cuento infantil. Texto completo. Rudyard Kipling


Enviado por   •  8 de Octubre de 2014  •  Informe  •  5.982 Palabras (24 Páginas)  •  552 Visitas

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Rikki-tikki-tavi

[Cuento infantil. Texto completo.]

Rudyard Kipling

Ésta es la historia de la gran batalla que sostuvo Rikki-tikki-tavi, sin ayuda de nadie, en los cuartos de baño del gran bungalow que había en el acuartelamiento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó, y Chuchundra, el ratón almizclero, que nunca anda por el centro del suelo, sino junto a las paredes, silenciosamente, fue quien la aconsejó.

Era una mangosta1, parecida a un gato pequeño en la piel y la cola, pero mucho más cercana a una comadreja en la cabeza y las costumbres. Los ojos y la punta de su hocico inquieto eran de color rosa; podía rascarse donde quisiera, con cualquier pata, delantera o trasera, que le apeteciera usar; podía inflar la cola hasta que pareciera un cepillo para limpiar botellas, y el grito de guerra que daba cuando iba correteando por las altas hierbas era:

-¡Rikk-tikk-tikki-tikki-tchk!

Un día, una de las grandes riadas de verano la sacó de la madriguera en que vivía con su padre y su madre, y la arrastró, pataleando y cloqueando, a una zanja al borde de la carretera. En ella flotaba un pequeño manojo de hierba al que se agarró hasta perder el sentido. Cuando se reanimó, estaba tumbada al calor del sol en mitad del sendero de un jardín, rebozada de barro, y un niño pequeño decía:

-Una mangosta muerta. Vamos a enterrarla.

-No -dijo su madre-, vamos a meterla dentro para secarla. Puede que no esté muerta.

La llevaron a la casa, y un hombre grande la cogió entre el índice y el pulgar y dijo que no estaba muerta, sino medio ahogada; con lo cual la envolvieron en algodón, le dieron calor, y ella abrió lo ojos y estornudó.

-Ahora -dijo el hombre grande (era un inglés que se acababa de mudar al bungalow)-, no la asusten, y vamos a ver qué hace.

Asustar a una mangosta es lo más difícil del mundo, porque está llena de curiosidad, desde el hocico hasta la cola. El lema de la familia de las mangostas es: «Corre y entérate», y Rikki-tikki hacía honor a su raza. Miró el algodón, decidió que no era comestible, y se puso a dar vueltas alrededor de la mesa; se sentó alisándose la piel y rascándose, y subió al hombro del niño de un salto.

-No te asustes, Teddy -dijo su padre-. Eso es que quiere hacerse amiga tuya.

-¡Ay! Me está haciendo cosquillas debajo de la barbilla -dijo Teddy.

Rikki-tikki se puso a mirar debajo del cuello de la camisa del niño, le olisqueó la oreja, y bajó por su cuerpo hasta el suelo, donde se sentó, restregándose el hocico.

-Pero ¡bueno! -dijo la madre de Teddy-. ¿Y esto es un animal salvaje? Será que se está portando bien porque hemos sido amables con él.

-Todas las mangostas son así -dijo su marido-. Si Teddy no la coge por la cola, o intenta meterla en una jaula. se pasará todo el día entrando y saliendo de la casa. Vamos a darle algo de comer.

Le dieron un trocito de carne cruda. A Rikki-tikki le gustó muchísimo y, al terminárselo, salió corriendo a la terraza, se sentó al sol y erizó la piel para que los pelos se le secaran hasta las raíces. Entonces empezó a sentirse mejor.

«Aún me quedan tantas cosas por descubrir en esta casa -se dijo a sí misma-, que los de mi familia tardarían toda una vida en conseguirlo. Pienso quedarme y enterarme de todo.»

Se dedicó a dar vueltas por la casa durante el resto del día. Estuvo a punto de ahogarse en las bañeras, metió la nariz en el tintero que había encima del escritorio, y se la quemó con la punta del cigarro del hombre grande, porque se le había subido a las rodillas para ver cómo se escribía. Al anochecer se metió en el cuarto de Teddy para ver cómo se encendían las lámparas de parafina, y cuando Teddy se metió en la cama, Rikki-tikki hizo lo mismo; pero era un compañero muy inquieto, porque tenía que estar levantándose toda la noche, cada vez que oía un ruido, para ver de dónde venía. A última hora, la madre y el padre de Teddy entraron a echar un vistazo a su hijo, y Rikki-tikki estaba despierta encima de la almohada.

-Esto no me gusta -dijo la madre de Teddy-. Puede que muerda al niño.

-No va a hacer nada semejante -dijo el padre-. Teddy está más seguro con esa fierecilla que si tuviera a un sabueso vigilándolo. Si ahora mismo entrara una serpiente en este cuarto...

Pero la madre de Teddy no quería ni pensar en algo tan horrible.

Por la mañana temprano, Rikki-tikki fue a la terraza a desayunar, montada sobre el hombro de Teddy, y le dieron un poco de plátano y de huevo pasado por agua; se fue sentando en las rodillas de todos, uno detrás de otro, porque todas las mangostas de buena familia aspiran a ser mangostas caseras algún día, y acabar teniendo habitaciones en las que poder correr, y la madre de Rikki-tikki (que había vivido en casa del General, en Segowlee) le había explicado cuidadosamente a Rikki-tikki lo que tenía que hacer cuando se encontrara entre hombres blancos.

Después Rikki-tikki se fue al jardín para ver si había algo que mereciera la pena. Era un jardín grande, a medio cultivar, con arbustos igual de grandes que los cenadores hechos de rosales del Mariscal Niel; limeros y naranjos, matas de bambú, y partes llenas de hierba alta.

-Esto es un coto de caza espléndido -dijo, y la cola se le infló, poniéndosele como un cepillo para limpiar botellas, nada más pensarlo, y correteó por todo el jardín, olisqueando por aquí y por allí hasta que oyó unas voces muy tristes que venían de un espino.

Era Darzee, el pájaro tejedor, y su mujer. Había hecho un nido precioso juntando dos hojas grandes y cosiendo los bordes con fibras, llenándolo de algodón y pelusa parecida al plumón. El nido se balanceaba de un lado a otro, y ellos estaban sentados en el borde, llorando.

-¿Qué ocurre? -preguntó Rikki-tikki.

-Estamos desolados -dijo Darzee-. Uno de nuestros hijos se cayó del nido ayer, y Nag se lo comió.

-¡Hmm! -dijo Rikki-tikki-, eso es muy triste..., pero yo no soy de aquí. ¿Quién es Nag?

Darzee y su mujer se limitaron a esconderse dentro del nido. Sin contestar, porque de la hierba espesa que había al pie del arbusto salió un silbido sordo, un sonido frío y horrible que hizo a Rikki-tikki saltar hacia atrás medio metro. Entonces, centímetro a centímetro, fue saliendo de la hierba la cabeza y la capucha abierta de Nag, la enorme cobra negra, que medía casi dos metros desde la lengua hasta la punta de la cola. Cuando hubo levantado del suelo una tercera parte del cuerpo, se quedó balanceándose hacia delante y hacia atrás, exactamente igual que una mata de diente de león bamboleándose al viento, y miró a Rikki-tikki con esos ojos tan malvados que tienen las serpientes, que nunca cambian de expresión, piensen

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