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Cuentos Completos


Enviado por   •  5 de Febrero de 2012  •  10.510 Palabras (43 Páginas)  •  619 Visitas

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Mempo Giardinelli

CUENTOS COMPLETOS

SEIX BARRAL

Diseño de cubierta: Mario Blanco

Diseño de interior: Alejandro Ulloa

© 1999, Mempo Giardinelli

Derechos exclusivos de edición en castellano

reservados para: Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay

© 1999, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S.A./Seix Barral Independencia 1668, 1100 Buenos Aires

Grupo Editorial Planeta

ISBN 950-731-225-0

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

Impreso en la Argentina

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

BREVÍSIMO PRÓLOGO

Este libro se compone de casi todos los cuentos que he escrito y publicado hasta ahora. Escribo “casi” todos porque he preferido no incluir algunos pocos que, con los años, o bien se desgastaron o bien advierto ahora que no estaban resueltos y ya no deseo rescribirlos.

Para esta edición he obviado los datos de escritura de cada texto, modifiqué algunas dedicatorias y epígrafes, y alteré ligeramente el orden interno de los cinco libros en que a lo largo de quince años la mayoría de estos cuentos fueron apareciendo: Vidas ejemplares, La Entrevista, Antología Personal, Carlitos Dancing Bar y El Castigo de Dios.

En cambio, incluyo aquí todos los cuentos que —aunque publicados en diarios y revistas— no estaban reunidos en libro alguno. También incorporo a esta edición algunos relatos inéditos.

A mi primer libro de cuentos (Vidas ejemplares, terminado en Cuernavaca, México, en diciembre de 1981) lo cerré con este epílogo:

“Durante años escribí este libro, sin saber qué libro sería. Soñé cada relato, lo resoné y lo dejé imaginarse solo. Me permití olvidos sabiendo que, de algún modo, las historias retornarían si querían ser escritas. Y en todo momento tuve presente y compartí la pregunta que aparece en las últimas escenas del Decamerón de Pier Paolo Passolini: ¿Para qué producir una obra, si es tan bello soñar con ella?”.

Diecisiete años después, la duda continúa. Por eso me parece válido que aquel epílogo cierre este prólogo.

M. G., Gettysburg-Paso de la Patria,

diciembre de 1998

VIDAS EJEMPLARES

(1982)

EL PASEO DE ANDRÉS LÓPEZ

A causa de la velocidad a la que descendía el ascensor neumático, Andrés López sintió que un intenso frío le subía desde los pies; le pareció tener el estómago en el cuello, las manos en la cabeza y la cabeza mucho más arriba, como si hubiera quedado suspendida en el piso veintiuno, mientras su cuerpo caía.

En la vereda se encontró con un atardecer nacarado, que le recordó a los Campos Elíseos en otoño. Los edificios altos se asomaban por sobre los árboles de la avenida, dibujándose en el crepúsculo de sangre ardiente que iba oscureciendo al mundo, mientras unos pocos peatones caminaban presurosos, tiritando, por los cincuentenarios adoquines. Aspiró el aire puro, rápidamente familiarizado con la tarde (como siempre a esa misma hora, cuando se retiraba de la clínica) y se dirigió a su automóvil, casi presuntuosamente, tarareando una vieja canción.

Abrió la puerta, se sentó y al girar la llave de contacto observó por el espejo retrovisor que de un edificio vecino salían, veloces, tres sujetos cuyas caras reconoció; también vio, en la cuadra anterior, un Falcon verde, correctamente estacionado, con cuatro hombres a bordo. Sintió un escalofrío, comprobó que se apagaba la luz roja (lo que indicaba que el motor estaba caliente) y en ese momento descubrió el orificio negro, al final de un caño angosto y medianamente largo, junto a su ojo izquierdo.

—Corréte —le ordenó una voz. Andrés López, torpe, mecánicamente, se pasó a la butaca derecha—. Ahora destrancá las puertas traseras.

Lo hizo. Subieron dos individuos de aspecto infantil: uno era moreno, bajo, insignificante y tan nervioso que su cara, de tantos tics, parecía un letrero luminoso; el otro, un rubio huesudo, grandote como un camión Mack, tenía una expresión como de estudiado asombro permanente y se movía con dificultad. Ambos le sonrieron mientras el coche se ponía en movimiento, conducido por el primer individuo. Lentamente avanzaron hacia la esquina; allí doblaron hacia el Este.

El de los tics lo apuntaba con una pistola 45 negra, brillante, que parecía recién comprada.

—Quedáte tranquilo, tordo —dijo el rubio, con voz suave-. Hoy vas a llegar un rato más tarde a tu casa, pero resulta que no ando bien. Me duele mucho y los muchachos opinan que la herida se está pudriendo. Quiero que me cures, me des de alta y no nos veamos más.

Andrés López apenas podía controlar sus nervios. Observó al que manejaba, un individuo de cara vulgar, neutra, que con un traje negro y un poco de talco en las mejillas hubiera pasado por director de un cortejo fúnebre, y sintió que su piel se erizaba. Haciendo un esfuerzo, logró serenarse, resignado, y dijo:

—Está bien —se dio vuelta para mirar hacia atrás, lentamente, sin movimientos sospechosos-, muéstreme la herida...

El rubio se quitó el saco, se levantó el suéter y desabrochó todos los botones de la camisa, lo que permitió ver su enorme pecho velludo atravesado por un grueso vendaje, manchado de sangre desde las tetillas hasta la cintura.

—Permítame —dijo Andrés López después de sacar, cauta, insospechablemente, una tijerita de su maletín.

Mientras limpiaba la herida, echándole un polvito blanco primero y luego una considerable cantidad de tintura de merthiolate, recordó que, ocho días antes, los mismos tres sujetos lo habían abordado. Incómodamente instalado en el asiento posterior, en aquella oportunidad había

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